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– Alexei Serov, es usted un mentiroso malnacido.

La compostura de su interlocutor se tambaleó, pero supo disimularlo bien. Se llevó despacio la mano a la mandíbula, y al hacerlo mostró unos gemelos de oro con forma de escarabajo.

– Me insulta usted, señorita Ivanova.

– No, es usted el que me insulta a mí si cree que no sé quién envió las tropas del Kuomintang a mi casa.

– ¿Tropas?

– Sí, y los dos sabemos por qué.

– Lo siento, pero no entiendo de qué…

– No se moleste. No gaste saliva negándolo. Sus mentiras venenosas salen de las cloacas, y lo único que consigue es insultarme más. Por su culpa yo podría encontrarme en prisión ahora mismo. ¿Es consciente de ello? Y mi… mi amigo podría estar muerto. De modo que he venido aquí esta noche para decirle… -Notaba que estaba perdiendo el control de su voz, que le abandonaba la frialdad que había planeado- para decirle que su plan ha fallado, y que creo que es usted lo más rastrero entre lo rastrero. Un asqueroso sicario de Chiang Kai-Chek y sus diablos grises. Finge ser mi amigo, y sin embargo…

– No siga, Lydia.

– Sí, sí voy a seguir, malnacido. Usted me ha traicionado.

Él la sujetó por los brazos y la zarandeó.

– Pare.

Acercó mucho la cara a la de ella. Los dos se miraron fijamente. Lydia vio que él tragaba saliva, tratando de aplacar su ira.

– Suélteme -dijo.

Él retiró las manos.

– Adiós -zanjó ella, tratando de pronunciar aquella única palabra con toda la frialdad de que pudo hacer acopio. Y, muy erguida, se dirigió a la puerta.

– Lydia Ivanova, por el amor de Dios, ¿qué bicho le ha picado? ¿Cómo se atreve a entrar aquí cargada de acusaciones, y luego se niega a escuchar mi respuesta? ¿Quién se ha creído que es? -Lydia se detuvo, con una mano plantada ya en el tirador de latón, pero no se volvió para mirarlo, pues la mera idea de volver a ver a aquel malnacido embustero le repugnaba. Se hizo un momento de silencio, y las criaturas disecadas que poblaban la habitación los miraron con sus ojos de cristal. Lydia oía los latidos desbocados de su propio corazón-. Escuche, pues, lo que tengo que decirle -prosiguió él con voz asombrosamente pausada-. Yo no sé nada de esos soldados en su casa.

– Al infierno con sus mentiras.

– Yo no la he traicionado. Ni a usted ni a su comunista chino herido. No conté a nadie lo que vi en su casa, le doy mi palabra de ello.

– La palabra de un embustero no vale nada.

Él aspiró hondo, colérico, y a ella le gustó saber que se alteraba.

– Estoy diciendo la verdad -añadió secamente, y ella supo que, de haber sido un hombre, él le habría golpeado.

– ¿Por qué debería creerlo?

– ¿Y por qué no habría de hacerlo?

Lydia se volvió al fin.

– Porque nadie más podía enviar a los soldados a detener a Chang An Lo. Sólo usted lo sabía.

– Eso es absurdo. ¿Qué me dice de su cocinero?

– ¿Wai?

– ¿Acaso cree que él no lo sabía? Señorita Ivanova, tiene usted mucho que aprender de los criados, si es tan ingenua que cree que no están al corriente de todo lo que sucede en una casa.

Lydia tragó saliva.

– ¿Wai?

Alexei Serov había vuelto a hacerse con el control de la situación. La tensión abandonó su cuerpo, y su gesto vago, al señalar en dirección a los aposentos de sus propios criados, era de nuevo el gesto de alguien sin miedo.

– Tienen unos ojos que les permiten ver más allá de las puertas cerradas, y unos oídos con los que oyen nuestros pensamientos.

– Pero ¿por qué habría Wai…?

