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Para Lydia, ése era su hogar. Era todo lo que tenía. Se acercó de nuevo a la figura durmiente. A la luz menguante del ocaso, se sentó sobre la alfombra gris y sostuvo entre sus manos la pálida mano de su madre.

– Cielo. -Valentina levantó la cabeza de la almohada dispuesta en el suelo y parpadeó despacio, como una gata que se estirara-. Mi cielo. Me he quedado dormida. ¿Qué hora es?

– La campana del reloj acaba de dar la una -respondió Lydia sin alzar la vista del libro que apoyaba en la mesa.

– ¿De la madrugada?

– A la una del mediodía no está así de oscuro.

– En ese caso, tú deberías estar ya acostada. ¿Qué estás haciendo?

– Deberes -respondió, aún sin mirar a su madre.

Valentina se desperezó para desentumecer las vértebras, se sentó y se dio cuenta de la almohada en el suelo. Cerró los ojos un instante y se estremeció.

– Cariño, lo siento.

Lydia se encogió de hombros, indiferente, y giró la página de su Esbozos de historia de Inglaterra, aunque las palabras que tenía delante se encabalgaban las unas sobre las otras, sin sentido.

– No te hagas la enfadada, Lydia, que no te va.

– A ti tampoco te va tirarte en el suelo.

– Tal vez si estuviera, no encima, sino debajo, bajo tierra, las dos nos sentiríamos mejor.

– No digas eso, mamá.

Valentina dejó escapar una risita.

– Lo siento, mi pequeña.

– Yo no soy tu pequeña.

– No, tienes razón, ya lo sé. -Posó los ojos castaños, profundos, sobre la cabeza inclinada de su hija, sobre sus piernas inquietas, desnudas-. Ya has crecido. Demasiado.

Se puso en pie y volvió a desperezarse, echando hacia delante primero un pie, después el otro, como una bailarina, y agitó la cabellera, que brilló sobre sus hombros, capturando el reflejo de las velas entre sus mechones oscuros, sedosos. Lydia fingía no darse cuenta, pero en lugar de leer sobre la Ley de Asamblea de 1716, miraba de reojo todos y cada uno de los movimientos de su madre, aliviada y furiosa a partes iguales al ver lo serena y descansada que parecía. Mucho más de lo que debería. ¿Dónde estaban los estragos de tanto dolor? La curvatura irreal de las cejas de Valentina se mostraba más pronunciada que de costumbre, como si su vida entera no fuera más que una broma absurda, que no merecía ser tomada en serio.

Valentina se sentó en el sofá y dio unas palmadas en el cojín que le quedaba más cerca.

– Ven a sentarte conmigo, Lydia.

– Estoy ocupada.

– Es la una. Ya estarás ocupada mañana.

Lydia cerró el libro con un golpe seco y se sentó en el sofá, muy tiesa, manteniendo una distancia prudencial entre su madre y ella. Pero Valentina la suprimió al momento, se acercó mucho a ella y le alborotó el pelo.

– Tranquila, cielo. ¿Qué tiene de malo tomarse unas copas de vez en cuando? A mí me sirve para no volverme loca, así que no te enfades.

– No me enfado -dijo, enfadada.

– Dios mío, qué sed tengo…

– Sólo nos queda una taza, y ni un solo platillo.

Valentina soltó una carcajada y, a pesar de sí misma, Lydia esbozó una sonrisa. Su madre echó un vistazo al suelo y asintió.

– ¿Has recogido todo el estropicio?

– Sí.

– Gracias. Supongo que el señor Yeoman, en el piso de abajo, creía que el mundo se ac… -Se interrumpió, y clavó la vista en la pared que quedaba junto a la puerta-. El espejo se ha…

– Roto. Eso son siete años de mala suerte.

– Oh, no. Olga Petrovna Zarya me matará, y nos cobrará el doble de lo que vale. Pero los siguientes siete años no pueden ser peores que los últimos siete, ¿no? -Lydia no respondió-. Lo siento, cariño -musitó su madre, pero ella ya había oído muchas veces aquellas disculpas-. Al menos las tazas y los platillos eran nuestros. Y, además, siempre había odiado ese espejo. Era tan feo… y me hacía parecer vieja.

– He preparado una jarra de limonada. ¿Te apetece un poco?

Valentina le acarició la mejilla.

– Me encantaría. Tengo la boca seca.

Cada vez que daba un sorbo al refresco, que había tenido que servirse en la única taza de té que había quedado entera -los vasos los habían empeñado hacía tiempo-, se llevaba la mano a la frente, como para sostenerla en su sitio.

– ¿Quedan aspirinas? -preguntó, optimista.

– No.

– Ya me lo parecía.

– Pero te he comprado esto. -Esbozando una sonrisa tímida, Lidia hizo aparecer un cruasán relleno de chocolate y un pañuelo de rojo intenso-. Me ha parecido que te quedaría bien.

Valentina dejó la taza en el suelo, cogió el cruasán con una mano y el pañuelo con la otra.

– Querida -dijo, pronunciando la palabra como si fuera una caricia-. Me malcrías. -Observó un instante más los dos regalos, se rodeó el cuello con el pañuelo, entusiasmada, y dio un gran mordisco al dulce-. Maravilloso -susurró, con la boca llena-. De la pastelería francesa. Gracias, querida hija. -Se echó hacia delante y le plantó un beso en la mejilla.

– He estado trabajando un poco para ayudar al señor Willoughby en la escuela, y hoy me ha pagado -explicó Lydia, aunque demasiado atropelladamente. A pesar de ello, su madre no pareció percatarse.

El diminuto músculo de la frente de Lydia que llevaba toda la noche agarrotado se relajó por vez primera. Las cosas iban a ir bien. Su madre se tranquilizaría. No haría más locuras. No seguiría destrozando su mundo frágil. Levantó la taza del suelo y dio un sorbo de limonada para que la lengua se le despegara del velo del paladar.

– ¿Ha sido Antoine otra vez? -preguntó como sin darle importancia, mirando apenas de reojo a su madre.

Pero no tardó en arrepentirse de haber formulado la pregunta.

– Ese cabrón apestoso, podliy ismennikl -explotó Valentina-. No pronuncies su nombre en mi presencia. Es un sapo francés, un mentiroso, una serpiente rastrera que repta por la hierba. No quiero volver a verlo en mi vida.

Lydia sintió de pronto lástima por Antoine Fourget. Adoraba a su madre. La habría llevado al altar ese mismo día de no haber estado casado con una católica francesa que se negaba a divorciarse con la que tenía cuatro hijos que reclamaban sus atenciones y su apoyo económico. Llevaba a Valentina a bailar todos los viernes por la noche y durante la semana le dedicaba una o dos horas, siempre que lograba escaparse del trabajo, y almorzaban juntos mientras Lydia estaba en la escuela. Y, a pesar de no verlo, ella sabía muy bien cuándo aquel hombre había estado allí. La habitación olía de otro modo, desprendía un aroma más interesante, a cigarrillos y brillantina.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

Valentina se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, sujetándose las manos con la cabeza.

– Es su esposa. Está esperando otro hijo.

– Oh.

– El muy cabrón me había jurado que no pensaba acercarse nunca más a su cama. ¿Cómo ha podido ser tan… infiel?

– Mamá, su esposa es ella.

Valentina irguió la cabeza, indignada, y a continuación cerró los ojos, como si sintiera dolor.

– Sólo oficialmente. Me lo prometió.

– Tal vez ella lo ama.

Valentina abrió los ojos al momento y, con gesto desafiante, se llevó las manos a las caderas. Lydia se fijó en lo delgada que se veía bajo el camisón de seda.