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– No.

– ¿Por qué?

Levantó las manos y las abrió, dejando escapar el dinero.

– Porque es usted escoria. No confío en usted. Mientras conserve las fotografías, al menos estaré segura de que no volverá a ponerle las manos encima a Polly. Ni a su esposa. Ni a mi madre. ¿Me entiende?

Él masculló algo y dio media vuelta. Ella vio que recogía el dinero. Sentía un nudo en la garganta.

– No se acerque nunca más a mi madre.

– Vete al infierno, zorra.

Mason se acercó al coche con la cabeza hundida, y asestó una patada furiosa a una de las ruedas.

– Señor Mason.

Él no la miró.

– Señor Mason, deje en paz también a Theo Willoughby.

Él gruñó de tal manera que Lydia se estremeció.

– No te preocupes por él. Feng y su hijo van a ocuparse pronto de él. -Volvió a clavarle la mirada, y la expresión de sus ojos le puso la piel de gallina-. Igual que harán contigo.

– ¿A qué se refiere?

– Ahora ya saben quién cuidó del comunista.

– ¿Qué comunista?

– No te hagas la inocente. El que andan buscando. El que tú cuidaste.

Lydia sintió que se le helaba la sangre en las venas.

– Eso es mentira.

– No. Polly me lo dijo.

– ¿Polly?

– Sí, claro. Tu amiguita leal. Todavía quieres protegerla, ¿verdad? Sí, ella me lo contó, y yo se lo conté a ellos. En este mismo momento deben de estar en tu casa. -Soltó una carcajada-. No te habrás creído que pensaba darle diez mil dólares a una zorra como tú, ¿verdad? Tú y la furcia de tu madre podéis…

Pero Lydia ya había echado a correr.

Entró en casa a toda velocidad.

– Mamá -gritó-. Mamá.

No obtuvo respuesta.

El mozo, ¿cómo se llamaba? ¿Deng? Gritó su nombre, y al instante llegó corriendo.

– ¿Sí, señorita Lichia?

– ¿Dónde está mi madre?

– No lo sé.

Ella se abalanzó sobre él y lo zarandeó por los hombros.

– ¿Está en casa?

– No, ha salido.

– ¿Tan temprano?

– Sale con señor. En coche.

– ¿Los dos solos?

Sus ojos brillantes la miraron, nerviosos, y levantó dos dedos.

– Señor y señora.

Ella lo soltó y él se alejó al momento, con la cabeza gacha, como un escarabajo.

Lydia se pasó la lengua por los labios. Se había alterado por nada. Pero ello no implicaba que el peligro hubiera pasado. Ahí seguía.

Entró en el salón y miró por los ventanales. ¿Cómo diablos te defiendes cuando no ves a tu enemigo? Apoyó la frente en el vidrio helado y pensó en ello. Y, en su interior, algo se desgarró. Todo le parecía demasiado pesado. Demasiado grande.

Desplazó la mirada hacia el cobertizo, y como era ahí donde podía sentirse más cerca de Chang An Lo en ese instante, abrió la cristalera y caminó hacia él. Sintió el aire frío y limpio en los pulmones, y empezaron a aclarársele las ideas. Oyó una especie de crujido. Una rata roía un tablón de madera, al fondo. Se le aceleró el pulso. ¿Qué estaría buscando?

– ¡Largo! -gritó, y el animal huyó.

El candado seguía cerrado con llave, pero el cerrojo en el que estaba metido colgaba, inútil, de la puerta, con las tuercas arrancadas de cuajo. Lydia ahogó un grito. Alargó la mano y empujó un poco la puerta. El sol había calentado la madera. La adrenalina recorrió todo su cuerpo. Empujó más y la puerta se abrió. Y entonces sí gritó.

Sangre. Mucha sangre. Roja. Pegajosa. Por todas partes. En las paredes. En el techo, en el suelo. En el alambre de la jaula y en los sacos. Como si alguien se hubiera dedicado a pintarlo todo con sangre. El hedor que desprendía se mezclaba con el de heces, pero ella no lo percibía.

– ¡Sun Yat-sen! -exclamó.

El conejo estaba tendido en medio de un charco de sangre, en el suelo, el pelo blanco teñido de vivo carmesí. Incluso los dientes amarillos estaban rojos. Lydia se arrodilló a su lado, sin importarle en qué estado quedara el uniforme escolar, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– Sun Yat-sen -susurró, y lo sostuvo en brazos.

