– Hola, mamá -susurró-. Ya estoy aquí. No te preocupes, que yo…
Pero no le salían las palabras. Se le había formado un nudo en la garganta, y le parecía que estaba a punto de estallarle la cabeza.
Alargó una mano, le retiró un mechón de pelo castaño del rostro. Valentina solía recogérselo en un moño elegante, o a veces se lo peinaba hacia atrás, en una cola, como una niña, como la propia Lydia, pero esa tarde estaba esparcido sobre la alfombra descolorida, en ondas largas, sueltas. Lydia se lo acarició, pero Valentina seguía sin moverse. Había algo de rubor en sus mejillas, pero incluso en su estado de embriaguez sus hermosos rasgos lograban mantenerse limpios, elegantes. Sólo llevaba puestos un camisón de seda color ostra y unas medias. Y debajo de las pestañas se apreciaban restos de rimel seco, como si hubiera llorado.
Lydia se sentó sobre sus talones, pero siguió acariciándole el cabello una y otra vez, y fue calmándose a medida que sus dedos se pasaban por él. Mientras lo hacía, iba contándole con todo detalle Como había escapado por los pelos en la ciudad vieja, cómo había conocido a su protector chino, cómo se había asustado al ver aquella repulsiva serpiente.
– Así que ya ves, mamá, he estado a punto de no volver a casa hoy. Podría haber caído en las garras de alguna red de trata de blancas, y podría haber acabado metida en un barco rumbo a Shanghai, para convertirme en Dama de Delicias. -Emitió un sonido que pretendía ser una carcajada-. ¿A que habría sido divertido? ¿No te parece, mamá? Muy divertido, ¿verdad?
Silencio.
La habitación olía a rancio, a humo de cigarrillo y a ceniza. Las ventanas estaban cerradas, y el calor resultaba sofocante. Lydia recogió del suelo la botella vacía de vodka y la estampó contra la pared, al tiempo que dejaba escapar un grito de rabia. El vidrio se hizo añicos.
Tardó más de una hora en limpiar la habitación. En barrer las piezas de porcelana, los cristales, los pétalos y las plumas. Lo peor, con diferencia, fueron las plumas, pues parecían cobrar vida y burlarse de sus intentos de capturarlas, flotando, desafiantes, justo fuera de su alcance. Al terminar, se dio cuenta de que se había cortado la pierna al arrodillarse sobre un trozo de porcelana. Le dolía la espalda de tanto barrer, y tenía el pelo lleno de plumas. Por si fuera poco, sentía tanto calor que se había quitado la ropa, y andaba por la casa en corpiño y braguitas azules.
Valentina no despertó. En un determinado momento su hija le colocó una almohada bajo la nuca, en el suelo, y le besó la mejilla. Las ventanas estaban abiertas, aunque apenas se notaba la diferencia, pues el calor del edificio ascendía y se acumulaba en su mal ventilada buhardilla, bajo el tejado. Su desván lo componía sólo una gran estancia de paredes inclinadas, con dos ventanucos, que los muebles baratos y destartalados no contribuían a realzar. Una alfombra deshilachada, que tal vez en su día luciera algún colorido, pero que por entonces era de un gris desgastado, cubría el centro del suelo de tablones. La estancia la dividía en dos una cortina que, corrida, convertía el espacio en dos dormitorios y lograba dar cierta ilusión de intimidad, aunque los sonidos viajaran sin dificultad de un lado al otro, y viceversa. Así, madre e hija practicaban un silencio cortés.
Lydia desenvolvió los paquetes. Con todo, en ese momento la abundancia de buenos alimentos no la tentaba. Ni pensaba ya en la cena que había decidido preparar. No se veía con ánimo, y su estómago tampoco. Mecánicamente, lavó con agua fría las frutas y las verduras pues los chinos, por desgracia, eran aficionados a abonar los campos con excrementos humanos. Pero luego las dejó en el escurridor, sin pelarlas ni cocinarlas.
Se preparó un vaso de leche con una cucharada de miel, acercó una silla a la ventana, apoyó los codos en el alféizar y se puso a contemplar la calle. Una terraza cochambrosa. Casas estrechas, puertas que daban directamente al empedrado. A ojos de Lydia, nada que resultara agradable, nada que lograra sacarla de la desesperación. El barrio ruso, lo llamaban, atestado de refugiados de esa nacionalidad, atrapados allí sin documentos y sin empleo. Los trabajos peor remunerados eran para los chinos, de modo que, a menos que pudieras ejercer de tragasables en el mercado a cambio de unas monedas, o que tuvieras una esposa dispuesta a hacer la calle, te morías de hambre. Así de simple.
