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No lo logró.

Los policías estaban cada vez más cerca, separados sólo por un embotellamiento repentino, cubiertos de blanco. Túnicas mortales. Un nativo que empujaba una carretilla en la que iba montado un niño maldijo al coche de delante, que había reducido la velocidad al acercarse al cruce. El conductor pisó el acelerador, dispuesto a arrancar, y el ruido llevó a Lydia a fijarse en él. La nieve que se acumulaba en el parabrisas apenas le permitía distinguirlo, pero finalmente lo identificó. Entonces, sin pensarlo dos veces, se plantó en medio de la calle, arrastrando consigo a Chang.

Dio unos golpecitos en la ventanilla.

– Señor Theo, soy yo.

La ventanilla descendió, y los ojos grises del señor Theo la observaron, entrecerrados para protegerse del viento helado.

– Dios mío, ¿qué está haciendo en la calle con este tiempo? -Su mirada se dirigió entonces a Chang An Lo-. Maldita sea.

Los policías estaban a punto de alcanzar el vehículo.

– Yo… -Tenía la boca tan seca que se detuvo. Volvió a intentarlo-. Necesito que alguien nos lleve.

Lydia vio que su profesor se fijaba en las dos figuras uniformadas que se acercaban por detrás. Junto a él, Chang An Lo respiraba cada vez con mayor dificultad.

– No estará escapando, ¿verdad?

– No, señor Theo -se apresuró a responder ella-. Por supuesto que no.

Él sabía que le estaba mintiendo. Y ella sabía que él lo sabía.

– Suban.

Capítulo 46

Vaya, ése sí que era un giro interesante.

Theo estaba apoyado en el quicio de la puerta, en el dormitorio de invitados, y a pesar del terrible dolor de cabeza que ya se había convertido en algo permanente aquellos días, sonreía.

Po Chu iba a adorarle.

Sobre la cama estaba tendido el joven chino. El fuego del infierno. ¡Y en qué estado se encontraba! Su aspecto era horrible. «No te mueras, no te atrevas a morirte. Te necesito con vida.»

La muchacha rusa estaba sentada junto al lecho, en una silla que tendría más de cuatrocientos años de antigüedad, aunque en ese momento ella no tuviera ojos para apreciarla. Sostenía una de las manos heridas del chino, y le hablaba en voz baja, imperiosa, demasiado baja como para que Theo oyera lo que le decía. Pero no importaba.

«Lydia Ivanova, me has traído un verdadero premio.»

Theo la llevó de vuelta a casa. Casi tuvo que arrancarla de la habitación del enfermo, porque no quería irse, pero Theo fue inflexible. Debía enfrentarse a Alfred, por lo que debía irse a su casa y aclarar todo aquello primero. En cualquier caso, había algo tan intenso en su manera de cuidar del joven chino que Theo temió que fuera a meterse de un salto en su cama, prescindiendo de la fiebre. ¿Qué diría Alfred si lo supiera?

Dejó a Li Mei mojando la frente del paciente con las hierbas y pociones que él llevaba en el zurrón, y le prometió a Lydia que podría volver si su madre y Alfred lo autorizaban. No antes.

Ella estuvo a punto de escupirle de rabia, pero afortunadamente la sensatez se impuso, y acabó accediendo a regañadientes. Observaba a Li Mei con mal disimulada desconfianza, pero al final llegó a la conclusión de que su Chang An Lo estaría en buenas manos. Nada de policía.

– Le doy mi palabra -dijo Theo-. De caballero inglés. Li Mei cuidará bien de él en su ausencia.

Y en ese momento, a él le pareció que se lo había creído.

Decir que Valentina Ivanova Parker estaba enfadada era decir poco. Theo estaba escandalizado. Jamás había oído a una mujer recurrir a semejantes palabrotas, y parecía evidente que Alfred tampoco. No dejaba de verter exabruptos en ruso e inglés sobre la cabeza de su hija. Pero la muchacha aguantaba el chaparrón sin moverse. No lloró, ni salió corriendo. Se pasaba las manos por la falda húmeda, y a veces bajaba los ojos hasta los zapatos empapados, pero por lo general sostenía la mirada a su madre, y no decía nada.

