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Un arañazo, algo que se arrastraba por el suelo. Lydia seguía sentada, inmóvil, escuchando. El chirrido del metal, y luego un chapoteo, y de pronto, a través de los agujeros empezó a entrar agua. La sorpresa fue absoluta. Al instante arrimó la cara y abrió la boca. La alegría de sentir la humedad en su boca la invadió por completo, y tragó con avidez, como una tonta. Sólo entonces cayó en la cuenta de que se trataba de un agua mala. Apestosa. Rancia y sucia. Y vomitó de nuevo. Sentía la boca llena de grasa y de bilis. Se pasó la lengua por la muñeca.

Pero el agua seguía entrando. Se olvidó de su boca.

– ¡Eh! -gritó-. Basta, ya tengo bastante agua.

La risa de un hombre, y otro golpe en el costado de la Caja.

– Por favor, no más agua. Qing. Por favor.

El chorro aumentó. Empezaba a acumularse en el fondo, y Lydia castañeteaba los dientes con tal fuerza que le dolían. «¡Basta!», quiso gritar, pero no le salió la palabra. Concentración. Respiración.

Respira profundamente. Llena los pulmones. El nivel del agua seguía subiendo. Ya le llegaba a la cintura. Ella golpeaba el techo.

– Qing. Por favor.

Pero las carcajadas resonaban cada vez con más fuerza. Exultantes. Maléficas.

Lo había entendido todo mal. Iban a ahogarla. El sonido de su sangre en sus oídos le resultaba ensordecedor. ¿Por qué iban a ahogarla? ¿Por qué? No tenía sentido.

Una lección para Chang An Lo.

«Amor mío. Amor mío.»

El agua le cubría ya el pecho, el cuello, y estaba helada. Sentía el cuerpo paralizado. Se obligó a moverse, se puso en cuclillas, elevando la cabeza hacia el metal, y seguía aspirando hondo, introduciendo aire en sus pulmones. En ese instante la ira se apoderó de ella y venció toda su concentración y sus ejercicios de respiración, y golpeó con furia el techo de metal.

– Déjeme salir, escoria asesina, sucio cabrón, hijo del diablo. No quiero morir, no quiero…

El agua le alcanzó la boca. Tragó una última bocanada de aire. Contuvo la respiración, cerró los ojos. El agua se le introducía por la nariz, espesa como la nieve. Empezó a sentir espasmos en las pantorrillas, que ascendían por todo su cuerpo. En su mente, halló la sonrisa de Chang An Lo esperándola, y ella le besó los labios tibios.

La Caja se llenó de agua hasta el borde.

Chang se acurrucó en el jardín, junto al cobertizo. De algún modo, estar ahí era estar más cerca de ella. El amanecer no era más que una delgada herida en el cielo, tras él, pero un tordo ya lo anunciaba con su canto, desde un sauce desnudo. Un gato fanqui, sombra incolora en la oscuridad, recorría los bordes del jardín escarchado, marcando su territorio, y el viento que descendía de las colinas del norte le ahuecaba el pelo. El cobertizo.

Chang ya había entrado, había visto la sangre, había metido la mano en la jaula vacía. Le había prometido a Chun Jung, el dios del fuego y la venganza, una vida entera de oraciones y ofrendas si hacía que aquella sangre fuera del conejo, y no de Lydia.

Y no de Lydia.

Había trabajado toda la noche, buscando a aquellos con ojos que ven. En dos ocasiones había usado el cuchillo, pues en dos ocasiones había sido atrapado por manos que habían aceptado el pago de Po Chu. La fiebre ralentizaba sus reacciones, pero no tanto. Con un golpe espiral de talón reventó un riñón; con un zarpazo de tigre partió un cuello, y después hundió el filo entre las costillas para asegurarse. Pero antes de que cualquiera de los dos se uniera a los espíritus de sus antepasados, Chang formuló preguntas. ¿Dónde estaba Po Chu ahora? ¿En su cuartel general? ¿En alguna de sus guaridas?

