Si quieres librarte de tu enemigo,
el verdadero modo de lograrlo es darte cuenta
de que tu enemigo es una ilusión.
Pero ni Feng Tu Hong ni Christopher Mason le parecían ilusiones. La verdad era que Feng podía impedirle a Mason salirse con la suya. Pero a cambio le pediría al joven, a pesar de sus disputas con Po Chu. O tal vez precisamente a causa de ellas.
¿Entonces? ¿Y si Theo cerrara el trato? ¿Qué pensaría de él Li Mei?
¿Qué pensaría él de sí mismo?
Se echó hacia delante y acarició la cabeza del gato, que ronroneó un segundo antes de clavarle los dientes amarillos en la mano.
Capítulo 50
Lydia oyó el chasquido en la puerta de su dormitorio. Pasos amortiguados. Abrió los ojos, pero la oscuridad no le permitía ver nada. Con todo, no le hacía falta ver.
– ¿Qué sucede, mamá?
– No puedo dormir, niña.
– Pues ve a molestar a Alfred.
– Él necesita dormir.
– Yo también.
– Tú puedes dormir mañana, en clase.
– ¡Mamá!
– Cállate. Te contaré cosas del club Flamingo. Había una mujer muy afortunada que llevaba un broche de Fabergé, pero la ropa era bastante espantosa.
Lydia se cambió de posición en la cama y Valentina se tendió en ella, tapándose con el edredón, pero no con las mantas, lo mismo que había hecho Lydia al principio con Chang An Lo.
– ¿Lo has pasado bien esta noche?
– Ha sido tolerable. Poco más.
– ¿Has bailado?
– Sí, claro. Eso ha sido lo mejor. Cuando seas lo bastante mayor te llevaré a bailar, y descubrirás lo divertido que es. La banda ha tocado música de jazz con…
Pero Lydia no la escuchaba. Tenía la mejilla apoyada en el hombro de su madre, y su perfume intenso lo impregnaba todo. Se preguntaba si Chang An Lo estaría despierto. ¿En qué estaría pensando? Ella temía que escapara. Que se levantara y se fuera, así, sin más. Sin ella. Pero los dos sabían que en el estado en que se encontraba, le darían alcance. Y sabían que él la necesitaba. Lo mismo que ella a él. Iba a ser difícil, claro. Lydia no ignoraba ese hecho, ni la incertidumbre que les aguardaba en el futuro, pero estar juntos los meses que tardara él en recuperarse les daría tiempo. Un espacio para respirar, mientras planeaban su siguiente paso.
– ¿Y entonces?
Lydia fue consciente de que Valentina había dejado de hablar.
– ¿Y entonces?
– ¿Y entonces qué, mamá?
– Te he preguntado quién es ese bolchevique chino tuyo.
– Se llama Chang An Lo, y es comunista. Pero -se apresuró a añadir- viene de una familia que ya era rica con el último emperador, y ha sido bien educado. Un poco parecido a ti en cierto modo…
– Yo no soy comunista, y nunca lo seré -masculló su madre-. Los comunistas toman un país que es grande y noble y lo destrozan con sus hoces y sus martillos hasta que alcanza el nivel más bajo de un campesino. Mira mi pobre y desolada Rusia, Rusmatushka.
– Mamá -apuntó Lydia en voz muy baja-, los comunistas no han hecho más que empezar. Dales tiempo. Primero tenían que liberarnos de la tiranía, de la brutalidad que llevaba cientos de años existiendo. Eso es lo que están haciendo ahora mismo en Rusia. Y eso es lo que China también necesita. Ellos son los que construirán una sociedad justa en la que todos tengamos voz. Espera, ya verás que se convierten en uno de los mejores países del mundo.
– Estás loca, querida. Ese muchacho bolchevique te ha envenenado la mente y te la ha llenado de porquería de las cloacas, y ahora ya no piensas bien.
– No, estás equivocada. Ahora lo veo todo claro.
– ¡Bah! Será un capricho que te durará dos minutos.
– No, mamá, le quiero.
Valentina suspiró con fuerza.
– No seas ridícula. Eres demasiado joven para saber qué es el amor.
– Tú tenías sólo diecisiete años cuando te escapaste y te casaste con papá. Lo amabas, y lo sabes muy bien. Así que no te atrevas a decirme que yo no quiero a Chang An Lo.
