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Lentamente, alzó la pipa por encima de la cabeza, sosteniéndola con las dos manos, como si se tratara de una ofrenda sagrada a los dioses, y durante un breve segundo su mente deseó de nuevo la espiral del dulce humo. Pero Theo no escuchó su llamada, y la pipa descendió con fuerza, hasta estamparse contra la barra de latón a los pies de la cama. El marfil se astilló. Varios pedazos salieron disparados por el dormitorio, y uno de ellos rozó el pie de Li Mei, que le dio un puntapié.

– ¿Ahora me dirás que sí? -le preguntó Theo.

Los ojos negros de su amada se iluminaron, felices.

– Pídemelo otra vez.

– ¿Quieres casarte conmigo, Li Mei?

– Sí.

– Tiyo.

– ¿Qué pasa?

– Ya está ahí otra vez. En la puerta.

– ¿Quién?

– La mujer china.

– No le hagas caso.

– Tal vez quiera recuperar su gato.

– ¿Te refieres a Yeewai?

– Sí. No te olvides de que era suyo. Y ahora que han ejecutado a su esposo y le han quitado el barco, así como a su hija, no hay razón por la que no pudiera devolverle el animal…

– Si quiere el gato, dáselo.

– No me gusta esa mujer, Tiyo. Ni su gato. Tiene malos espíritus alrededor de la cabeza.

– Eso son supersticiones tontas, mi amor. Esa mujer no tiene nada malo. Pero si lo quieres, le daré unos dólares la próxima vez que salga.

– Sí, hazlo, tal vez sirva de algo.

Pero cuando Theo salió, no había ni rastro de la antigua propietaria de Yeewai, y no se acordó de ella siquiera. Había mucho tráfico en las calles, que además estaban llenas de personas que iban de compras, pues era sábado, de modo que tardó más de lo que esperaba en llegar a casa de Alfred. Y no soportaba llegar tarde. En los días venideros, habría de revivir mentalmente aquellos momentos una y otra vez, intentando reproducirlos uno por uno, y en el orden correcto, pensando en si podría haber hecho algo de otro modo. Pero algunos le llegaban borrosos, indefinidos. Su llegada a la casa era uno de ellos. Recordaba meter el coche en el camino que conducía a ella, y dejarlo cerca de la verja abierta, porque el gran Armstrong Siddeley de Alfred ocupaba la mayor parte del espacio. Pero, después de eso, su memoria se perdía hasta el momento en que su anfitrión le daba unas palmaditas en el hombro.

– Me alegro de verte, amigo. Lydia se muere de ganas de darte las gracias.

A Theo no se lo pareció. La joven estaba de pie, junto al ventanal del salón, muy tiesa, lo que significaba que, o le dolía algo, o estaba a la defensiva. Podían ser también las dos cosas. Theo miró en la misma dirección que ella para ver qué era lo que observaba. Nada. Sólo el viejo cobertizo del jardín. No tenía buen aspecto. Chupada de cara. La piel casi transparente. Los labios muy apretados, y los ojos bastante más oscuros que otras veces, aunque en ellos todavía brillaba algo, como si en su fondo se alojara aún una luz resplandeciente. Cuando más tarde invocara su imagen, eso lo recordaría. Ese fuego.

– Lydia, acércate y saluda al señor Willoughby.

La que habló era Valentina. Sonrió amablemente a Theo, que tuvo la sensación de que le llevaba la delantera en lo que a consumo de vodka se refería. Al pensar luego en ello, lo que recordaría sería su cuello largo, esbelto, aunque no sabría bien por qué. Llevaba algo en tonos vivos, rojos tal vez, y por contraste aquel cuello blanco destacaba aún más, una vena palpitando delicadamente en su base. No dejaba de rozárselo con un dedo de uña escarlata. Sonreía mucho. Y en su mirada la alegría era sincera, por lo que se veía más joven que el día de su boda, celebrada hacía apenas unas semanas.

– Es una gran suerte tenerte de nuevo entre nosotros. ¿Verdad, cariño? Sano y salvo. Bien -soltó una carcajada y miró a su hija con expresión algo más frágil-, casi sano y salvo.

– ¿Cómo estás, Lydia? -le preguntó Theo.

– Ahora estoy bien.