Uno de los dos respondió, y Chang siguió su pista, pero ésta le condujo a un callejón oscuro en el que sólo habitaba la muerte. Po Chu estaba siendo cuidadoso. Parecía cambiar con frecuencia de residencia, no permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar, desplazarse de noche, alerta como un murciélago ante cualquier amenaza. Chang no lograba acercarse a él.

– Po Chu, juro por los dioses que te daré caza, y que te comerás tus propias entrañas manchadas de sangre si tocas un pelo de mi muchacha-zorro -masculló.

En las calles oscuras de la ciudad vieja, donde ocultos tras las entradas observaban ojos, pocos eran los que se atrevían a dar la cara. Él y su cuchillo olían a sangre, y el hedor los alcanzaba a todos.

Chang esperaba a que amaneciera. Su propia sangre parecía plomo en sus venas, pues sabía que se había convertido en un portador de muerte, que le seguía los talones con paso silencioso, que le lanzaba su aliento frío y apestoso en la nuca… Primero a Tan Wah, y ahora a Lydia. Sabía que ella iba a morir. Incluso si Po Chu deseaba volver a capturarlo y estaba usándola como cebo, ese malvado hijo de Feng Tu Hong se regodearía matándola. Le rebanaría el pescuezo cuando hubiera terminado, y lo haría para escarmentar a Chang por haberlo puesto en evidencia. Si hubiera creído por un momento que Po Chu la soltaría a cambio de volver a encerrarlo a él, ya estaría ahí de rodillas, el arma en el suelo. Pero no. Po Chu los mataría a los dos. Después de divertirse con ellos.

Chang arrancó un puñado de hierba helada del jardín y se lo llevó a la boca para acallar el grito de dolor que le oprimía el pecho. Amar a alguien. Te desgarraba el corazón. Lo volvía blanco y tembloroso cuando los cuervos venían a picotearlo con sus picos salvajes. Se cubrió el rostro con las manos. Se había quitado las vendas. El amor te hacía vulnerable como un gato durmiendo panza arriba, el vientre tierno expuesto al mundo. Así se sentía él. Así de débil. ¿Cómo iba a combatir, si lo único que quería era protegerla? No le interesaba China. Sólo le interesaba ella.

Se mordió los muñones, los puntos de su mano que antes habían ocupados sus dedos, y sintió que el dolor penetraba en su mente, pero aun así no podía liberarse del anzuelo que lo retenía. Se recordaba a sí mismo la doctrina de Mao Tse-Tung, según la cual las necesidades del individuo han de suprimirse en beneficio del Todo. Racionalmente, sabía que era el único modo de avanzar, pero en ese momento su cabeza le servía tan poco como la de un burro en una casa de apuestas.

El suyo era un brazo poderoso en el combate comunista, y una mente poderosa.

Y ella era una chica. Una muchacha fanqui.

Pero aún le quedaba un modo de encontrarla. De salvarla. Aunque sin duda él moriría. ¿No sería eso un acto de egoísmo? Dar su vida por la mujer que amaba, en lugar de entregarla por el país que amaba.

«Lydia, diles lo que quieren oír. No les enseñes los dientes.»

Escupió la hierba. Se puso en pie y se adentró en la luz grisácea de la mañana.

Capítulo 56

La sometieron dos veces más al truco del agua. Cada vez durante más tiempo. Le ardían los pulmones. Vomitaba. Se agitaba por falta de aire. Le fallaba la visión. Quería morirse, pero cada vez luchaba por la vida como un animal salvaje.

El hombre de la risa malvada disfrutaba con su trabajo. No dejaba de golpear los lados de la Caja y de decir cosas en chino, con voz aguda. Sólo cuando se convencía de que esa vez iba a ahogarse, cuando las estrellas iluminaban el túnel negro que llenaba la cabeza de Lydia y sus pulmones le ardían, se acercaba y abría una tapa que quedaba a los pies de la muchacha. El agua salía, y ella se acurrucaba en el suelo del baúl, prácticamente muerta. Le dolía todo.

Cuando se le aflojaron las tripas, apenas se dio cuenta.

Había perdido la cuenta del tiempo.

A veces se pellizcaba la mejilla para asegurarse de que seguía con vida. De que seguía siendo Lydia Ivanova. Empezaba a dudarlo.