Sintió bajo los dedos el calor del kimono de seda de su madre.
– ¿Por qué? -volvió a preguntarle.
Valentina se encogió de hombros, como si no fuera importante.
– Es sólo una aventura.
– Mamá, te he visto con él. Y lo odias.
– Claro que odio a ese demonio, que Dios le pudra el alma.
– ¿Es por las fotografías?
Valentina dejó de respirar.
– Las tengo yo. -Valentina acarició la espalda de su madre-. Y los negativos.
Su madre sollozó.
– ¿Cómo?
– Se las he robado.
– Eso sí se te da bien.
– Sí.
– Gracias -balbució en un susurro.
– O sea que sí es asunto mío.
– De acuerdo. Pero que conste que me lo has preguntado tú. -Su madre aspiró hondo-. En la Academia Willoughby no existen las becas. Llevabas cuatro años malgastados en la escuela de caridad, y sabía que te marchitarías y morirías en ese lugar infernal. De modo que encontré la mejor escuela privada, la Academia Willoughby, y contacté con el responsable del departamento de educación de Junchow. El señor Mason. Y le hice una oferta. Crear una beca. Y concedértela a ti. A cambio de…
– ¿De ti?
– Sí.
Lydia abrazó a su madre y la meció con ternura.
– Oh, mamá.
– Ni después de casarme he podido librarme de él. Por lo de las fotos.
– Las quemaré.
– Yo lo quemaría a él, si pudiera.
– Mamá -sollozó Lydia, y la abrazó con más fuerza.
– De modo que ahora ¿harás lo que te pido? -Valentina se volvió y colocó el rostro frente al de su hija. Dos sombras desprovistas de ojos-. ¿Dejarás a tu bolchevique chino?
Lydia se cerró mejor el abrigo, y con los pies helados pateó la tierra, dura como una roca, bajo el eucalipto. Llevaba una hora esperando. El garaje le impedía ver la casa, lo mismo que impedía que desde la casa la vieran a ella, y había dispuesto de tiempo más que suficiente para estudiar la pared tras la que se ocultaba. Era de obra vista, y ya había contado cuántos ladrillos componían cada hilera: sesenta y dos. Había arrancado tres caracoles de entre ellos, y los había devuelto a los arbustos, y había visto a una araña de patas marrones atrapar a un escarabajo que había caído en su tela. No había mucho más que ver.
Un grajo elevó el vuelo desde el eucalipto, haciendo temblar las hojas plateadas, y tras batir lentamente las alas apenas dos veces ascendió sobre el tejado del garaje y se adentró en el cielo glacial. Ella levantó la cabeza y entrecerró los ojos para verlo mejor. El cielo era de un azul lechoso, salpicado de remolinos blancos, suaves, que le recordaban a una de sus canicas de cuando era niña. La había encontrado junto a una alcantarilla, un pedazo de cielo azul enterrado entre la mugre. La había llevado en un bolsillo durante cuatro días, pero al final aceptó echar una partida contra un grupo de muchachos en el recreo. La apostó y perdió. Al ver que la canica iba a parar a un bolsillo sucio, donde se mezclaría con muchas otras, sintió que la había traicionado.
Algo más allá, en Walnut Road, se oyó el chasquido de una puerta de coche al cerrarse, y un motor se puso en marcha. Buena señal. La gente despertaba, se iba a trabajar al fin. Ya no faltaría mucho. Todavía era oscuro cuando se había vestido con el uniforme escolar y había salido de casa sin ser vista, y apenas una pincelada de oro recorría el horizonte, por el este. Había sido lo bastante sensata como para dejar una nota: «He ido a la biblioteca a terminar una tarea de clase.» Ellos no sabían que no abría hasta las ocho y media, y lo cierto era que había sido un alivio saltarse el desayuno con Alfred. A primera hora de la mañana se mostraba algo raro, y tenía por costumbre alzar la vista de las gachas y fruncir el ceño, de parpadear muchas veces tras sus gafas, como si se preguntara quién diablos eran aquellas dos desconocidas que desayunaban en su mesa.