Todavía estaba caliente. Todavía seguía con vida, aunque ésta lo abandonaba por momentos. Dobló una pata y emitió un chillido raro. Le habían arrancado las orejas y se las habían metido en la boca, y le habían cortado el cuello. Tiró de las orejas largas, suaves, y lo atrajo hacia sí. Lo meció y le canturreó. Hasta que el espasmo final le endureció la columna vertebral. Y sus ojos inyectados en sangre quedaron helados.

Lydia bajó la cabeza para mirarlo, entre sollozos. El golpe, cuando llegó, le arrebató la tristeza. La oscuridad se apoderó de ella.

Capítulo 51

Chang An Lo abrió los ojos. Algo iba mal. Lo sentía. Tenía las tripas agarrotadas, como de alambre.

Permaneció tendido, inmóvil, escuchando.

Pero las voces de los niños que jugaban en el patio enmascaraban todos los demás sonidos, y hasta las botas de un soldado en la escalera habrían pasado desapercibidas. Bajó de la cama en silencio, pero antes cogió el mechón de pelo cobrizo de debajo de la almohada, y el cuchillo que ocultaba bajo el colchón.

Se acercó a la puerta y permaneció tras ella. Olía a sangre.

Li Mei no dio muestras de sorprenderse. Sus ojos almendrados se fijaron en el cuchillo, pero su rostro permaneció inalterado.

– ¿Qué sucede? -preguntó, mientras colocaba la bandeja que sostenía sobre una delicada cómoda de madera color miel.

– Un viento frío en mi mente.

– Todo está bien. Tiyo Willbee es un hombre honorable. Puedes confiar en él.

Chang no respondió. La observó verter el agua caliente de la tetera con asa de bambú en el cuenco de hierbas secas. Constató que se trataba de una operación que siempre realizaba delante de él, y supo que lo hacía para demostrarle que no añadía nada más. No debía temer el envenenamiento. Le profesaba respeto por ello. Y además cuidaba bien de él, serena y fríamente, con ojo vigilante, aunque él añoraba la pasión de los cuidados de Lydia, su empeño en arrancarlo de las fauces de los dioses, en insuflarle una vez más fuego en sus venas. Añoraba todo eso.

– ¿Alguna noticia? -le preguntó él escuetamente.

– Los barrigas grises se encuentran en el puerto, según me dicen, cientos de gorras con el sol del Kuomintang. Están registrando los barcos.

– ¿Buscan el lodo extranjero?

– Quién sabe qué buscan. -Le acercó el cuenco, y él le hizo una reverencia en señal de agradecimiento. El pelo de Li Mei olía a canela-. La gente dice… pero qué sabe la gente… que huyen los comunistas, hacia el sur en barco, hasta Cantón, hacia los campamentos de Mao Tse-Tung. Hoy el aire trae el sonido de las armas.

– Gracias, Li Mei.

Ella inclinó ligeramente la cabeza.

– Es un honor, Chang An Lo -respondió, y con el leve crujido de la seda de Shantung abandonó la habitación.

Olía a sangre, y el olor le impregnaba las fosas nasales.

– No ha venido.

– No, Chang. No ha venido a la escuela hoy.

– ¿Y no es raro?

– No, en esta época del año no lo es. Se trata del peor trimestre por lo que a enfermedades y catarros se refiere, al menos en mi escuela. Bueno, y en todas, diría.

– Ayer se encontraba bien.

– No te asustes, estoy seguro de que está bien. Si te soy sincero, sospecho que el pesado de Alfred debe de haberla encerrado en casa para que no venga a verte. No puede echársele la culpa, en realidad, pobre chico. Ella es joven.

– Y yo no se la echo. Ahora es su padre.

– Exacto.

– Y ella necesita protección.

– Así es.

– Pero no de él.

A Lydia le dolía la pierna, y sentía la cabeza hinchada.

Pero cuando con gran esfuerzo abrió los ojos, vio que la oscuridad que la rodeaba era tan espesa como la de su mente. Abrió y cerró los ojos varias veces. Nada cambió. Adelantó un brazo y sintió que el codo topaba con algo duro. Se llevó la mano a la cadera y al muslo. Estaba desnuda. Temblando.