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– ¿Cuándo muerto? -quiso saber Po Chu. En esa ocasión no lo preguntó en chino, pero Lydia apenas se dio cuenta. Su mente estaba sometida a un gran esfuerzo.

– ¿Cómo muerto? -El hombre le pasó el filo de la navaja por un pecho, y ella sintió la punzada, y el cosquilleo de la sangre en su descenso.

– De enfermedad.

– Shen meshihou? ¿Cuándo?

– El sábado. Lo llevé a los muelles. Lo cuidé… En una choza vieja… murió. -Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. No le costó demasiado llorar.

El muchacho tradujo, pero fueron las lágrimas las que parecieron convencer a Po Chu, que retrocedió esbozando una sonrisa astuta, lanzó el cuchillo al aire, y en su caída lo atrapó por el mango con un movimiento certero de muñeca. La miró fijamente.

– Guo lai.

– Ven -tradujo el muchacho.

Po Chu recogió la soga que llevaba atada al cuello y tiró de ella por la estancia en dirección a un biombo que ocultaba un rincón. Los ojos de Lydia repararon en sus paneles con incrustaciones de lapislázuli, coral, marfil y madreperla, y los grabó a fuego en su memoria. Si ese cabrón pensaba dejarla ciega, debería hacer durar mucho tiempo su última visión.

– Mira, gi nu. -Po Chu retiró el biombo.

Lydia miró. Y lo que vio le hizo desear haberse ahogado dentro de la Caja.

Sobre una mesa, ordenadas como instrumentos quirúrgicos de precisión en un quirófano, se alineaban dos hileras de herramientas. Pesadas pinzas, cuchillas, algunas dentadas y otras afiladas, y junto a ellas pequeños martillos romos, cadenas, correas y abrazaderas de cuero. Sus ojos se sintieron atraídos por una pieza de hierro con una pala en un extremo y un asa de madera en el otro. Ni aguzando la imaginación lograba imaginar para qué podía servir.

El corazón le dio un vuelco. Ninguno de sus órganos parecía funcionar, y se le cortó la respiración. Notó que un fluido cálido descendía por sus muslos, y supo que su cuerpo trataba de evacuar el miedo que sentía. No sintió vergüenza. La vergüenza la había dejado atrás hacía mucho.

– Mira, gi nu -insistió Po Chu-. Ramera podrida. Mira.

Los oídos todavía le funcionaban. Y captaron la impaciencia en su voz.

– Di verdad.

Ella asintió.

– ¿Dónde Chang An Lo?

– Muerto.

Él levantó unas pesadas tenazas de hierro, las sostuvo en la mano sin inmutarse, frunció el ceño, concentrado, y se las aplicó a un pezón. Apretó.

Lydia gritó.

Sangre roja y brillante como pintura. Un dolor intenso en el pecho. Gritaba. Le gritaba el odio y la cólera, bramaba en sus narices, y si nadie hubiera tirado de la soga que llevaba atada al cuello, se habría abalanzado sobre él y le habría mordido los ojos.

– Bien. -Po Chu sonrió fríamente, con una salpicadura de sangre en la mejilla-. Ahora di verdad.

Capítulo 57

Lo agarraban con brusquedad. Uniformes grises sobre él, como moscardones. Un puñetazo en las costillas, una bota en la entrepierna, pero Chang An Lo no devolvía los golpes. Sólo cuando le clavaron la culata de un rifle en la mano herida escupió, pero nada más. El cuartel se hallaba en un edificio nuevo, de cemento, construido en un extremo del viejo Junchow, oculto por unos grandes muros de piedra que lo mantenían en penumbra, y su entrada estaba custodiada por dos agentes chinos jóvenes, prestos a impresionar a sus superiores. Cuando Chang apareció de pronto ante ellos, tras abandonar la protección de la niebla matutina, abrieron como platos los ojos asombrados. Golpearon el suelo con las botas y levantaron los rifles, anticipando problemas, pero al ver que éstos no llegaban, lo condujeron deprisa al despacho del capitán.

– Tú eres el perro comunista que buscábamos -dijo encantado el oficial del Kuomintang-. Soy el capitán Wah.

