– Chyort! ¿Por qué no me lo ha dicho nadie?
– Vamos, Lydia, ya sabes lo que tu madre piensa de él. Seguramente me va a regañar sólo por habértelo dicho.
Lydia se permitió abrir una pequeña ventana a la esperanza.
– Alexei, cuénteme qué sucedió. Por favor. Necesito saberlo.
El joven ruso pareció aliviado, y Lydia se dio cuenta de que había temido una pregunta más difícil.
Estaba sentado en el sofá de cuero, con las piernas cruzadas, los guantes pulcramente doblados junto a él, tan relajado como siempre, vestido con un traje oscuro, de corte impecable. Sin embargo, su gesto era de tensión.
– Tiene usted mucho mejor aspecto, señorita Ivanova.
Era mentira, pero a la vez un halago, de modo que no se molestó en negarlo. Hasta ese momento, sus comentarios se habían intercalado con silencios incómodos. Las palabras que solían intervenir en las conversaciones educadas parecían no bastar entre ellos. Ya no.
– Cuénteme -insistió ella- cómo me encontró.
– No me resultó difícil. Pero -y dejó escapar una risita- no se lo cuente a sir Edward. Me considera un héroe.
Lydia sonrió.
– Yo también.
– No. Recurrí a mis contactos. Nada de heroicidades.
– Pero ¿por qué Chang fue a verle precisamente a usted?
Él se echó hacia delante, y la expresión de sus ojos verdes se tornó dura de pronto. Ella vio entonces al militar que llevaba dentro.
– Supo de la ruptura entre Feng y Po Chu, oyó el rumor de que éste se había alineado con el Kuomintang, por ir en contra de su padre. Y ello implicaba que sus espías sabrían exactamente dónde se ocultaba. De modo que nuestro comunista recurrió a su inteligencia. ¿Quién era la única persona que la conocía y que, a la vez, ejercía alguna influencia sobre los chinos? -Se encogió de hombros y extendió las manos-. Yo. Y el único modo de encontrarme rápidamente era a través del Kuomintang.
– Pero ahora Chang An Lo está en la cárcel.
Alexei Serov la observó fijamente.
– Sí.
– ¿Y no puede hacer nada? Por favor, sáquelo de ahí.
– Lydia, no sea tonta. Esto no es ningún juego. Chiang Kai-Chek y el ejército del Kuomintang están en guerra con los comunistas. Se matan los unos a los otros todos los días, y en ocasiones se producen centenares de bajas. Chang lo sabía perfectamente cuando se entregó al capitán Wah. De modo que no, no puedo sacarlo de ahí.
– Pero, Alexei, él nunca ha hecho más que colgar unos cuantos carteles, eso es todo. Eso no puede costarle la…
Él soltó una risotada burlona.
– No sea ridícula. Es un avezado espía, sabe bien cómo descodificar informaciones secretas. Uno de los mejores. Por eso el Kuomintang lo está interrogando antes de que… -Se detuvo.
El silencio que siguió en la habitación fue tan cristalino que hasta ellos llegaron los pasos de Valentina, que caminaba frente a la puerta como un animal enjaulado. Había costado mucho convencerla de que Lydia le debía al ruso ese encuentro de cortesía.
– Alexei.
– No sé qué es lo que quiere, pero la respuesta es no.
– Ocupa usted una posición de poder.
Él se puso en pie al momento y recogió los guantes.
– Se me ha hecho tarde. Debo marcharme.
Las paredes del despacho de Alexei Serov estaban pintadas de amarillo chillón en su mitad superior, y de verde oliva en la inferior. La mesa era de metal gris, y el suelo estaba forrado con unos sencillos tablones de madera. Lydia lo observaba todo con disgusto mientras permanecía sentada en silencio, sobre una silla de madera dispuesta en un rincón y observaba a Alexei repasar una montaña de documentos. Se dio cuenta de que el pelo castaño, a pesar de llevarlo corto, empezaba a rizársele tras las orejas, y le llamó la atención la rapidez con que hojeaba cada papel. Pero seguía irritada con el ruso: ¿cómo podía estar tranquilamente sentado ahí cuando en ese mismo edificio, en alguna otra parte, Chang An Lo estaba…? ¿Estaba qué?
