– Es un cabrón avaricioso, y va a por todas. Está dispuesto a aplastar a todo el que se interponga en su camino.
– No te interpongas tú, entonces.
– Para eso ya es demasiado tarde, me temo.
– ¿Por qué? ¿Qué has hecho para irritar a ese tipo?
– Juzga tú mismo: no le gusta que su hija aprenda historia de China, ni que haya establecido la obligatoriedad de la asignatura de educación física también para las niñas, no sólo para los niños. Además, he suprimido las clases de tiro al blanco de los sábados por la mañana. Por ello casi muero ahorcado por una turba de padres enfurecidos.
Parker se echó a reír con ganas. Se trataba de un hombre corpulento, ancho de pecho y cordial por naturaleza, aunque esa noche parecía sentirse algo incómodo. Rebuscó en el bolsillo y sacó una pipa. Se tomó su tiempo para encenderla, y sólo entonces meneó la cabeza, en gesto de reproche.
– Tú todo eso lo haces sólo para provocar.
Theo lo miró, sorprendido. El periodista le hablaba en serio. Tal vez a Alfred le quedara mucho por aprender sobre la manera oriental de hacer las cosas, pero tenía instinto para separar el grano de la paja cuando de gente se trataba. Eso lo convertía en buen periodista, y era la razón por la que a Theo le caía bien. Sí, en ocasiones podía ser un necio pomposo, sobre todo en compañía del sexo débil, pero por lo general se trataba de un tipo decente, lo bastante sensato como para vestirse con chaqueta de lino y camisa de verano, en vez de ataviarse con toda la parafernalia de las cenas formales. Con todo, su último comentario le dejó algo perplejo, pues temía que lo creyera de veras.
– Alfred, escúchame. Lo único que yo quiero es abrir las mentes de esos niños y niñas.
– Privarlos de las cosas que les gustan, como el tiro al blanco, no va a llevarte muy lejos, no sé si lo sabes. Más bien todo lo contrario, diría yo.
– Mira, hace muy poco hemos pasado por una contienda horrible en Europa. Y aquí, en China, entre las Guerras del Opio y la Rebelión de los Bóxers llevan casi dos decenios de violencia. Y piensa en lo que está sucediendo en la India en este momento. ¿Cuándo aprenderemos que el ruido de sables no es la respuesta?
– Frena, Theo. Hemos traído la civilización y la decencia moral a estos paganos. Y salvación a sus almas. Nuestros ejércitos de mar y de tierra han sido necesarios para abrirles las puertas.
– No, Alfred. La violencia no es la respuesta. Nuestra única esperanza de futuro es enseñar a nuestros hijos que una piel distinta o una lengua distinta no convierten en enemigo a otro ser humano. -Apoyó la mano en el brazo de su amigo-. Este país necesita nuestra ayuda desesperadamente. Pero no nuestros ejércitos.
– Además de un maldito pro chino, está usted hecho un pacifista, Willoughby.
Era Mason.
Theo no se volvió. Sintió que el pecho se le llenaba de rabia. A través del gran espejo instalado tras la barra, vio que Christopher Mason se encontraba tras él, con la barbilla muy levantada, como pidiendo a gritos que alguien le diera un puñetazo.
– Señor Mason -terció Alfred Parker cortésmente-. Me alegro de contar con la oportunidad de conversar con usted. Llevaba tiempo con ganas de hacerlo. A nuestros lectores del Daily Herald les interesaría conocer sus opiniones en tanto que responsable de educación de Junchow. Estoy preparando un reportaje sobre las oportunidades que tienen los jóvenes hoy. ¿Me concedería una entrevista?
Mason se mostró sorprendido, pareció que la propuesta le pillaba a contrapié, pero al poco esbozó una sonrisa.
– Por supuesto, Parker. Llame a mi oficina el lunes por la mañana.
– Lo haré encantado.
Mason se balanceó sobre sus talones, antes de añadir, bruscamente:
– Y ahora, Willoughby, creo que ya va siendo hora de que hablemos.
– Latín.
– ¿Cómo dice?
– ¿Por qué enseña latín a mi hija?