– Por dinero, claro. Le pagarían bien a cambio de la información.

– Maldita sea.

El abatimiento se apoderó de Lydia al instante, y se hundió de hombros. Se refugió observando las orejas peludas de un lince, erguidas, alerta, impacientes por escuchar sus disculpas.

– Maldita sea -repitió.

– Le juro que no fui yo quien lo delaté. Y tampoco la delaté a usted -insistió Alexei en voz baja.

Ella se obligó a mirarlo a la cara, aunque le resultó difícil. La ira no le costaba demasiado. Pero las disculpas le resultaban más difíciles.

– Lo siento.

Lo único que quería era salir por donde había entrado. Que le diera el aire frío pronto, porque si no se iba a derretir y a convertirse en un charco sucio de vergüenza sobre el elegante suelo de mármol. No sabía qué decir. No le salían las palabras.

– Le pido disculpas, Alexei Serov.

Él no sonrió. Como seguía con los ojos entrecerrados, ella no era capaz de adivinar qué estaba pensando, y en realidad no estaba segura de querer saberlo.

– Acepto sus disculpas, señorita Ivanova -dijo al fin, antes de dedicarle una leve reverencia.

El chasquido leve de sus talones al unirse asustó a Lydia. Era la clase de sonido que se esperaría de un verdugo antes de la ejecución. Alexei le ofreció el brazo.

– ¿Puedo acompañarla de nuevo a la fiesta? Esta conversación ha terminado. -Ella vaciló-. Y, como muestra de nuestra renovada amistad, espero que me haga el honor de concederme un baile.

Ahora sí esbozó una sonrisa lenta y pícara, como si supiera bien lo que le costaría a ella aceptar.

– La última vez me dijo que era demasiado joven para bailar conmigo -objetó ella. Ya sólo había una persona en cuyos brazos deseara flotar.

– De eso hace seis meses. En ese momento era usted una niña. Pero ahora me parece usted una hermosa joven, en todos los aspectos. -Arqueó una ceja-. A pesar de que no se comporte usted como tal.

Ella se echó a reír, sin poder evitarlo.

– Dios, Alexei, siento no haber controlado mis palabras. Puedo ser bastante respetable cuando me lo propongo, pero, no sé cómo, usted siempre se las arregla para ver mi peor cara.

– «Asqueroso sicario de Chiang Kai-Chek.» Eso me ha impresionado bastante.

Ella se apoyó en su brazo.

– Bailemos.

Cuanto antes terminara con todo aquello, mucho mejor.

Capítulo 49

Theo estaba sentado con el gato a sus pies. Hacía frío. Eran las tres de la madrugada. Oía el viento golpeando las ventanas y aullando para entrar, y le recordaba al viento que soplaba en el río por las noches, y a las barcazas que empujaba, mientras iban pasando de un junco a otro con su carga. Estaba leyendo en su estudio, tratando de extraer fuerzas de las palabras de Buda:

Si quieres conocer tu futuro,

mírate en el presente,

pues éste es la causa del futuro.

Se empapó de esa máxima.

Su futuro se decidiría el miércoles.

Porque ese día Christopher Mason se había citado con sir Edward para revelarle la implicación de Theo en el tráfico de opio. De modo que tenía veinticuatro horas para decidir.

Vacía tu barca, buscador,

y viajarás más velozmente.

Aligera tu carga de anhelos y opiniones

y alcanzarás antes el nirvana.

A Theo le pareció que eso era precisamente lo que anhelaba, viajar ligero, pero estaba llegando a la conclusión de que no se conocía muy bien. El joven chino que se alojaba en la planta superior sí lo conocía. Conocía sus debilidades. Se las veía en los ojos. Chang An Lo estaba preparado para lo que pudiera suceder. Él ya había aligerado su carga. La cárcel era un sendero que tal vez estuviera esperándolos a los dos, pero ¿podría Theo soportar ese infierno de celdas apestosas, ese encierro de pájaro en una jaula de bambú?