¿Sufriendo? ¿En un potro de tortura? ¿Encadenado?
¿Muerto?
Lo interrumpió en dos ocasiones.
– ¿Va a venir?
Y las dos veces Alexei suspiró, alzó la cabeza y la miró, censurándola.
– He dado la orden de que lo traigan a mi despacho. Eso sólo ya es una extralimitación de mis funciones. No puedo hacer más. Esto es China. Tenga paciencia.
Permaneció ahí sentada dos horas y cuarenta minutos. Transcurrido ese tiempo, la puerta se abrió.
El rostro de Lydia insufló vida en el corazón de Chang An Lo. Su sonrisa inundó la pequeña oficina. Sus cabellos incendiaron el aire. Debería haber supuesto que vendría, que de algún modo llegaría hasta él. Debería haber tenido fe.
Ella se lanzó a sus pies, pero Alexei, desde la mesa, le dedicó una mirada de advertencia. De modo que se puso en pie y permaneció en el rincón, los ojos color miel clavados en el rostro de Chang, tirándose de los botones del abrigo como si quisiera romperlos. Tras él, dos soldados chinos se mantenían firmes, y él sabía que si daba la menor excusa a aquellos dos gusanos de vientre amarillo, le golpearían encantados la espalda con las culatas de sus rifles, añadiendo nuevas marcas a las que ya tenía. Pero también estaba convencido de que, campesinos como eran, no hablarían más que en chino.
– Chang An Lo -dijo Alexei en tono oficial-. He ordenado que te trajeran para que respondas algunas preguntas.
Chang mantenía la mirada fija en el ruso, y no tardó en responder.
– Verte trae dicha a mi corazón y hace que la sangre vuelva a circular por mis venas.
El ruso parpadeó. Lydia no pudo reprimir un gritito, pero los guardias, tras él, permanecieron inmóviles.
– No sé cuánto tiempo me permitirán quedarme aquí, de modo que hay palabras que debo decirte: que para mí eres la luna y las estrellas, y el aire que respiro. Que amarte es vivir, y que si muero… -otro gruñido de Lydia- seguiré vivo en ti.
El ruso no lo soportó más.
– Por el amor de Dios, ya basta -zanjó.
Pero Chang apenas era consciente de que, en aquel despacho, hubiera alguien además de Lydia. Lentamente, desplazó la mirada hasta el rincón. Los ojos de Lydia se clavaron en los suyos, y sintió tal oleada de deseo por ella que al instante supo que aún no estaba listo para morir.
Bruscamente, Alexei ordenó a los guardias que abandonaran la oficina y, acompañándolos, él mismo salió de allí.
– Disponen de dos minutos, ni uno más -declaró secamente.
Chang An Lo se acercó a Lydia, separó los brazos, y ella se hundió en su pecho.
Capítulo 61
Theo abrió el cajón y extrajo la pipa con cuidado. Pasó la mano por la larga caña de marfil y recorrió el antiguo trabajo de tallado, que le hablaba a través de las yemas de los dedos. La necesidad de mantenerla a buen recaudo, a su lado, junto a la cama, por si acaso, era tan imperiosa que sabía que debía destruirla. Desde ese día extraño en la granja, con Alfred y Liev Popkov, vivía con la clara conciencia de que su vida era demasiado frágil como para asumir más riesgos.
Tal vez hubiera sido por haber llevado un arma en sus manos. O por la muerte violenta de Po Chu. O por la inminente ejecución del comunista.
La muerte le susurraba al oído.
¿O era por la breve misiva de Mason en la que éste cortaba todo futuro contacto? Eso había desconcertado a Theo. ¿Qué diablos había hecho cambiar de opinión a ese cabrón?
Lo único de lo que estaba seguro era de que quería más de la vida. Para él. Para su amada escuela. Y para Li Mei. Apartó la vista de la pipa que sostenía en las manos y la posó en su amada. No llevaba joyas, ni maquillaje, y se había retirado el pelo de la cara con una simple cola de caballo, que había decorado con una flor blanca, única muestra de luto por la muerte de su hermano. Estaba sentada junto a la ventana, con las manos en el regazo, y lo observaba con sus ojos almendrados. Sólo un ligero temblor en la comisura de los labios delataba lo mucho que deseaba que diera ese paso.