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Eso fue lo que le dio la idea.

Se trataba de una pesadilla. Estaba en medio de una de esas pesadillas en las que uno se ve atrapado, sin ropa, y todo el mundo le mira. Un anticipo del infierno metido en la mente.

Cerró los ojos y regresó a la nada, convencida de que pronto despertaría en su cama.

Pero tanta oscuridad le causaba extrañeza.

Capítulo 52

– Mi padre se suicidó por culpa del opio.

Aquello fue una sorpresa para el propio Theo. Oír aquellas palabras pronunciadas por él mismo. Era algo que no le había contado a nadie, ni siquiera a Li Mei. Como si acabara de vomitar una piedra que llevara mucho tiempo encajada en la garganta.

El joven chino estaba sentado en la cama. No tenía buen aspecto. Su rostro esquelético había adquirido una tonalidad cetrina, tan inerte como la ceniza, que alrededor de los ojos se oscurecía. Sus miembros pendían, fláccidos, como los de una marioneta, pero sus ojos negros estaban llenos de una oscura emoción. Theo no estaba seguro de si se trataba de odio o de temor, aunque sospechaba que se trataba de lo primero. Aunque eso no era nada nuevo: todos los comunistas odiaban a los extranjeros que vivían en su país. ¿Quién podía culparlos por ello? Aun así, a Theo le molestaba que ignoraran convenientemente los beneficios que los occidentales traían consigo. Las industrias. La electricidad. Los trenes. La experiencia bancaria. China necesitaba a Occidente más de lo que Occidente necesitaba a China. Pero aquella necesidad tenía un precio, claro.

Cuando el chino habló, lo hizo con cierta tensión en la voz.

– Sé que eso sucede aquí, en China. La muerte y el opio transitan por el mismo sendero. Pero no creía que fuera del mismo modo en Inglaterra.

Theo se encogió de hombros.

– La gente es igual, viva donde viva.

– Muchos fanqui piensan de otro modo.

– Sí, y mi padre era uno de ellos. Él estaba absolutamente convencido de la supremacía de los británicos, y de su propia familia en particular.

– El dolor anida en tus palabras. Un altar ancestral para él en tu casa honraría su espíritu.

– También está mi hermano mayor. -Las palabras seguían fluyendo, una vez que la piedra había sido expulsada.

¿Un altar? ¿Por qué no? En todos los hogares chinos había uno para mantener bien alimentados y felices a los espíritus de los antepasados. ¿Por qué no él? Claro que tal vez él no conservara su hogar por mucho más tiempo, y algo le decía que las cárceles no eran los lugares más propicios para tales cosas.

– Mi hermano Ronald era muy guapo. Lo tenía todo. Un título de Cambridge… Mi padre se sentía orgulloso de él.

– Tu padre era afortunado.

– En realidad no lo era. Mi padre le cedió el negocio familiar de inversiones, pero todo se fue al garete. Mi hermano empezó a consumir opio para poder dormir por las noches y… Bueno, es la historia de siempre. Llevó la empresa a la bancarrota, y defraudó a muchos clientes para poder cubrir la situación. De modo que…

Theo guardó silencio. No entendía por qué aquellos recuerdos habían aflorado a la superficie. Creía que estaban muertos y enterrados. ¿Por qué ahora? ¿Por qué se lo contaba a ese comunista chino? ¿Era acaso porque, lo mismo que su padre antes que él, tanto él como Chang An Lo se enfrentaban al fracaso de todas sus esperanzas y sus planes de futuro?

– De modo que… -le instó Chang a seguir.

Theo extrajo un cigarrillo de la pitillera, pero no lo encendió, y se limitó a moverlo entre los dedos.

– De modo que mi padre cogió su pistola y mató a mi hermano. En el despacho, cuando estaba sentado ante su mesa. Y luego se voló la tapa de los sesos. Fue… espantoso. Un gran escándalo, claro, y mi madre tomó una sobredosis de algo malo. Después de los funerales, yo me vine aquí. Y eso es todo. Llevo diez años, y aquí sigo.

– China se siente honrada.

