– ¿Y tu amigo es un comunista fugitivo?
Ante esa pregunta se mostró más cauta.
– No es mi intención preguntarte por el grado de… intimidad que existe entre vosotros… -La incomodidad le llevó a ruborizarse, y se detuvo unos instantes- Pero confío en ti lo bastante como para saber que… bien, que no cometerías ninguna insensatez. Nada inmoral, nada que no fuera cristiano -añadió, con súbita intensidad.
– Alfred, estaba enfermo. He cuidado de él. ¿No te parece eso cristiano?
– Por supuesto que sí, querida. Es algo digno de alabanza. La buena samaritana, ¿no?
– La buena rusa.
La respuesta puso una sonrisa en los labios de Alfred.
– Exacto.
Él parecía algo más relajado. Sólo un poco, pero algo era algo. Lydia sostuvo la taza de café.
– Mmmm, está bueno -dijo-. Gracias.
Él se apoyó en el respaldo y descruzó los brazos.
– De lo que debemos hablar es de qué hacer a partir de ahora. No es mi intención causarte un dolor innecesario.
Ella disimuló el alivio, apartándolo de sus ojos y su rostro. Parecía que Alfred entraba en razón.
– Y me parece que debo recordarte lo que me prometiste en el salón de té. Nuestro trato.
El alivio, pasajero, se alejó tan pronto como había llegado. Se pasó una mano por la cara para ocultar la decepción.
– ¿Qué órdenes vas a darme, entonces?
– Lydia, no me gusta ese tono de voz. Considero que la palabra «orden» no es adecuada, pero te digo que no debes volver a ver a ese comunista chino nunca más. Es demasiado peligroso para ti.
– No. Por favor.
– Insisto en ello.
Lydia sentía que se le desencajaba el rostro. Y lo ocultó entre las manos.
Se hizo un largo silencio en el dormitorio. Y entonces él se sentó a su lado, en la cama.
– Vamos, vamos, querida. Es por tu bien. No llores.
Le dio unas palmaditas en el hombro.
Pero ella no estaba llorando. Se estaba muriendo.
– Alfred -dijo, hablando entre los dedos separados-. ¿Cómo te sentirías si te dijera que no debes volver a ver a mi madre?
– Eso es distinto.
– No lo es.
– Oh, Lydia, mi querida niña. Eres demasiado joven para desesperarte así.
– Por favor, Alfred, déjame verlo.
Él le acarició la cabeza, y por su modo de hacerlo ella supo que iba a responder que no. Entonces se incorporó en la cama y, sin transición, le sonrió.
– Mamá me ha contado que quieres tener un hijo. -Alfred se ruborizó al instante, y apartó la mirada, clavándola en la nieve que cubría el alféizar de la ventana, donde un gorrión revoloteaba, para protegerse del frío-. Y me parece maravilloso, Alfred.
– ¿De veras?
– Sí.
– Me alegro.
Alfred estaba entusiasmado. Lydia se lo notaba en la mirada, y le conmovió saber que le importaba su opinión.
– ¿Qué te parecería que hiciéramos otro trato?
– ¿Cómo dices?
– Otro trato. Haré todo lo que pueda para convencer a mamá, para lograr que se replantee la idea de tener el bebé, si tú…
– No.
– Déjame terminar. Si me dejas visitar a Chang An Lo mientras se encuentre en casa del señor Theo.
– Mira, Lydia, yo…
– El señor Theo puede estar presente en la habitación en todo momento. No estaremos nunca solos. Por favor. Necesito saber que mejora y que sigue a salvo.
– Esto no me gusta nada.
Frunció el ceño, pero sus ojos habían perdido la expresión severa.
– Es muy importante para mí-insistió ella en voz baja.
Él respiró hondo, y se meció en el borde de la cama.
– Me encantaría tener un hermano -insistió ella.
Él no pudo reprimir una sonrisa.
– Eres una joven muy persuasiva, no sé si lo sabías.
– Entonces, ¿podré verlo?
– Oh, está bien, Lydia. Podrás verlo. No, no te alegres tanto. Sólo te permitiré que lo visites una vez, y no será hasta mañana, cuando estés en la escuela. Y para despedirte, nada más.
Lydia no dijo nada.
– Hablaré con Willoughby y lo organizaré -prosiguió Alfred-. Y que sea el final de este asunto.
Lydia se acercó a él y, con dulzura, le rozó la mano, que tenía apoyada en el edredón.
– Dos visitas, Alfred. Por favor, déjame que lo visite dos veces.
Para su sorpresa, su padrastro se echó a reír.
– Eres una señorita muy testaruda, ¿verdad? Está bien. Dos visitas. Bajo la estricta supervisión de Willoughby.
– Gracias.
Alfred le besó la frente, más cómodo que otras veces.
– De acuerdo -dijo, poniéndose en pie.
– ¿Y hablarás con mamá? ¿La convencerás para que dé su autorización?
– Sí, por supuesto.
– Yo hablaré con ella por lo del hermanito. Si le compraras un piano, creo que eso ayudaría.
Los dos se miraron a los ojos un segundo, y supieron que entre ellos había nacido un vínculo. Alfred asintió, sin saber bien qué decir.
– Alfred -dijo Lydia-, para no ser padre, se te da muy bien.
Él volvió a ruborizarse, se acarició la barbilla, ufano, y salió del dormitorio sonriendo.
– Mamá.
No hubo respuesta.
Valentina sostenía un periódico que le ocultaba el rostro, aunque Lydia dudaba de que lo estuviera leyendo. Era su modo de encontrar algo de intimidad. A intervalos, daba golpecitos en el suelo con un pie, calzado con zapatilla de terciopelo. La cena había transcurrido tensa, silenciosa, pero en el salón, más tarde, Alfred le había preguntado:
– Lydia, ¿juegas al ajedrez?
