Mientras montaba en el coche, Theo vio dos cosas que lo sorprendieron. Una, que Lydia se encontraba ante la puerta de la casa. No entendía por qué había salido a verles partir. La otra, a la mujer china, la que le había endosado el gato en el junco y llevaba dos días a la puerta de su casa. ¿Qué diablos estaba haciendo ella allí? Aquella loca plantó su cuerpo rechoncho frente al automóvil. Él hizo sonar la bocina. El rostro de la china, sus ojos pequeños, compusieron un gesto de odio, y escupió a la ventanilla.
– Ah, esta ciudad loca está llena de criaturas desquiciadas -se quejó Valentina, que con todo no pareció alarmarse. Nada podía socavar su buen humor.
– Me libraré de ella.
Theo salió del coche, y fue entonces cuando todo se estropeó.
La mujer echó el brazo hacia atrás y arrojó algo bajo el coche. Theo la persiguió, pero ella ya corría por el camino de entrada a asombrosa velocidad. Él apresuró el paso, y ya había llegado a la verja cuando el mundo se partió por la mitad. No hallaba otra explicación. El ruido fue como el rugido de un diablo. Cayó al suelo, y sintió que, en contacto con él, se le partía la muñeca. Parecieron estallarle los oídos. No oía nada.
Se arrastró sobre el asfalto y miró tras él. El Morris Cowley ya no estaba. En su lugar había un cráter, y unos grotescos amasijos de metal. Tras él, el Armstrong Siddeley de Alfred se veía aplastado por delante, como si le hubieran dado una patada en el morro. Cristales rotos caían por los aires como cuchillas afiladas. A unos diez metros, sobre el césped calcinado, yacía el cuerpo mutilado de Valentina. Convertido en carne viva. Lydia se arrodillaba a su lado, la boca abierta, emitiendo un grito estridente que Theo no oía, meciendo entre sus manos el rostro desfigurado de su madre.
Fue entonces cuando el impacto mezcló las imágenes en su mente y las hizo descender en espiral por una fosa oscura y fría.
Capítulo 62
El funeral fue espantoso. Theo estuvo a punto de no asistir, pero sabía que debía enfrentarse a la realidad. Podría haber usado las heridas como excusa. No eran profundas, pero sí aparatosas. Cortes y moratones en el rostro, una muñeca rota y escayolada. Le faltaba un pedazo de oreja. Pero fue. De no haber sido por él, no habría habido necesidad de funeral, y tendría que aprender a vivir con ese hecho. Sinceramente, no comprendía que Alfred y la muchacha rusa no lo echaran de la iglesia. Pero no lo echaron. Los dos iban vestidos de negro riguroso. Y sus rostros habían adquirido una tonalidad grisácea, como la tierra que pronto engulliría a Valentina. Theo se sentó en el último banco, junto a Li Mei, que lo observaba todo con mirada curiosa, y llevaba la flor blanca del duelo en el pelo.
– Queridos amigos, demos las gracias por la vida de Valentina Parker, que fue una gran dicha para todos nosotros. -De pie, en el pulpito, con una amplia sonrisa, se encontraba el viejo misionero, el que había oficiado la boda, con el pelo más blanco que el de Abraham-. Fue una de las estrellas brillantes del Señor, de las que resplandecen en el mundo. Y Él le concedió el don de la música para que nos deleitara.
Theo no se sentía capaz de escuchar. Las iglesias le desagradaban. No le gustaba la intimidación tan magistralmente tejida sobre su imponente arquitectura, pensada para que uno no se sintiera más que un insignificante pecador. Pero si Valentina era, en efecto, una de las luces brillantes de ese Dios poderosísimo, ¿por qué la había apagado con semejante brutalidad? ¿Por qué había hecho que Alfred, que era uno de los siervos más devotos de ese Dios, sufriera esa agonía? Todo aquello convertía en absurdo el concepto de un Dios amoroso. No, los chinos lo entendían mejor. Las cosas malas suceden porque los espíritus se enfadan. Tenía sentido. Había que aplacarlos, y era por ello por lo que Theo había decidido seguir el consejo de Chang y había erigido un altar en su casa, para honrar a los espíritus de su padre, su madre y su hermano. No pensaba darles ninguna excusa para que lastimaran a Li Mei como habían hecho con Valentina. Estaban en China, y allí regían otras reglas.