– Me alegro por ti, jovencita.

– Vamos, cielo, no seas tan maleducada. Dale las gracias al señor Willoughby.

– Gracias, señor Willoughby, por acudir en mi rescate.

– Bah, ¿qué clase de agradecimiento es ése? Él se merece mucho más. Arriesgó su vida.

Lydia se estremeció. Esbozó una sonrisa y algo pareció abrirse en ella, recobrar por un instante su pasión juvenil. Le tendió la mano.

– Le estoy muy agradecida, señor Willoughby. De veras.

– Deberías estarle agradecida a tu oso ruso. Él fue quien hizo el trabajo sucio.

– Liev -dijo ella.

Alzó el vaso de zumo de lima que sostenía en una mano y se volvió hacia donde Liev Popkov se encontraba, desparramado en un sillón. Con su ojo bueno, observaba las profundidades de una copa de vodka enterrada en una de sus grandes manazas, pero al ver que ella lo miraba meneó los rizos negros y le mostró los dientes, como si estuviera listo para morder a alguien. Valentina le dedicó una mirada de advertencia y le gruñó algo en ruso.

– ¿Y Chang An Lo? -preguntó Theo.

– Está en la cárcel.

– Lo siento mucho, Lydia.

– Yo también.

La joven se acercó al ruso corpulento y permaneció a su lado, de pie, con la rodilla a apenas un centímetro de su codo, mirando una vez más por la ventana. Ninguno de los dos hablaba, pero Theo sentía la conexión que existía entre los dos. Curioso. Y también notaba que a Valentina aquella camaradería no le gustaba nada. Parecía evidente que invitar a Liev Popkov no había sido buena idea. La madre de Lydia dio unos pasos en dirección a la botella de vodka.

– Por lo que se ve, las noticias sobre Chan no son buenas -comentó Theo en voz baja a Alfred, que llevaba un traje gris marengo muy elegante. Valentina había obrado milagros con su amigo.

– Me temo que no.

– ¿Ejecución?

– Parece inevitable. Y puede producirse en cualquier momento.

– Pobre Lydia.

Alfred extrajo del bolsillo un gran pañuelo blanco y se secó la boca, como si quisiera borrar sus palabras.

– Tal vez a la larga sea lo mejor. -Meneó la cabeza, descontento-. Ojalá encontrara un novio inglés, un buen muchacho, en esa escuela tuya.

– ¿Por qué estás tan serio, ángel mío? -intervino Valentina, soltando una carcajada. Había regresado a su lado, y le había rodeado la cintura con un brazo. A Theo le divertía que su amigo se viera tan contento, y a la vez tan avergonzado, con las muestras de afecto de Valentina. Pero después, aquella mirada de Alfred, tan llena de amor, aquella sonrisa tímida, le perseguiría.

En su mente, la hora que había seguido aparecía borrosa. Sabía por qué. Era por el impacto ante lo que se había producido. El impacto actuaba como un vaso de agua vertido sobre una hoja escrita, que emborronaba las palabras y las hacía derramarse unas sobre otras como lágrimas. De modo que no estaba seguro de cómo había llegado a verse caminando hasta la salida detrás de Valentina. Tenía algo que ver con unos cigarrillos. Sí, eso era.

– Oh, maldita sea -había exclamado ella-. Se me han terminado los cigarrillos.

– Tome, pruebe uno de los míos -le ofreció Theo.

– Oh, no, no, huelen a rayos.

De modo que se ofreció a llevarla en coche hasta la tienda en la que vendían su apestoso tabaco ruso, y ella se mostró encantada. Se había acercado a su hija, le había dicho algo al oído mientras le acariciaba el pelo; sin duda le había explicado por qué iba a ausentarse. Lydia asintió, pero puso mala cara. No estaba contenta. En la calle, él abrió la puerta del pasajero para que Valentina entrara en el coche. Hasta ahí lo recordaba. Y el beso. Los labios suaves sobre su mejilla, y su perfume, el roce ligero de aquella mano sobre su pecho. Aquella mujer estaba tan contenta, tan llena de vida, que contagiaba su alegría. Se le escapaba a borbotones. Su hija estaba a salvo tanto de Po Chu como de Chang An Lo, y Alfred comía de la palma de su mano. ¿Qué más podía querer?