– Sí.
– ¿Te gustaría que echáramos una partida?
– Sí.
– Muy bien.
Trajo entonces un extraordinario juego de piezas antiguas, de marfil, y empezó a arrollarla con facilidad. Con todo, ella aprendía de sus errores. De sus errores en el juego. Y aprendía también más cosas de él. Y de sí misma. Alfred contaba con una paciencia impresionante, pero su disciplina mental resultaba demasiado rígida, mientras que ella era impetuosa. Ésa era a la vez su fuerza y su debilidad. Debía ir más despacio.
– Gracias -le dijo cuando su rey quedó tumbado sobre el tablero.
– Tienes aptitudes de gran jugadora, querida, pero deberías…
– Pensar más antes de mover pieza. Lo sé.
– Exacto. -Alfred sonrió, y sus ojos castaños brillaron tras las gafas-. Exacto.
Y abandonó el salón para guardar la caja con las piezas.
– Mamá.
Despacio, Valentina bajó el periódico y la miró con frialdad.
– ¿Conocía Liev Popkov a tu familia en Rusia?
La expresión de su madre no se alteró, pero Lydia notó que no le había gustado nada la pregunta.
– Trabajó para mi padre. Hace mucho tiempo -respondió al fin, secamente, antes de volver a levantar el periódico. Asunto concluido.
Capítulo 48
Chang An Lo abrió los ojos y vio su rostro. Durante un instante tuvo la certeza de que se trataba de otro de los sueños que los dioses le permitían tener sobre ella cuando dormía, pero entonces sintió su mano, rodeándole la muñeca con firmeza, y el cosquilleo del pelo que le rozaba la piel de las mejillas al inclinarse sobre él.
– Eres real -susurró.
Ella esbozó una sonrisa, su sonrisa amplia, hermosa, la que le había robado el corazón, y al instante supo que no se trataba de ningún sueño. Lydia se inclinó todavía más y le besó la boca con sus labios suaves, acogedores.
– Eso para demostrarte que sí, que soy real -le susurró.
Él la atrajo hacia sí un momento, sintió su mejilla fresca contra su rostro caliente, aspiró el aroma de la calle en su pelo y en su piel, oyó la sangre que palpitaba en sus oídos. Tan viva, tan llena de fuego. Perderla sería como ahogarse en el lodo.
– ¿Cómo te sientes?
– Mejor.
– Parece que tienes fiebre.
– Por dentro estoy mejor. -Se incorporó un poco para acariciarle el pelo en llamas-. Cuando te veo, la fiebre se asusta y se va.
Ella se rió, acercó más a su pecho la cabellera y la dejó reposar ahí. Él se la acarició, sedosa, suelta, tan distinta a la de las muchachas chinas, que se la habrían untado con aceite y alisado con pasadores, o atado con nudos prietos. Le encantaba la libertad de aquel cabello.
– Lydia -dijo con voz pausada.
Ella alzó la cabeza.
– No disponemos de mucho tiempo -le susurró ella, mirando en dirección a la puerta.
Estaba abierta, y la figura alta y elegante del director, ataviado con sus ropas académicas, se apoyaba en ella, pero les daba la espalda, y sostenía uno de sus apestosos cigarrillos con una mano, y un libro de ejercicios con la otra. Lo leía ostensiblemente, para dar a entender que tenía los oídos sellados. A pesar de ello, la pareja hablaba en voz muy baja.
– ¿Y tus padres?
– Me han prohibido que te vea más de dos veces mientras estés aquí. Pero no hemos hablado de qué sucederá cuando salgas. -Sus ojos ambarinos estaban llenos de luz-. Tengo una idea.
De pronto, se mostró tímida. Pero excitada.
Algo de su luz alzó el velo oscuro que cubría a Chang. Sabía que no podían hacer planes. Le acarició una ceja, y la oreja.
– ¿Qué es lo que hace latir con tanta fuerza tus palabras?
Ella se acercó más a él, clavando los ojos en los suyos.
– Podríamos irnos juntos.
– Te burlas de mí.
Pero la esperanza se alojó en su garganta, e insufló vida a sus miembros.
– No, no, lo digo en serio -insistió ella en un susurro-. Lo tengo todo pensado. Tú dijiste que debías abandonar Junchow. Y yo me iré contigo. Todavía me queda algo de dinero, y tal vez logre conseguir más. Alcanzaría para contratar un barco de remos que nos lleve al otro lado del río, cuando sea de noche, y luego podríamos…
– No.
– Sí. Si viajáramos de noche y durmiéramos de día, sería seguro. Sé que tardaríamos más, pero podríamos alejarnos de aquí, llegar a alguna aldea china, y yo me pondría una túnica china, y un sombrero ancho como el del funeral, y así nadie se daría cuenta, y aprendería mandarín, y…
– No.
– Escúchame, amor mío, es nuestra única salida. Lo he pensado todo. Tú no puedes quedarte aquí, de modo que no hay otra solución.
– Lydia, no lo hagas. Lydia.
– No estoy loca. No sería para siempre. Sé que cuando mejores y recobres fuerzas, querrás regresar a uno de los campamentos comunistas para seguir con la lucha contra Chiang Kai-Chek. Eso ya lo sé, claro. Pero -y él se fijó en la pincelada rosa que teñía su mejilla, como el destello del ala de un flamenco- también entonces iré contigo. Sé que hay mujeres que se entrenan y combaten en el ejército de Mao Tse-Tung, de modo que no hay razón por la que no pueda convertirme en una combatiente comunista por la libertad. ¿O sí la hay?