– ¡Ya era hora!
Theo tomó asiento junto a Alfred Parker, el único de los allí congregados al que consideraba amigo, y que le dio la bienvenida asintiendo con la cabeza y estrechándole la mano. Alfred era unos años mayor que él, y recién llegado a China. Trabajaba como reportero para el periódico local, el Daily Herald de Junchow. Y no lo hacía nada mal. Su último artículo, un reportaje espeluznante, abordaba la odiosa costumbre de vendar los pies a las mujeres chinas. Aunque ya no se trataba de algo obligatorio desde la caída de la dinastía manchú en 1911, su práctica seguía muy extendida. Afortunadamente, los padres de Li Mei le habían ahorrado aquella barbaridad en concreto. Y Alfred Parker tenía razón. Según él, ¿qué sentido tenía discapacitar a la mitad de la fuerza de trabajo en un país que moría de hambre en la calle? No tenía sentido.
– Buenas tardes, Willoughby -respondió sir Edward, que parecía alegrarse sinceramente de verlo aunque, claro, aquel hombre era un diplomático brillante, y con él nunca se sabía-. Sí, tiene razón, aunque no sé de dónde diablos saca la información. El secretario de la marina estadounidense ha ordenado la retirada inmediata de Tientsin.
– ¿De cuántos hombres hablamos? -preguntó Parker, interesado.
– De tres mil quinientos marines.
Binky Fenton silbó con estridencia y jaleó el dato.
– Adiós, yanquis, feliz expulsión.
– Y nuestra propia Guardia Escocesa se sumará a ellos en enero -masculló Mason, mientras levantaba un dedo. Al momento, un camarero chino se materializó a su lado-. Whisky con soda, muchacho. Sin hielo. ¿Willoughby?
– Whisky solo.
Sir Edward asintió, complacido. Le dolía ver que la gente estropeaba un buen whisky rebajándolo con agua.
– Los nacionalistas del Kuomintang controlan la situación -afirmó con vehemencia el diplomático, aunque sin aclarar si aquel hecho le complacía o no-. Tanto en Pekín como en Nankine, lo que implica que dominan tanto la capital del norte como la del sur. De modo que debemos reconocer que la guerra civil ha terminado al fin, al menos la lucha entre los señores de la guerra, si bien no la que se libra contra los comunistas. El mariscal Chang Tso-lin y su Ejército del Norte han perdido. Y por eso, caballeros, el gobierno británico ha decidido que la necesidad de mantener tantas tropas que protejan nuestros intereses se ha reducido.
– ¿Es verdad que al mariscal Chang Tso-lin y a sus hombres se les están facilitando salvoconductos para Manchuria? -preguntó Alfred Parker, que quería sacar el mayor partido de la primicia.
– Sí.
– ¿Por qué? Los chinos tienen la costumbre de matar a sus enemigos derrotados.
– Eso se lo respondería mejor Chiang Kai-Chek -respondió sir Edward dando una chupada a su puro, con la mirada vivaz, los ojos muy abiertos.
Se trataba de un hombre imponente, de unos sesenta años, alto y elegante, ataviado con un esmoquin entallado, con pajarita blanca y cuello alzado. Su mata de pelo blanco contrastaba con el mostacho militar, que amarilleaba por la dosis diaria de nicotina, taninos y el mejor whisky de las Tierras Altas escocesas. En tanto que gobernador de Junchow, sobre él recaía la imposible tarea de mantener la paz entre las distintas facciones extranjeras: franceses, italianos, japoneses, estadounidenses y británicos, y, peor aún, rusos y alemanes que desde el final de la Gran Guerra, en 1918, había perdido su estatus oficial en China y pasaban penalidades.
Pero la principal piedra en su zapato eran aquellos redomados americanos, que se precipitaban en todo, por su cuenta, y sólo aceptaban discutir la situación cuando el daño ya estaba hecho. De modo que no estaría mal librarse de unos cuantos, aunque ello implicara que Tientsin quedara más expuesta. Con suerte, el contingente de Junchow seguiría el mismo camino, aunque los japoneses seguirían ahí, y a ésos tampoco se les podía quitar el ojo de encima. Cada vez que pensaba en ellos le hervía la sangre.