La mujer china del barco, con su granada de mano, lo sabía bien. Lo culpaba a él de la ejecución de su esposo y del suicidio de su hija en el lecho de Feng Tu Hong, y terminó inmolándose ella misma con una segunda granada. Pero ello no implicaba que hubiera dejado de ser una amenaza. Theo había arrancado a Li Mei la promesa de que se dirigiría a Yeewai, el gato, con gran amabilidad. Por si acaso. Los espíritus eran impredecibles.
Cuando la congregación se puso en pie para cantar «Adelante, soldados cristianos», Theo siguió sentado, con los ojos cerrados, agarrando con fuerza la mano de Li Mei.
La recepción que siguió al funeral fue peor. Pero a Theo le alegró ver a Polly invariablemente plantada junto a Lydia, cuidando de su amiga, protegiéndola de quienes iban a darle el pésame. Alfred, por su parte, se mostraba demasiado entero, y verlo rompía el corazón.
– Si puedo ayudarte en algo, Alfred…
– Gracias, Theo, pero no.
– ¿Cenamos juntos alguna noche?
– Te lo agradezco. Todavía no. Tal vez más adelante.
– Por supuesto.
– Theo.
– ¿Sí?
– Estoy pensando en solicitar un traslado. No puedo quedarme aquí. Ya no.
– Comprensible, amigo. ¿Adónde te gustaría ir?
– A casa.
– ¿A Inglaterra?
– Sí. No estoy hecho para estos lugares paganos.
– Te echaré de menos. Y nuestras partidas de ajedrez.
– Debes venir a visitarme.
– ¿Y la muchacha? ¿Qué piensas hacer con Lydia?
– La llevaré conmigo. A Inglaterra. Le proporcionaré una buena educación. Eso es lo que quería Valentina.
– No es poca responsabilidad. No olvides que no sabe nada de Inglaterra. Y no puede decirse que sea una joven… dócil precisamente. No sé si encajaría allí.
Alfred se quitó las gafas y se las limpió con esmero.
– Ahora es mi hija.
Theo no estaba seguro de que Lydia lo viera del mismo modo.
– Lo siento, Alfred -dijo, incómodo-. No imaginas lo mal que me siento, sé bien que esa granada iba dirigida a mí, y no a Valentina.
Alfred frunció el entrecejo.
– No es culpa tuya, Theo, no te culpes. Es este maldito país.
Pero Theo sí se culpaba. No podía evitarlo. Decidió regresar a casa a pie, en lugar de montarse en uno de los rickshaws que atestaban las calles, por más que éste le habría aliviado el dolor de piernas. Pero necesitaba andar. Debía despejarse con una caminata. Arrancar el diablo de la culpabilidad que se alojaba en su alma.
No le cabía duda de que regresaría una y otra vez en los años venideros, y que tendría que hacerle sitio en su corazón. Pero los momentos en que su mente pensaba con mayor claridad sabía que Alfred tenía razón. Era el país. China contaba con una historia de miles de años de violencia, e incluso ahora, su exquisita belleza se veía pisoteada por la estampida de quienes codiciaban el poder. Ellos lo llamaban justicia. Una lucha por la igualdad y el salario digno. Pero en realidad era un nombre nuevo para el mismo yugo alrededor del cuello del pueblo chino. El pueblo chino se merecía algo mejor. ¿Qué clase de sistema de justicia era ese que otorgaba la libertad a cambio del cuerpo de una hija joven? ¿O que vendía a los niños para convertirlos en esclavos?
– Wilbee, acabarás con el otro brazo escayolado si no vas con más cuidado.
Theo se apartó de la calle, donde una sucesión de ruedas pasaba a toda velocidad, un río sin fin de coches y bicicletas, de rickshaws y carretillas. Incluso un joven que iba montado sobre una motocicleta hizo sonar la bocina para que se apartara.