«Mamá. No te relajes con esto. Esto es importante. Es mi vida. Mamá, haz algo.»
«Haz algo.»
Valentina le plantó una bofetada a Chang An Lo.
– Cerdo asqueroso y sucio, ¿dónde está?
Theo se adelantó para intervenir, pero ella no dejaba de golpear el rostro del joven, y entre los golpes intercalaba las preguntas.
– ¿Qué has hecho con ella?
Bofetada.
– ¿Adónde se la han llevado tus apestosos amigos?
Bofetada.
– Habla, simio secuestrador ávido de dinero. Si le han hecho daño, te juro que…
Alzó la mano para golpearlo una vez más, pero Theo la agarró por la muñeca y la alejó de su lado, en el centro de la habitación.
– Ya es suficiente, señora Parker. Esto no conduce a nada.
Ella maldijo en ruso, y Theo temió que fuera a pegarle a él también, pero se liberó de su mano y dedicó una mirada asesina a los tres hombres que ocupaban el dormitorio como si estuviera a punto de arrancarles los testículos de un mordisco.
– Encuéntrala. -Se pasó las manos por el pelo alborotado, en un gesto de desesperación, y el rostro se le encendió de ira-. Tú, comunista, escúchame bien. Sal de ahí y tráemela. Porque si no lo haces, diré a la policía dónde estás, y te ahorcarán, y…
– Déjele hablar -le instó Theo con voz autoritaria-. Alfred, por el amor de Dios, hombre, dile que se calle. Esta mujer está loca. Chang An Lo no la ha secuestrado. No ha salido de casa en ningún momento y, además, mírelo. -El chino se balanceaba, apenas se tenía en pie. Tenía el rostro muy pálido, salvo por las marcas rojas de los dedos de Valentina en la mejilla-. Pero si está a punto de desplomarse.
– No -insistió Chang-. La señora Parker tiene razón.
– ¿Qué?
– Quiero decir que la búsqueda debe iniciarse ahora mismo.
Lo dijo con voz temblorosa, y Theo no estaba seguro de si era por la fiebre y la sorpresa que le había causado el ataque de Valentina, o por la desaparición de Lydia. Fuera por lo que fuese, su aspecto era lamentable.
– Llama a la policía -dijo Alfred con firmeza. Llevaba un rato de pie junto a la puerta, y hasta ese instante no había abierto la boca-. Ellos sabrán qué es lo que hay que hacer. Están acostumbrados a los secuestros. La encontrarán y darán caza a los malhechores. Si es que los hay, claro está. Que no cunda el pánico aún, amor mío. Tal vez, simplemente, se haya ausentado para dedicarse a alguno de sus asuntos privados, y no te lo haya comunicado. Ya sabes cómo es.
– Gospodi! No hables como si fueras imbécil. -Se volvió hacia Chang-. Dime, comunista, ¿qué ha sucedido?
– Yo no sé nada. Pero sospecho.
– ¿Qué es lo que sospechas?
– Que la tienen los Serpientes Negras.
– ¿Quién diablos son ésos?
– Se trata de una organización secreta -le aclaró Theo-. Pero ¿por qué habrían de querer ellos a Lydia, Chang?
Chang no gastó energía en responder. Ya se estaba poniendo las botas.
– Tiene usted razón, señora Parker. Voy a salir de aquí ahora mismo.
– Tranquilo, amigo -terció Theo al momento-. No te encuentras en un estado que te permita salir a recorrer las calles.
Chang cogió el abrigo acolchado que colgaba tras la puerta y le respondió en tono áspero:
– ¿Y qué me dices del estado en que se encuentra Lydia?
– La policía… -insistió Alfred.
– Si llaman a la policía -dijo Chang, sin dejar de mirar a Valentina-, ésta se mostrará lenta y torpe, y tal vez la maten por ello. Tendrán que decirle que yo estaba aquí, y el director irá a la cárcel. Ayudar a un fugitivo va en contra de sus leyes.
Alfred se acercó a él.
– Mire, joven, esto no es…
Valentina agitó una mano despectiva en el aire.