Se quitó la gorra, la dejó a un lado y rebuscó entre los papeles que se apilaban sobre la mesa. Tras un momento de confusión, encontró una hoja que examinó atentamente. Se trataba de un retrato de Chang, realizado con maestría y sin duda enviado a todas las comisarías y cuarteles de China. Chang se preguntó amargamente qué amigos suyos habrían cantado, y por cuánto dinero.

El capitán Wah observó a Chang con mirada fría y triste, y encendió un purito.

– Primero van a interrogarte, rata inmunda, y luego un magistrado ordenará tu ejecución. Todos los comunistas sois unos cobardes que os arrastráis por el suelo como gusanos bajo nuestros pies. Tu ejecución es cosa segura, de modo que no añadas dolor a China por una lealtad inútil a tu causa, una causa que está condenada al fracaso. Por el gran Buda, libraremos a nuestro país de vuestro veneno.

A pesar de tener las manos esposadas y sentirse con fiebre, Chang sabía que podía arrancarle los dientes de una patada antes de que el soldado de la puerta disparara el arma. La idea era tentadora, pero ¿de qué le serviría a Lydia con una bala en el cerebro?

– Honorable capitán -dijo, humilde, haciéndole una reverencia-, tengo información que ofrecer, como sabiamente ha sospechado, pero sólo se la proporcionaré a un hombre.

El capitán Wah torció el gesto, contrariado.

– Más te vale proporcionármela a mí -replicó secamente. Y, poniéndose en pie, alto, imponente en su uniforme gris, algo polvoriento, se inclinó sobre él desde el otro lado de la mesa-. Haz lo que te digo, o sufrirás una muerte lenta.

– Sólo a un hombre -reiteró Chang sin inmutarse-. Al ruso. Al que atienden los miembros del Kuomintang.

El agente cambió el gesto al instante. Se le alargó el rostro, se pasó la mano por la barbilla picada de viruela y, pensativo, entrecerró los ojos. Mordisqueó el purito y, transcurridos unos segundos, escupió en el suelo.

– Creo -dijo- que voy a ejecutarte ahora mismo.

– Si lo hace, le prometo que el ruso lo azotará hasta dejarlo en carne viva -murmuró Chang, inclinándose de nuevo ante él.

Capítulo 58

Theo se subió al Rolls-Royce, detenido y con el motor en marcha junto a la acera, y aspiró hondo para impregnarse del olor a cuero y adinero.

– Buenos días, Feng Tu Hong.

– Me has pedido disponer de mi tiempo, Willbee. Y aquí estoy. Te escucho.

Theo se hundió en el cómodo asiento trasero, junto a Feng, y estudió a su enemigo. Feng iba cubierto con un abrigo gris, muy largo, que tenía el cuello de piel plateada, y llevaba puestos unos guantes de cabritilla del mismo color. Pero incluso ataviado de ese modo conservaba la expresión de un búfalo dispuesto a atacar en cualquier momento. Theo sonrió.

– Se te ve muy bien, Feng.

– Bien sí, pero no contento.

– Te agradezco que me dediques unos momentos de tu ajetreado día.

– Todos los días son ajetreados para un hombre como yo que tiene tantos asuntos que atender y ningún hijo a su lado.

Theo observó la nuca del chófer al otro lado del cristal divisorio. En el exterior, el viento elevaba por los aires unos copos de nieve. Feng le había dado el pie, pero él debía ser cuidadoso con la réplica.

– Siento oír que Po Chu ya no reside en tu casa. El corazón de un hombre debe de resentirse cuando su único hijo lo abandona con palabras duras.

– Sea hija o sea hijo, el corazón de un padre siempre sangra.

– He venido a hablarte de Po Chu.

– Es una cucaracha inútil que sólo sirve para vivir en las alcantarillas.

– Temo que, más que las cloacas, pronto habite en la cárcel.

Feng hundió aún más la cara en el cuello del abrigo y observó fijamente a Theo.

– Mientes.

– No, Feng Tu Hong. Digo la verdad. Tu hijo ha secuestrado a una muchacha fanqui. Es la hija de un periodista británico que hará recaer todo el peso del ejército británico sobre los jefes chinos de Junchow si no liberan a la joven de inmediato.