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– Lydia.

Ella sonrió. Oír su voz pronunciando su nombre era una alegría inmensa. Pero, a la vez, en su pecho empezaba a anidar un dolor intenso. Se acurrucó contra la curva de su brazo, apoyó la cabeza en su clavícula y entrelazó una pierna con la de Chang. Aspiraba su aliento, se empapaba de su olor, y así se mantuvo, con los ojos cerrados, un largo minuto, grabando para siempre el instante en su cerebro.

Abrió los ojos.

– Ya lo sé, mi amor. Ya sé qué es lo que tienes que decirme.

– Debo irme de Junchow.

– Sí.

La abrazó con fuerza, y un escalofrío recorrió sus venas.

– Y debo dejarte aquí, luz de mi alma. Dejarte a salvo.

– Lo sé.

Chang le besó la frente, y sus labios se demoraron en su piel.

– No puedo llevarte conmigo, mi amor.

– Lo sé. -A Lydia se le formó un nudo en la garganta, y el dolor en el pecho le dolía más que una herida de puñal-. Cuando me capturó esa rata de Po Chu, lo comprendí. Aquellos hombres no serían distintos de los combatientes comunistas del campamento. Para ellos, yo siempre sería un forastero, un recordatorio venenoso de todo lo que luchaban por derrotar. Y mientras estuviera a tu lado, tú estarías en peligro. Y eso no podía soportarlo. El enemigo me usaría a mí para mutilarte a ti.

Él le acarició el rostro, sellándole los labios con los dedos, tiernamente.

Pero ella se obligó a seguir.

– Para ti yo sería peor que unas cadenas. De modo que sé bien que debes partir tú solo.

– Lo único que tú me encadenas es el corazón. Y juro que regresaré a por ti.

Los ojos le brillaban a la luz de la vela. Sin fiebre. Ella vio en ellos la verdad de la promesa que acababa de pronunciar, pero también la impaciencia por lo que se extendía ante él, y el puñal que seguía clavado en su pecho se hundió en él un poco más.

– Más te vale -replicó ella riendo. Echó la cabeza hacia atrás y le mostró los dientes-. O seré yo la que atacaré las montañas para atraparte.

Chang le besó el cuello.

– Tanto los comunistas como el Kuomintang huirían despavoridos al verte aparecer, con tu espíritu de zorro.

– Te he preparado un paquete. -Señaló una bolsa de cuero con hebilla y cinta larga colocada sobre unos sacos, junto a la pared-. Es ropa y comida. También hay algo de dinero.

– ¿Y un puñal?

– Claro. Y de los buenos.

Chang asintió, satisfecho.

– Gracias, amor mío. ¿Tu padre se ha vuelto más generoso?

– Mi padre… -dijo con voz áspera. Tragó saliva y prosiguió-. Mi padrastro tiene otras cosas en la cabeza.

Fue entonces cuando se lo contó. Lo de su madre. Lo de la carta. Lo de Alexei Serov. Él la abrazó con fuerza, y ella derramó lágrimas por primera vez desde la muerte de su madre. Un nudo tenso, sólido, se soltó dentro de ella.

– ¿Volverán a por ti las tropas del Kuomintang? -le preguntó al fin.

– Como lobos que olisquean la sangre recién derramada -respondió él.

– ¿Y Alexei?

– Cuando descubran que ha dado orden de que me liberen, los rusos tendrán que responder ante ellos.

Lydia asintió.

Durante un momento, la mirada de Chang se clavó en la suya, en silencio, y entonces abrió mucho los ojos. Con un movimiento fluido se apoyó en el codo y, sujetándole la barbilla con la mano, le zarandeó la cabeza suavemente. Lydia se dio cuenta de que la herida del dedo amputado estaba casi curada.

– Lo has planeado todo muy bien -dijo él-. Y, en cierto modo, así contribuyes a la causa comunista.

Ella asintió.

– El Kuomintang perderá a su asesor militar en Junchow. -Hablaba con serenidad, pero se veía muy pálido-. Y tú… no, Lydia. No. Tú te meterás en la boca del dragón.

