Valentina. En el Buick.
¿Por qué?
Pero Polly seguía evitándola. Mantenía la vista fija en la espuma del vaso, y soplaba un poco para enfriar la bebida.
– Polly, se ha ido -le dijo Lydia.
Al fin, la mirada recelosa de su amiga se encontró con la suya.
– ¿Quién?
– Ya sabes quién. Chang An Lo.
– ¿Adónde ha ido?
– No lo sé.
– ¿Se lo han llevado los soldados?
– No. Escapó. De modo que no tienes que preocuparte más por lo que… bueno, por lo que viste.
Polly soltó un sonoro suspiro de alivio.
– Me alegro.
– Yo también.
Se sonrieron en silencio, y entonces Lydia dejó la taza sobre la mesa, se acercó a Polly y la abrazó. Al momento, toda la tensión acumulada abandonó el cuerpo de Polly, y le devolvió el abrazo a Lydia, con todas sus fuerzas. Las dos se echaron a reír, sintiendo que la confianza que existía entre las dos regresaba paulatinamente. Trascurrido un momento, las dos cogieron sus tazas y se trasladaron al salón.
– Espérame aquí, Lydia, que subo a mi habitación a copiar los mapas. Bajo enseguida. Cómete la tarta.
Apenas su amiga se ausentó, Lydia abandonó el salón, cruzó el vestíbulo de puntillas y comprobó si la puerta del despacho estaba abierta. En efecto, lo estaba. No sabía por qué, pero aquello le supuso cierta decepción. Si alguien deja una puerta abierta, es que no tiene nada que ocultar, ¿no es cierto? Se coló dentro y la cerró. La estancia estaba en penumbra, pues las persianas estaban medio cerradas, y los altos estantes llenos de libros que forraban las paredes le resultaban… amenazadores. Se sentía como atrapada, enclaustrada. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y meneó la cabeza para ahuyentar aquellas ideas absurdas.
La mesa. Por ahí era por donde debía empezar. Se inclinó sobre ella y encontró el diario encuadernado de Mason correspondiente al año 1929 colocado en el centro de la superficie. Hojeó las páginas del mes de enero, y ahí lo encontró, en letras negras, grandes. «Lunes, tres treinta. VP.» Ya no era VI. Ahora era Valentina Parker. Lydia habría querido arrojar por la ventana aquel maldito diario.
Sin dilación, revisó los cajones de la mesa, pero no encontró nada de interés, salvo un arma. En el primer cajón derecho, bajo una gamuza amarilla, aguardaba, como una advertencia. Lydia la sostuvo con la mano. Era una pistola del ejército, un revólver, que pesaba más de lo que ella pensaba, y que olía a grasa. Cerró un ojo, apuntó en dirección a la puerta, quitó el seguro y volvió a activarlo, aunque no se atrevió a apretar el gatillo. La dejó en su sitio. Rebuscó un poco más, pero sólo encontró facturas, material de papelería, dos estilográficas de oro, que tres meses atrás tal vez habría robado, y algunas cartas enviadas desde Inglaterra. Nada que pudiera servirle: informaciones intrascendentes sobre una mujer llamada Jennifer y un hombre llamado Gaylord. Un pisapapeles de jade. Una caja de puros. Un cortaúñas. Y, en el último cajón, una fotografía de su gato, Achules. Decepcionante.
Un ruido repentino paralizó a Lydia, que escuchó con atención. Pasos de un criado en el vestíbulo. Respiró, aliviada, cerró el cajón y buscó en otros rincones. En uno de ellos se alzaba una cómoda, con grandes asas de latón. Los primeros tres cajones contenían botellas de lo que, por el olor, parecían productos químicos de alguna clase, una resma de papel fotográfico, una caja de cartón llena de rollos y rollos de negativos, sobre la que reposaba una petaca de plata. Parecía que Mason era un aficionado a la fotografía, que revelaba sus propias creaciones. Aquello encajaba con la vez que lo encontró en la biblioteca, consultando un libro sobre ese arte.
Fue el último cajón el que le proporcionó algo de esperanza. Estaba cerrado con llave. Algo que ocultar.