– Eso es opinable.

– Estoy seguro de que así opina también la hermosa Li Mei. Theo quería creerlo.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dijo Chang.

– Sí.

– ¿Son muy graves los problemas que nacen de mezclar a europeos con chinos? En tu mundo, quiero decir.

– ¡Ah! -Theo se llevó la mano al diminuto remiendo de la túnica china que llevaba puesta. Sintió una aguda punzada de compasión por el joven-. Si te soy brutalmente sincero, sí. Los problemas son enormes.

Chang cerró los ojos.

Theo le dio una palmadita en el hombro.

– Es muy duro, maldita sea.

Capítulo 53

En esa ocasión el frío era como un caparazón que la envolvía. Lo golpeaba, lo picoteaba, lo arañaba con la uña, pero no se rompía. Su mente no comprendía por qué. Se resistía. Desconfiaba. Los órganos de su cuerpo se le cerraban, y en su interior sentía que, uno a uno, se le iban durmiendo. La abandonaban. El frío. Lo odiaba. Y sólo despertó al darse cuenta de un calor repentino entre las piernas.

Abrió los ojos. Oscuridad total. Trató de poner en marcha el engranaje de sus pensamientos, pero éstos sólo querían dormir. ¿De dónde había salido tanta negrura?

Las cosas le llegaban fragmentadas. Un dolor en la pierna. Una presión en la cabeza, la mejilla apoyada contra algo duro. La piel helada. Las rodillas bajo el mentón. Gradualmente fue comprendiendo que estaba tendida de lado, hecha un ovillo compacto. Su mano se atrevió a alargarse en la oscuridad, pero no llegó muy lejos, porque había paredes metálicas que la rodeaban por todos los lados. Oía el latido de su corazón en el interior de sus oídos.

¿Dónde estaba?

Trató de sentarse, y tuvo que intentarlo tres veces antes de conseguirlo. Cuando lo logró, se sintió peor. No porque la pierna le doliera como si alguien se la hubiera pateado. Ni porque la cabeza hubiera empezado a darle vueltas, como un caleidoscopio enloquecido, y viera destellos de luz por debajo de los párpados, rojos, azules, amarillos, que le abrasaban el cerebro. No, era porque tocó el techo, que estaba a un dedo de su cabeza, y supo dónde se encontraba: metida en una caja. En una caja de metal.

«Me metieron en un baúl de metal.»

«Tres meses. Tal vez más.»

Aquéllas habían sido las palabras de Chang An Lo.

Un espasmo de temor se apoderó de su estómago, y vomitó. Sintió el sabor acre y ácido en la garganta. El vómito le manchó las rodillas, y en su mente perezosa aquel calor pegajoso le recordó al que antes había sentido entre las piernas. Exploró con los dedos la superficie metálica sobre la que estaba sentada. Estaba mojada. Se había orinado encima.

La mente en blanco. Empezó a gritar.

Trataba de abrirse paso entre telarañas. Se le pegaban a los ojos, y una araña de cuerpo cojo y moteado y patas amarillas se le metía por la nariz.

Abrió los ojos. Y al instante deseó regresar a la pesadilla de la araña. Aquello era peor, era real. Forzó a su cuerpo a incorporarse un poco, y palpó las cuatro paredes con las manos para descubrir las dimensiones de su celda. Por su longitud, alcanzaba apenas para sentarse, aunque no para estirar del todo las piernas, y por su anchura, permitía tocar las dos paredes laterales con los codos extendidos. Una vez sentada, entre su cabeza y el techo quedaba apenas un centímetro. Pasó entonces a examinar su propio cuerpo. Las rodillas. Olían mal. Recordó el vómito. El hedor a orina rancia impregnaba las membranas de sus fosas nasales. Tenía un bulto en la nuca, y otro a la altura del muslo, del tamaño de un platillo. Pero no parecía haber heridas en la piel. Ni huesos rotos. Ni le faltaba ningún dedo.

Podría haber sido peor.

– Por el amor de Dios, ¿podía algo ser peor que ese hueco infernal, esa ratonera?