Ella sonrió, mirándole a los ojos, negros, intensos, y con un dedo recorrió el perfil afilado de su mandíbula.

– Amor mío, de ti he aprendido a retorcer la cola del dragón.

Él le acarició el pelo, impaciente, como si al hacerlo quisiera acariciarle los pensamientos.

– Vuelves a Rusia.

– Sí.

– Será peligroso.

– Estoy bien preparada. Te lo prometo.

– Por los dioses, el tuyo va a ser un viaje más duro que el mío. Pero te juro que, en tu bolsillo, contigo, viajará mi alma.

Lydia sintió que la embargaba una gran emoción, y le besó los párpados.

– Gracias, amor mío, por comprender. Lo mismo que tú debes luchar por aquello en lo que crees, yo también tengo que hacer esto.

– Oigo tus palabras, pero el miedo me muerde los huesos.

– No temas. Los dos lo superaremos. Yo creía que la supervivencia lo era todo. Durante toda mi vida he luchado por comer y respirar en este mundo apestoso, como una gata de callejón, que era como me llamaba mi madre. Pero he aprendido. De ti. Del anodino Alfred. E incluso de la salvajada que viví en la Caja. Hay que sobrevivir por una causa.

Chang An Lo se incorporó y la rodeó con sus brazos, le besó el hombro como si quisiera devorarlo.

– Oh, mi Lydia, el viento de la vida sopla con tal fuerza en tu interior…

– Amor -prosiguió ella-. Y lealtad. Ésas son mis causas. Y merece la pena sobrevivir por ellas. Él es mi padre, Chang An Lo. Deseo saber qué razón lo ha mantenido con vida diez años en ese terrorífico campo de prisioneros ruso.

– En el corazón del hombre, el hierro proviene de su mente.

– Y en el de la mujer, también.

Chang sonrió, aunque con pesar. Alargó la mano en dirección a su ropa, hecha un ovillo en el suelo.

– Tengo algo para ti.

Sacó una bolsa de cuero y, de ella, extrajo un colgante pequeño, rosado, que le colocó en la palma de la mano.

– Se trata de un poderoso símbolo chino. Un símbolo de amor.

Ella lo estudió con detenimiento.

– Un dragón.

Su forma era exquisita. Enroscado como un gatito.

– Sí, tallado en cuarzo rosa. Llévalo siempre contigo. Te protegerá y te guardará de los malos espíritus hasta mi regreso.

– Es muy bonito. Gracias.

Le besó, y volvieron a hacer el amor, despacio, demorándose, saboreando cada caricia, cada sabor, y luego, en los momentos finales, con fiereza, convirtiéndose el uno en parte del otro. En el instante último de temblor y abandono, algo cambió en él. Ella lo notó, y a él el instinto le llevó a cubrirle la boca con la mano y a susurrarle al oído.

– Escucha.

Ella lo hizo, pero no oyó nada. Excepto el viento entre los árboles. Pero su corazón y su estómago parecían a punto de colisionar.

– Vas a necesitar ese cuchillo.

Las bisagras gimieron, y la puerta se abrió de golpe y rebotó contra la pared con estruendo. Un oficial del ejército británico irrumpió en el cobertizo húmedo, los ojos veloces, astutos. Tras él, los uniformes grises del Kuomintang acechaban como perros atados con correas.

Lydia se puso en pie de un salto, envuelta en una manta.

– ¡Salgan de aquí! ¿Cómo se atreven a entrar de este modo? Esto es propiedad privada.

– Traemos una orden judicial. -El oficial blandió un papel y se lo acercó groseramente a la cara-. No se haga la inocente, señorita. ¿Dónde está?

Varias manos rebuscaban entre las mantas, entre cajas, telarañas y latas viejas, como si su presa pudiera ocultarse en una de ellas.

Cuando apartaron los sacos de la pared trasera, el capitán chino de rostro pétreo lanzó una maldición y ordenó a sus hombres que buscaran fuera. Tras aquellos sacos se adivinaba un hueco en la pared. Alguien había serrado limpiamente unos tablones y los había arrancado. La larga espera de Lydia, aquella tarde, no había resultado del todo ociosa.