El ruso separó los labios, mostrando unos dientes fuertes bajo la barba negra, gruñó algo en su lengua y volvió a adentrarse en la arboleda. Con su sombrero de pieles y su abrigo largo, gris, le bastaron unas zancadas para perderse en el paisaje.
– Dios Todopoderoso -murmuró Theo, sentándose a esperar.
Alfred se quitó las gafas y se dedicó a limpiarlas meticulosamente.
Theo aporreó los portones de roble. Alfred hizo sonar una campanilla de bronce que colgaba de una cadena, a un lado, y casi de inmediato se abrió una ranura situada al nivel de las caras. Se asomó un par de ojos chinos, pero uno era traslúcido, y el otro nervioso.
– Vengo a hablar con Feng Po Chu -informó Theo con aplomo, en mandarín-. Informa a tu señor de que el honorable Tiyo Willbee está aquí. Y deprisa. Este frío es como el aliento del diablo.
Alfred dio un puñetazo a la puerta, y el cerrojo repicó contra ella.
– Abrid la puerta, maldita sea.
Para su sorpresa, sus palabras fueron recibidas con el sonido de una llave que, al girar, permitió que se descorriera un pasador. Al momento los portones se abrieron y, frente a ellos, un chino anciano, de trenza anticuada, apareció tendido inconsciente sobre los adoquines, mientras que, junto a la entrada, un hombre barbudo sostenía un tronco de leña en la mano.
– ¡Liev Popkov! -exclamó Alfred-. ¿Cómo…?
– No te preguntes cómo ha entrado -le conminó Theo-. Iniciemos la búsqueda.
Extrajo el arma. El ruso también sacó dos pistolas del cinto, y Alfred hizo lo propio con una Smith & Wesson, blandiéndola con torpeza en dirección a los edificios. Theo sintió la inyección de adrenalina en sus tripas. Casi tan emocionante como ir a recoger opio al río Peiho una noche de tormenta. Se dirigió a toda prisa hacia la primera de las puertas, pero sólo encontró estancias vacías. Buscaron por todo el lugar, a conciencia, recorrieron todos los edificios, todos los cobertizos que los rodeaban. Pero ni rastro de Lydia. Ahí sólo vivía un granjero en compañía de sus dos hijos corpulentos y de un puñado de mujeres.
Una de las esposas jóvenes lo admitió.
– Feng Po Chu se ha ido hace dos días. Se llevó a sus hombres con él.
El ruso soltó un grito de frustración. Llegaban demasiado tarde.
Capítulo 59
Lydia se aferraba al dolor que sentía en el seno. Estaba sentada, con las rodillas levantadas, y con una mano apretaba la herida con fuerza, para interrumpir la hemorragia. Jamás imaginó que se alegraría al verse de regreso en la Caja, pero así era. Había llorado de alivio cuando vio que volvían a encerrarla a oscuras.
Se mantendría en sus trece, en su historia. Chang An Lo estaba muerto. Si lograba que Po Chu lo creyera, tal vez sobreviviera a eso. «No, no lo pienses. Todavía falta demasiado tiempo. Piensa sólo en el momento siguiente.»
La había golpeado unas pocas veces más, pero luego paró. Era como si la visión y el olor de su sangre, su sabor cuando le lamió la barbilla, satisficiera alguna necesidad interna. Por el momento. Pero, como todo adicto, volvería a por más. Le dolía el pezón pero, de algún modo, el dolor había activado un resorte en su mente, y la había despertado del sopor en el que iba cayendo lentamente, donde la muerte la aguardaba, con los brazos extendidos y esbozando una sonrisa. La vida era más complicada. Más difícil de vivir. Y el dolor equivalía a vida, de modo que no dejaba de decirse que el dolor era bueno.
Chang An Lo.
Mamá.
Sun Yat-sen.
E incluso Alfred.
Su ejército menguado de rostros con el que mantener a raya el miedo.
Y el de Polly. El rostro de su amiga tardó en acudir. Pero acudió al fin.
«Puedo hacerlo. Puedo. Sobrevivir. Eso es lo que se me da bien.»
El sonido del cerrojo en lo alto de la escalera.
Empezó a respirar hondo, anticipándose al agua. Pero los pasos eran distintos, más pesados, tambaleantes, y sintió que el pánico le cerraba la garganta. La luz, tenue, brillaba más intensa a través de los respiraderos, a medida que los pasos se acercaban. Miró hacia arriba. ¿Qué le esperaba esa vez? ¿Agua? ¿Aceite caliente? ¿Ácido? ¿Cualquier otra cosa?