Ahí estaba. Dedicó un momento, serenamente, a echar un vistazo a la habitación. Sobre la mesa no había llaves. Si ese despacho fuera suyo, ella las habría escondido… ¿dónde? En la librería. Tenía que ser ahí. Aguzó el oído por si le llegaban los pasos de Polly desde la escalera. Nada. Pasó los dedos rápidamente por los libros y los estantes. Tal vez algún volumen estuviera vacío y contuviera alguna llave secreta. Si era así, no albergaba la menor esperanza de encontrarla. Ninguna. Decidió subirse a la butaca de cuero de Mason y palpar la parte más alta de la librería. Pero ahí no había nada, excepto una fina capa de polvo y una araña muerta. Acercó más la butaca, volvió a tantear, y esta vez sus dedos rozaron un objeto metálico.
– ¿Lydia?
Era la voz de Polly, que seguía arriba.
Se bajó de la silla a toda velocidad y entreabrió la puerta.
– ¿Sí?
– Ya casi estoy.
– Tranquila, no tengas prisa.
– No tardaré.
Lydia volvió a cerrar la puerta, se subió de nuevo a la silla y alcanzó el objeto. Era una llave. La sostuvo en la palma de la mano. Tenía la boca seca. No estaba segura de querer saber qué se ocultaba en ese cajón. La mente ya empezaba a llenársele de sospechas. Aspiró hondo, como le había enseñado a hacer Chang An Lo, expulsó el aire despacio, se acercó a la cajonera y se agachó frente al cajón más bajo. La llave encajaba a la perfección, y al girarla el cajón se abrió sin dificultad, como si se usara a menudo.
Estaba lleno de fotografías. Montones bien ordenados, unidos con gomas elásticas. Las hojeó rápidamente. En cada una aparecía una mujer desnuda. A Lydia le pareció que su obligación era avergonzarse, pero no disponía de tiempo para ello. La visión de una muchacha negra montada por un galgo negro le hizo estremecer, pero no se detuvo, y siguió observando con atención los rostros de aquellas mujeres. Casi todos eran duros, y aparecían muy maquillados. Supuso que se trataba de prostitutas. Había visto caras como ésas en las calles, montando guardia junto a los bares de los muelles. Fue en el quinto fajo de retratos donde la encontró. La imagen lasciva de una mujer blanca, delgada, tumbada desnuda sobre una piel de oso, un brazo posado sobre la cabeza, la mano aferrada al pelo largo, los pechos al aire. Los pezones habían sido pintados de un color oscuro. Las piernas aparecían algo separadas, y un dedo se adentraba por entre la espesa mata de vello, entre el que se adivinaba algo pálido y brillante. La mujer esbozaba una sonrisa con los labios, pero sus ojos parecían muertos. Valentina.
Lydia no pudo reprimir un sollozo, y la ira que sintió estuvo a punto de ahogarla. Una ira seguida de una avalancha de vergüenza. Apretó mucho los dientes, y sintió que le ardían las mejillas.
Siguió revisando las fotografías. Había cuatro más de Valentina. Veinte de Anthea Mason. Dos de Polly.
Lydia habría querido gritar.
Metió los retratos en su cartera.
– Ya estoy -gritó Polly desde lo alto de la escalera.
Con un último impulso, Lydia quitó los libros de la cartera y metió en ella los rollos de negativos. Metió la llave en el cajón, lo cerró de una patada y, con los libros bajo un brazo y la cartera bajo el otro, abandonó el despacho.
– No te importa, ¿verdad, cielo?
– No, por supuesto que no. Tengo que hacer los deberes.
Lydia no dejaba de observar a su madre, de concentrarse en todos los movimientos de su dedo -de ese dedo-, mientras ella hojeaba el último número de la revista Paris World, así como en los movimientos de su pelo, ahora que encendía otro cigarrillo. ¿Por qué? Una y otra vez le asaltaba la pregunta. ¿Por qué lo hacía Valentina? Maldita sea. Maldita sea. ¿Por qué?
Su madre se dirigió a Alfred.
– No tardaremos, ¿verdad, ángel mío?
Él intercambió una mirada fugaz con Lydia. Aquella mañana la había llevado en coche al colegio camino del trabajo, y ella le había comentado que veía a Valentina algo tensa desde lo de Chang An Lo y los soldados. Tal vez fuera buena idea que la sacara esa noche. ¿Una cena en el club? ¿Un baile en el Flamingo? Alfred se había mostrado más que de acuerdo.