Contrariamente, el enfado de Alfred era contenido. Pero, claro, él era británico. No como esos rusos locos. Theo trató de despedirse, pero Alfred lo detuvo.

– Quédate un momento, viejo amigo, si no te importa. Quiero conocer los detalles de lo sucedido, pero primero debo ocuparme de Lydia.

De modo que Theo aguardó un rato, y mientras lo hacía se acercó al mueble bar, sirvió tres generosos vasos de whisky y bebió del suyo.

– Ya basta, Valentina, ya basta -conminó Alfred con voz autoritaria, y Valentina obedeció.

Dejó de gritar. Dedicó una mirada asesina a Alfred y a Lydia, dijo algo más en ruso, y se fue derecha hacia la copa que Theo le ofrecía. Se la bebió de un trago y se estremeció.

– No soporto el whisky -declaró, antes de llenar el vaso de vodka.

Alfred se dirigió muy serio, pero pausadamente, a su hijastra.

– Lydia, perteneces a mi familia desde hace sólo una semana, pero ya has deshonrado mi apellido. -Hizo una pausa, por si ella deseaba comentar algo, pero la muchacha se limitó a mirar el suelo, como Theo le había visto hacer cientos de veces en clase, cuando la regañaba-. En este momento estamos todos muy alterados -prosiguió en tono pausado-, y corremos el riesgo de decir cosas de las que tal vez más tarde nos arrepintamos, de modo que quiero que subas a tu cuarto y permanezcas en él veinticuatro horas. Para que tengas tiempo de reflexionar sobre lo que has hecho. Las comidas te las servirán ahí. Sube ahora mismo.

– No puedo, tengo que…

– Nada de peros.

– Por favor, está enfermo y…

– Lydia, no pongas las cosas más difíciles.

Theo vio que la muchacha miraba a su madre, pero Valentina le daba la espalda.

– Sube.

Y Lydia subió, para sorpresa de Theo, que nunca la había visto tan obediente en la escuela. ¿Qué poderes especiales poseía Alfred? Bebió un poco más de whisky, aunque todavía no era mediodía. Le resultaba indecente verse atrapado en una pelea familiar, aunque fuera la de un buen tipo como Alfred. Mal asunto. Encendió uno de sus cigarrillos turcos y notó que el whisky empezaba a aplacar los dolores de su cuerpo. Dios, ¿cuánto tardarían en remitir en esa ocasión?

Alfred hablaba, pero a él le costaba escucharle. Pensaba en Chang An Lo. Y en Po Chu.

– Déjalo, Tiyo. Que lo haga un empleado.

– No, me hace bien.

Theo estaba lijando la superficie de un pupitre. Hacía dos noches había recorrido las aulas, desesperado, agónico, el cuerpo tembloroso, ávido de la paz que proporcionaba la amapola, incapaz de pensar, incapaz de escuchar las palabras de ánimo de Li Mei. Lo único que llenaba su mente era el asco que sentía por Christopher Mason, un asco que le crecía en el cerebro hasta que le parecía que tenía la cabeza a punto de estallar. Por eso había ido a buscar un cuchillo afilado a la cocina y había grabado con él la palabra «ODIO» en el pupitre de Polly Mason con letras enormes.

Pero por la mañana se había arrepentido. Las vacaciones de Navidad terminaban ese fin de semana, y empezaba el nuevo trimestre, de modo que se impuso la tarea de reparar el daño causado a la mesa.

Curiosamente, el movimiento repetitivo del papel de lija, pasando una y otra vez sobre la madera, le aliviaba. Le servía para borrar el odio. Le tranquilizaba, y satisfacía algo en su interior.

– ¿Se lo has contado a Chang An Lo? -le preguntó a Li Mei mientras sus manos seguían moviéndose rítmicamente, en círculos, sobre la superficie del pupitre.

– No.

– ¿Y piensas hacerlo?

– No.

El sonido áspero del papel de lija era lo único que se oía en el aula. Li Mei se había sentado en otro pupitre, había cruzado las piernas, y lo observaba. Llevaba el cheongsam lila que a él tanto le gustaba, con un pasador amatista en el pelo, y Theo sabía que debía de estar cansada, porque se había pasado la noche cuidando a su paciente chino. Sin embargo, su rostro ovalado se veía fresco, sereno. E incluso los moratones empezaban a desaparecer.