Te morías de hambre, o robabas.
Pero ella seguía mirando, seguía observando. Al señor calvo de bastón blanco que vivía al lado, a las dos hermanas alemanas que paseaban agarradas del brazo, al perro famélico que perseguía una mariposa, al bebé que jugaba con un sonajero junto a su puerta, los coches que pasaban de largo, las bicicletas, e incluso a un hombre con gesto de cansancio que cargaba con un cerdo en una carretilla.
La única persona que alzó la vista y la miró fue un hombre corpulento como un oso, inconfundiblemente ruso, con aquella gran mata de pelo rizado y grasiento que sobresalía bajo el gorro de astracán, y la barba poblada que le cubría la mitad inferior del rostro. Un parche negro sobre un ojo le daba un aspecto siniestro, temible. Como la imagen de Barba Azul, el pirata que aparecía en uno de los libros de la biblioteca, aunque éste no llevara el cuchillo centelleante entre los dientes. Cuando pasó de largo, Lydia se fijó en que las botas altas que calzaba parecían llevar un lobo aullante dibujado en los costados. Ella también habría querido aullar, pero siguió observando con interés a todos los transeúntes. Cualquier cosa era mejor que volver la vista al interior del cuarto, y a lo que le esperaba en él.
El cielo se oscurecía por momentos, pues los nubarrones negros del horizonte se acercaban cada vez más, y el aire había empezado a oler a lluvia. Para mantener la mente alejada de lo único que la ocupaba, se preguntó si en ese instante estaría lloviendo en Inglaterra. Polly aseguraba que en Inglaterra llovía siempre, pero no lo creía. Algún día viajaría hasta allí y lo comprobaría por sí misma, estaba convencida. Le resultaba raro que los europeos escogieran trasladarse a China voluntariamente pues, por lo que había leído, en Europa parecía encontrarse todo lo que era hermoso, sofisticado y deseable. En Londres, en París, en Berlín. Bueno, tal vez en Berlín ya no. No desde la guerra. Pero en Londres sí. El Ritz, el Savoy. El palacio de Buckingham, el Albert Hall. Y los clubes, las tiendas, los teatros.
Regent Street y Piccadilly Circus. Todo. Absolutamente todo lo que podías desear. Entonces, ¿para qué irse de allí?
Suspiró, y un escalofrío recorrió su ser mientras una gota de sudor, como una lágrima, abandonaba su oreja y descendía hasta la barbilla. Dios, no sabía qué hacer. Qué decir. El corazón le latía con fuerza, y lo único en lo que pensaba era en si llovía en Inglaterra. Qué tontería. Apoyó la cabeza sobre los brazos y permaneció inmóvil, hasta que la respiración recuperó su ritmo normal.
– Papá, ¿qué debo hacer por ella? Por favor, papá. Dímelo. Ayúdame.
Nadie sabía que, cuando tenía problemas, Lydia hablaba en susurros con el recuerdo de su padre. No lo sabía ni siquiera Polly. Y, desde luego, mucho menos su madre. Su madre jamás lo mencionaba, y ya ni usaba su apellido.
– Papá -volvió a susurrar, tan sólo para oír aquellas dos sílabas brotar de sus labios.
Finalmente se retiró de la ventana y volvió a encontrarse con la habitación. Se trataba de un lugar deprimente para vivir, con sus techos bajos, en pendiente, su hornillo de parafina y su fregadero de porcelana desconchado, pero su madre había hecho todo lo posible por convertirlo en un lugar soportable. Más que soportable. Le había dado un toque de color, de lujo. El sofá y la butaca, que eran de brocado, horrorosos y con los brazos muy desgastados, quedaban ocultos bajo unas telas de maravillosos tonos púrpura, ámbar y magenta que parecían resplandecer de vida. Y gran cantidad de cojines por todas partes, en diferentes tonos de dorado, conferían a la estancia un aspecto bohemio, informal, que su madre denominaba «visque», pero que Olga Zarya consideraba «lascivo». Sobre la mesa de madera de pino había dispuesto un mantón con flecos del color de los cabellos de Lydia, y en su centro una fuente de latón llena de velas, para que las llamas, al arder, se reflejaran en su superficie brillante, sedosa.