– Por mí, que el señor Willoughby se pudra en la cárcel el resto de su vida, con tal de recuperar a mi hija. Encuéntrala, comunista.
A Theo no le ofendió el comentario. El amor no era nunca racional. Si lo fuera, él no estaría con Li Mei. Y, en la calle, los métodos de búsqueda de Chang An Lo resultarían más eficaces que los de la policía, siempre que lograra sostenerse en pie.
– Pero primero la policía querrá interrogarlo -prosiguió Alfred sin inmutarse-, para saber qué…
– Estás perdiendo el tiempo, Alfred. -Theo le apoyó la mano en el hombro.
Chang abrió la puerta.
– Dios te acompañe -murmuró Alfred.
Pero Theo confiaba más en el cuchillo que Chang llevaba oculto en la manga.
Capítulo 55
Lydia esperaba. En la oscuridad. Acurrucada, metida en sus sentidos. Sabía que vendrían a por ella tarde o temprano, cuando estuvieran seguros de su debilidad y su desamparo, y sería entonces cuando empezaría su «diversión». Esa era la palabra que Chan había usado para describirlo. La mera idea le derretía los huesos.
Su única defensa se encontraba en el interior de su mente, y empezó a trabajar en ella. A prepararse. Para las preguntas. Para el dolor. Para saber hasta dónde sería capaz de resistir.
La desnudez. El frío. Incluso la absoluta oscuridad en el interior de la Caja. Todo eso le había parecido muy importante hacía apenas unas horas, absolutamente paralizante, pero ahora lo dejaba de lado, lo metía en un compartimento estanco de su mente. Ya lo había superado.
Era cuestión de concentración.
Revisó varias escenas. Palmo a palmo. Escenas agradables. Con su madre, cuando era joven. Escenas radiantes y dichosas, de risas. De cuentos rusos a la hora de acostarse, o de tocar, orgullosa, con la mano izquierda, La danza de los cisnes al piano, mientras su madre la seguía con la derecha. De nadar en el río un cálido día de verano, de bucear en busca de raspas de pescados para llevárselas a casa. De peleas con bolas de nieve en el patio de la escuela, con Polly.
¿Por qué la había traicionado Polly? Lydia le había suplicado que no lo hiciera, le había implorado silencio. E incluso si su amiga creía que, contándoselo a su padre, la estaba ayudando, ¿de qué le estaba sirviendo eso ahora? ¿De qué servían las buenas intenciones cuando se estaba metida en un baúl de metal?
Se obligó a apartar el nombre de Polly de su mente. Lo que necesitaba en ese momento eran buenos recuerdos. La Quebrada del Lagarto. El roce tibio de la piel de Chang An Lo. El olor de sus cabellos. Su pene firme en su mano. Dentro de ella. Buenos recuerdos para recobrar fuerzas.
Podía sobrevivir a algo así.
Sobreviviría.
Sobreviviría.
El ruido resonó como un disparo. Sus oídos, tan acostumbrados ya al silencio, no lo interpretaron bien. A su mente le costó un esfuerzo darse cuenta de que se trataba de un cerrojo de hierro al retirarse. Una puerta que se abría. Pasos amortiguados sobre madera. ¿Escalera? Alguien descendía hacia ella. Se había preparado para ello, lo había imaginado mil veces, y se había entrenado para controlar el pánico.
Concentración. Respiración.
Pero los latidos de su corazón se dispararon. Y el terror se apoderó de ella.
– ¿Hola? -gritó.
Una retahíla de palabras en chino fueron la respuesta, y un golpe en un costado de la Caja, el sonido de una palma al plantarse sobre el metal. Lydia no dijo nada más. Lo mejor fue la luz. Se concentró en las motas minúsculas de claridad tenue que se filtraban a través de los seis agujeros, y se aferró a ella. Era muy tenue. ¿Provendría de una vela? ¿De una lámpara de aceite? Pero era luz. Vida. Podía verse las rodillas, verse el moratón de la pierna, verse la mano. Tras tanta oscuridad, debía entrecerrar los ojos, pues éstos se habían acostumbrado a la negrura. Pero querían más. Más luz. Más vida.