Se hizo el silencio. La oscuridad se hizo más espesa a su alrededor, y Lydia sentía su peso en los ojos, pero se negó a permitirle la entrada en su mente. Con ella se acercó a Chang An Lo, y le costó tan poco encontrarlo que resultaba raro aceptar que no estuviera en el dormitorio con ella. La conexión era instantánea. Y estaba segura de que él estaba despierto en casa del señor Theo, buscándola a ella. Sonrió y sintió que el interior de su cabeza llegaba a una habitación espaciosa, llena de luz, en la que sonaba el agua de la Quebrada del Lagarto. Un lugar en el que se podía respirar.
– Escúchame, mamá.
Fue fácil. Hablarle de él al fin. Se lo contó todo sobre Chang An Lo. Que la había salvado en el callejón, que ella le había cosido el pie en la Quebrada del Lagarto. Que había asistido a un funeral chino, que lo había buscado. Le habló incluso de la casa quemada, y la discusión sobre algunos de los métodos salvajes que los comunistas usaban para alcanzar sus fines. Le salió todo de un tirón. Todo. Bueno, casi todo. Se guardó para ella dos cosas. Lo del collar de rubíes y que habían hecho el amor. No era tan tonta.
Cuando terminó, se sintió como si estuviera flotando.
– Oh, mi niña, mi querida niña. -Valentina se volvió y la besó en la mejilla-. Qué alocada eres.
– Le quiero, mamá. Y él me quiere.
– Esto tiene que terminar, dochenka.
– No.
– Sí.
– No.
Valentina agarró a Lydia por encima del edredón y la abrazó con cierta maldad.
– Lo siento, amor, se te va a romper el corazón, pero hay cosas peores. Sobrevivirás, créeme, sobrevivirás. Tú y yo hemos llegado hasta aquí. No pienso dejar que lo eches todo por la borda ahora que he conseguido que dispongas de dinero para tu educación, para que vayas a la universidad. Podrías ser médica, o abogada, o profesora, algo importante, algo grande, algo por lo que te paguen bien. Estarás orgullosa de ti misma y podrás caminar con la cabeza bien alta. No tendrás que depender nunca más de un hombre que lleve el pan a tu mesa, o que te ponga un anillo en el dedo. No lo eches todo a perder. Ahora no.
– Mamá, ¿hiciste caso a tus padres cuando te dijeron lo mismo?
– No, pero…
– Pues yo tampoco voy a hacértelo a ti.
– Lydia. -Valentina se incorporó bruscamente-. Tú harás lo que yo te diga. Y te digo que esta historia con el bolchevique chino se ha terminado, aunque tenga que encadenarte a la cama y alimentarte a base de pan y agua el resto de tu vida. ¿Me oyes bien?
Lydia no tenía intención de decir lo que dijo a continuación. Pero estaba enfadada y dolida, de modo que contraatacó.
– Tal vez si yo le cuento a Alfred lo que he visto hoy en el Buick, él te diga lo mismo a ti.
Oyó que su madre se atragantaba, y emitía un sonido similar al de los pollos cuando les retuercen el pescuezo. Habría querido volver a meterse las palabras en la boca. Valentina puso los pies en el suelo, pero permaneció sentada en el borde de la cama. Dándole la espalda. Y no dijo nada.
– ¿Por qué, mamá? ¿Por qué? Tienes a Alfred.
Su madre rebuscó en el bolsillo de la bata. Lydia sabía que quería un cigarrillo, pero era evidente que no lo había encontrado, porque no vio el destello del mechero.
– Eso no es asunto tuyo -se limitó a decir secamente.
Lydia se acercó más a ella y alargó la mano. El cuerpo tenso de su madre era más oscuro que la oscuridad circundante. Le rozó el hombro, y durante un segundo regresó a su memoria su mano rozando el hombro de un hombre esa misma noche, unas horas antes. Alexei Serov. Le había acompañado hasta casa, y debía admitir que se había comportado bastante bien ante su error. Dios santo, había hecho tal ridículo con él. «Sicario, malnacido.» Tenía todo el derecho a echarla a patadas. Pero no lo había hecho. Se había limitado a esbozar su sonrisa más arrogante y altanera, mientras bailaban. Sólo un baile. No pudo soportar ni uno más.