El techo desapareció y Lydia, deslumbrada, empezó a parpadear. Una mano le tiró del pelo, y ella, que sentía que tenía las rodillas metidas en cemento, se apoyó en las paredes laterales con las manos y logró ponerse en pie. Enseguida la sacaron de la Caja, pero las piernas no la sujetaron y se desplomó sobre el suelo polvoriento del sótano. Un hombre se echó a reír. Ella trató de ponerse en pie, sin lograrlo. Otra risotada pérfida. Una bota le dio una patada en el culo, instándola a levantarse, y esa vez sí lo logró. Y, aun antes de verle el rostro, supo quién era su torturador.
Po Chu. Que había vuelto a por más.
Pero en esa ocasión era distinto. Estaba borracho. Y solo.
Lydia percibía el olor a alcohol que desprendía su cuerpo, el maotai en el aliento y en el sudor que cubría su piel lisa reverberaba en sus músculos. Su captor le soltó el pelo, pero la agarró del brazo y volvió a arrojarla al suelo de tierra. Ella sabía bien lo que vendría a continuación. Los labios de Po Chu fueron al encuentro de su boca, masticaron su carne, y ella permitió que su lengua grande, blanda, penetrara en ella y alcanzara la garganta. No podía respirar. Se ahogaba.
Él se rió, con una risa que parecía el relincho de un caballo. Una mano fuerte le agarró la muñeca, al tiempo que su cuerpo aplastaba el de ella contra la pared, le clavaba las caderas, y con la otra mano se abría paso entre los muslos. Al sentir aquella mano, su carne se encogió. Pero decidió no resistirse, y le acarició la espalda con la mano que le quedaba libe. Él jadeaba con fuerza a medida que la boca descendía sobre sus pechos y le chupaba la herida. Lydia sintió un dolor que le llegó de inmediato al cerebro, pero siguió acariciándolo, maullando, arqueándose contra él. Moviendo las manos en dirección a sus caderas. Metiéndolas en sus pantalones.
El gemido de placer de Po Chu cuando ella le agarró el pene hinchado la asqueó, pero al fin él le soltó la otra muñeca y le rodeó la cintura con el brazo. Entonces la atrajo aún más hacia sí y se bajó los pantalones. Ella no le soltaba el pene, para distraerlo, pero con la otra mano palpaba la chaqueta, donde, a la altura de la axila izquierda, había notado el bulto duro de un arma. Se abrió de piernas.
Y al instante él la embistió. Con un movimiento rápido, ella le quitó el arma, apretó el cañón contra sus costillas y apretó el gatillo.
No sucedió nada.
Po Chu le gritó algo, salpicándole la cara de saliva, y trató de arrebatarle el arma, pero ella la apartó y le golpeó con ella en la cabeza. Po Chu cayó al suelo, de rodillas. Pero no la había soltado del todo, y apoyándose en ella, con los dedos aferrados a sus caderas, empezó a levantarse.
Ella había dejado de respirar. Pero pensaba con claridad. Si no ponía fin a aquello en ese instante, moriría.
«Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.» Eran las palabras de Chang, que resonaban en su mente.
Retiró el seguro del arma, le apuntó al rostro y disparó.
El disparo la aturdió a ella, y a Po Chu lo envió de nuevo al suelo. A la luz tenue de la lámpara de aceite que seguía en la escalera vio que el rostro de su captor se había convertido en un cráter negro que rezumaba sangre y dejaba adivinar restos de hueso blanco. Ahogó un grito. El arma le temblaba en la mano. Pero en lugar del horror que esperaba sentir, sólo la invadía una satisfacción profunda, visceral, que exteriorizó en forma de salvaje grito de guerra.
Y echó a correr.
Los pasillos la confundían. Giraba y volvía a girar en busca de una puerta que la sacara de allí, pero cada vez que abría una, lo que hacía era acceder a otra habitación. Voces tras ella. Disparaba a las sombras. Una y otra vez. Una bala le rozó el hombro. Se metió en un cuarto en el que dos niños chinos, asustados, se escondieron bajo una piel de tigre. Allí encontró un taburete, y lo arrojó contra una ventana. Los cristales y las persianas se rompieron con estruendo, y un aire frío irrumpió en la estancia.