Lydia se frotó las manos enguantadas y dio unas palmaditas para entrar en calor. Aspiró hondo. Vio que el vaho que salía de su boca era denso como humo de cigarrillo. Volvió a tomar aliento, pero le costaba. Le dolían los pulmones. Se negaban a funcionar bien, por culpa de lo que le había dicho su madre. Aquellas palabras eran como una carga de plomo en ella, y le oprimían el pecho.
No estaba bien.
– Señor Mason.
– Por el amor de Dios, pequeña, me has asustado.
Se veía tan elegante, tan altivo. Llevaba un sombrero Fedora y un abrigo de alpaca, y bajo el brazo se adivinaba un maletín negro de piel de lagarto. En la mano llevaba las llaves del coche. La imagen misma de la respetabilidad. Un pilar de la sociedad. Lydia habría querido arrancarle los ojos y dárselos de comer al grajo.
– ¿Qué estás haciendo aquí plantada en mi garaje?
– No estoy aquí plantada. Estaba esperándole, para hablar con usted.
– Ah, no, ahora no puedo. Tengo prisa. Debo llegar cuanto antes a la oficina.
– Sí, ahora.
Algo en la voz de la joven le llevó a detenerse y a mirarla con recelo.
– ¿No puede esperar?
– No.
– Está bien.
Abrió la puerta del garaje, y desde su interior la observaron los grandes faros cromados del Buick.
– Tengo las fotografías.
A Mason se le cayeron al suelo las llaves del automóvil. Se agachó para recogerlas, tratando de disimular.
– ¿Qué fotografías?
– No disimule.
Él se incorporó, irguiéndose todo lo que pudo, sacó pecho y se acercó mucho a ella.
– Mira, jovencita, soy un hombre ocupado, y no tengo ni idea de qué me estás hablan…
Ella le plantó una bofetada. Alargó el brazo y le dio de lleno con la palma de la mano en la mejilla. El chasquido resonó con fuerza en el aire inmóvil. Aunque ella misma se sorprendió, su sorpresa no fue tanta como la de él. Sus ojos quedaron fijos un instante. La marca roja de los dedos extendidos permaneció un tiempo en su piel. Lentamente alzó los puños, pero ella se echó hacia atrás, quedando fuera de su alcance.
– Eso es lo que se siente cuando te pegan, maltratador, pervertido. Tomar fotografías de su propia hija desnuda…
Él se abalanzó sobre ella, que lo esquivó.
– ¿Qué diría de esto sir Edward Carlisle?
– Vamos a ver si lo aclaramos bien, no es…
– No. No quiero escuchar sus mentiras, babosa inmunda. Sir Edward lo despedirá al momento.
Mason se puso lívido. Le costaba tragar saliva, pero mantenía su mirada astuta. Levantó la mano, de uñas impecables, en un gesto de pacificación.
– Está bien, Lydia, vayamos al grano. Tú no eres nada tonta. Te daré diez mil dólares a cambio de las fotografías y los negativos.
«Diez mil dólares.»
Una fortuna. La cabeza le daba vueltas.
– Puedes cobrarlo al contado. Esta misma tarde. -La miraba fijamente, y de pronto se llevó la mano al bolsillo y se sacó la billetera. De ella extrajo un fajo de billetes que agitó bajo la nariz de Lydia como si de una baraja de naipes se tratara-. Toma, tómalos, como adelanto.
«Diez mil dólares.»
Con ese dinero se podía comprar cualquier cosa. Todo. Pasaportes, visados, pianos, billetes de barco en primera clase. Podía llevarse a su madre a Inglaterra y huir. Ir a la Universidad de Oxford, como Valentina quería. Todo estaba ahí, en la mano de Mason. Lo único que tenía que hacer era decir que sí. Y podría llevarse a Chang An Lo con ella, ponerlo a salvo.
Pero ¿lo aceptaría él? ¿Abandonaría China?
Mason apretó los labios, en un intento de sonrisa.
– ¿De acuerdo?
Ella abrió la boca para decir que sí.
– No.
– No seas necia. Ésta es tu gran oportunidad.
– Pero entonces usted recuperaría las fotografías.
– Las destruiría, te lo prometo.