Desplazó la mirada entre los congregados y se fijó en que Theo Willoughby lo observaba. Una vez más, sir Edward asintió apenas perceptiblemente, en señal de aprobación. Aquel maestro de escuela le caía bien, y le parecía que llegaría lejos. Lo único que debía hacer era renunciar a aquella obsesión suya por todo lo chino. Su aventura con aquella nativa no importaba lo más mínimo. Varios conocidos suyos bebían de aquella fuente amarilla de vez en cuando, aunque sus inclinaciones personales no fueran por ahí. Dios santo, no. Su querida Eleanor se retorcería en su tumba si lo hiciera. Aún echaba de menos a su niña. Era algo parecido a un dolor de muelas, pero en ese caso no había sacamuelas que lo aliviara. A ella también le habría caído bien Willoughby. Habría dicho de él que era un muchacho encantador. Un quebradero de cabeza encantador, de tener que hacer caso a la expresión de Mason. Entre aquellos dos hombres sucedía algo. Demasiada tensión, y era evidente que Mason creía que tenía las de ganar. Pero no debía bajar la guardia, no subestimar a aquel joven con tendencia a mostrarse impredecible. Lo llevaba en la sangre. No había más que ver lo que su padre había hecho en Inglaterra. Aquello sí fue un escándalo. No era de extrañar que el hijo hubiera ido a esconderse en el otro extremo del mundo.
Dio un generoso trago al whisky, y se lo paseó por la lengua, complacido.
– Willoughby -dijo, sin dejar de observarlo con los ojos muy fijos, unos ojos que se asomaban al mundo bajo sus pobladas cejas-. Se quedará usted al concierto que da esta noche la belleza rusa. -No formuló la frase como pregunta.
– Me encantará, señor.
Maldito viejo. Por su culpa, pasaría toda la noche sin ver a Li Mei.
– Qué sorpresa encontrarte aquí, Theo -comentó Alfred Parker con su voz cortés de siempre, con la que sin embargo no logró ocultar la curiosidad que su presencia le suscitaba.
Se encontraban junto a la barra, los dos solos. Se habían acercado hasta allí para pedir otra copa, pero también para librarse un rato de la acalorada discusión sobre los peligros de la extraterritorialidad, y sobre si los nacionalistas se habrían apoderado de Shanghai el año anterior sin la ayuda de Du Yesheng, apodado Orejas Grandes, y su tríada de la Banda Verde.
Theo se sentía siempre incómodo cuando se abordaba la cuestión de las tríadas chinas. Se le erizaba el vello de la nuca. Había oído rumores sobre las actividades a las que se dedicaban en Junchow. Cuellos cortados, negocios de pronto devorados por las llamas, algún cuerpo sin cabeza que aparecía flotando en las aguas del río… Pero era la belleza de China lo que él adoraba. Una belleza que lo dejaba sin aliento. Le había robado el corazón. No era sólo la exquisita delicadeza de Li Mei, sino la curva sensual de un jarrón Ming, el trazo ascendente de una caligrafía realizada con pincel, los significados ocultos de una acuarela en la que se mostraba a un hombre pescando, el luminoso sol poniéndose tras una hilera de sampanes, bañando la mugre apestosa que los cubría con un resplandor dorado, sobrenatural. Todas aquellas cosas inundaban sus sentidos. En ocasiones, la pasión que le despertaban era tan intensa que le faltaba el aliento. Incluso el sudor acre y los dientes rotos de algún porteador de rickshaw le hablaban de la belleza de un país que existía sólo por el esfuerzo sobrehumano al que se sometían los millones y millones de campesinos.
Pero las tríadas… Eran como ratas en un granero; devoraban, corrompían, envenenaban. Theo se pasó por la frente un gran pañuelo rojo y se metió un dedo en el cuello de la camisa, para respirar mejor.
– No he venido por gusto -respondió-. Mason quiere hablar conmigo.
– Ese hombre es demasiado voraz. Está metido en todo.
Theo soltó una carcajada exenta de humor.