– Para ampliar su comprensión de la lengua.
– Y le ha hecho mezclar productos químicos peligrosos.
– Señor Mason, todos los alumnos de mi escuela aprenden latín y ciencias, sean niños o niñas. Usted ya lo sabía cuando la inscribió, hace tres años.
– Poesía latina -prosiguió Masón, ignorando el comentario de Theo-. Diseccionar ranas y arrancar patas a escarabajos. Historia de China con todos esos cuentos de concubinas y decapitaciones. Gimnasia que lleva a las niñas a saltar sobre potros y a hacer la carretilla, casi desnudas, mientras los niños las miran con los ojos fuera de sus órbitas. Nada de todo ello es apropiado para una jovencita.
– Los potros no son de verdad. Forman parte del equipo del gimnasio.
– No se burle usted de mí, joven.
– No me burlo. Lo que hago es indicarle que se encuentran en el interior del gimnasio. Los niños y las niñas acuden por separado a esas clases, por lo que los niños no pueden verlas. Y ellas, por cierto, van respetablemente cubiertas con unos vestidos cerrados. Nadie las ve, salvo la señorita Pettifer.
– Le digo que no es apropiado. A la señora Mason y a mí no nos gusta.
Theo tuvo que morderse la lengua para no comentar que la señora Mason llegaba todos los días en tándem a buscar a Polly a la escuela, y que, por tanto, debía de ser acérrima partidaria de que las mujeres practicaran ejercicio intenso. Concentró la mirada en las profundidades ambarinas de su vaso de whisky, tratando de descubrir qué pretendía Mason. Estaban sentados, solos, en un extremo del largo porche. En el otro, entre palmeras plantadas en tiestos, había un grupo de mujeres que conversaban de sus cosas, y emitían al hacerlo un murmullo continuado que no les molestaba.
– Siempre podría enviar a Polly a otra escuela, señor Mason -propuso Theo en voz baja-. Tal vez el centro de secundaria de Saint Francis le resultara más adecuado.
Mason lo miró con desagrado, con los ojos muy abiertos. Pero había algo más en ellos, en su gris profundo, gélido, que no le gustaba nada, y que hizo que un escalofrío recorriera su espalda.
– No es eso lo que pretendo, Willoughby.
– ¿Y qué es lo que pretende? -preguntó Theo, llevándose el vaso a los labios.
– Estoy pensando en cerrarle la escuela.
El anuncio lo dejó helado. Sintió que la sangre abandonaba su rostro. Con gran esfuerzo, dejó el vaso en la mesa. Parpadeó, recorrió con la vista el campo de croquet, que a esa hora de la tarde era del color de la lavanda, y la superficie plateada del lago, que había adquirido una tonalidad gris, maciza, como de cola de dragón. Le habría venido bien dar otro trago, pero no se atrevía a levantar el whisky. Mason estaba echado hacia delante y lo observaba con mirada dura, penetrante. Theo se obligó a concentrarse. Despacio, se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y le sostuvo la mirada.
– ¿Debo interpretar que pretende retirarle la licencia a la Academia Willoughby? -preguntó fríamente.
– Es una posibilidad.
– Creo que se encontraría la mesa de su despacho llena de quejas de los padres si optara por una medida tan absurda. Es la mejor escuela de Junchow, y usted lo sabe. Una educación más amplia de miras para las chicas no justifica que…
– No es sólo eso.
Theo frunció el ceño.
– ¿Qué más hay?
– Es el dinero.
Fue entonces cuando Theo supo que había perdido.
– Mira a esa mujer de ahí. ¿No te parece un bombón? Cualquier hombre perdería la cabeza por ella. -Aquellas palabras provenían de un corro de oficiales del ejército que acababan de abandonar la sala de billares.
Theo cruzaba el salón en dirección al fumador. Necesitaba estar solo, alejarse de aquel circo de locos. Necesitaba pensar, decidir cuál debía ser su siguiente paso. Le latían las sienes, y en sus oídos zumbaba un rumor de miles de cigarras, pero las palabras del oficial le hicieron levantar la cabeza y mirar atrás.
Era Valentina Ivanova.