De pronto, Theo recordó el concierto, el maldito compromiso que había adquirido con sir Edward, que le había invitado a asistir. Mason estaría presente, por supuesto, con su sonrisa perversa y sus ojos ávidos, dándose golpecitos con los dedos en aquellos grandes dientes de depredador que tenía. Pero la visión de Valentina Ivanova le aclaró las ideas al momento. Le recordó aquello por lo que debía luchar, pues a su lado, al hacer su entrada en el salón, vio a una de sus alumnas. La joven Lydia. La que había mostrado tanto interés en saber más cosas sobre las artes marciales.
Las dos juntas llamaban aún más la atención, y las cabezas se volvían a su paso. Las mujeres apretaban los labios al verlas. La madre se veía magnífica. Era bastante menuda, algo que compensaba con sus andares, el vaivén de sus caderas finas, la curva de la barbilla, que mantenía muy alta. Tenía una piel blanquísima, perfecta, y llevaba el pelo ondulado, castaño, recogido en lo alto de la cabeza, lo que la hacía parecer más alta, más imponente. Con todo, eran sus ojos, oscuros, luminosos, los que con su sensualidad vulnerable eran capaces de hacer que a un hombre le temblaran las rodillas.
Theo la había visto en otras ocasiones, pero nunca así; llevaba un traje de noche de seda azul de Shantung, resplandeciente. De escote bajo, mostraba el inicio de los senos, así como su elegante cuello. Ocultaba las manos bajo unos guantes blancos, largos hasta los codos, y no lucía ni una sola joya. No las necesitaba. La comparó mentalmente con Li Mei, y tuvo que reconocer que la figura de su amante era menos voluptuosa, de un atractivo más discreto, aunque, para él, había una pureza en Li Mei, una especie de sexualidad inmaculada, que ninguna occidental podía igualar. Como la porcelana china comparada con la de Wedgwood. Sólo una te rompía el corazón con su belleza.
– Dios mío, ¿quién es esa maravillosa criatura? -dijo otro de los oficiales.
– Creo que es la pianista -apuntó otro-. El comité del club ha organizado un poco de diversión, y la diversión es ella.
Su comentario fue saludado con risotadas.
– Pues que venga a entretenerme a mí siempre que quiera.
– No, yo me quedo con la más joven, la cachorrita de leona. Parece que ya está crecidita.
– Bueno, a mí me interesaría ver qué tiene debajo del vestido antes de…
Theo se alejó. Demasiado alcohol. Los delataba el aliento. Pero en una comunidad en la que los hombres superaban en número a las mujeres en una proporción de al menos diez a una, lo que acababa de presenciar no era infrecuente. Los burdeles abundaban, llenos sobre todo de jóvenes rusas o eurasiáticas mestizas. En ambos casos se trataba de mujeres repudiadas en unas sociedades de gran rigidez moral. Theo sintió el deseo imperioso de salir de allí corriendo, dejarlos a todos en el infierno que ellos mismos se habían creado, pero no lo hizo. La velada no había terminado. Y todavía debía vérselas con Mason.
En ese momento, Lydia lo vio y le sonrió, tímida y ufana con su atuendo de gala. Un cachorro de leona, sí. Aquel hombre estaba en lo cierto. Ojos pardos, cabellera roja. Había algo indómito en ella. Esa noche parecía una joven encantadora, pero incluso enfundada en su vestido, que era de color albaricoque, y de lo más moderno, con su talle bajo y su dobladillo a la altura de las rodillas, despertaba una punzada de excitación, incluso de peligro. Con todo, cuando él le devolvió la sonrisa, Lydia se ruborizó como una colegiala.
Capítulo 6
En el exterior del Club Ulysses, las farolas de Wellington Road proyectaban círculos de luz amarilla en la oscuridad. Pero la oscuridad, en China, era vasta, densa, y reclamaba para sí el mundo frágil que los extranjeros consideraban suyo.
Esa oscuridad era refugio para el ladrón de ojos almendrados que permanecía de pie, junto a la cuna del niño del joven oficial del ejército, mientras su amah jugaba al mah-jongg en la planta baja; para el apestoso camión séptico, el volquete lleno hasta los topes de excrementos humanos que iba camino de los campos; para el cuchillo que se clavaba en la garganta de un blanco que creyó que las deudas con tahúres chinos no eran vinculantes.
Y para Chang An Lo. A medida que la noche avanzaba, se hacía invisible en la oscuridad, y su perfil oscuro, juvenil, se fundía con el tronco moteado de uno de los plátanos que flanqueaban el camino. No se movía, y siguió sin moverse cuando un relámpago de plata rasgó el cielo, y empezó a llover con fuerza, repicando contra las hojas que se alzaban sobre su cabeza, haciendo que los coches se convirtieran en monstruos negros, brillantes, cada vez que con sus faros iluminaban las verjas de hierro forjado del club, un guarda militar, con gorra de plato y rifle al hombro inspeccionaba a todos los que entraban.
Chang An Lo apoyó la cabeza contra el tronco áspero y cerró los ojos para recordar mejor a la joven en el momento de descender del rickshaw que la había conducido hasta allí. La imaginó de nuevo, el fuego de sus cabellos que se mecía sobre sus hombros, la emoción de su paso apresurado. Vio que su rostro se alzaba para contemplar las inmensas columnas de mármol, y con mirada aguda captó el brevísimo instante de vacilación de sus pies. ¿Seguirían sus ojos tan llenos de asombro -se preguntaba- como cuando la vio el día anterior en aquel hutong cochambroso, en aquella callejuela?
Se había formulado la pregunta varias veces. ¿Se habría perdido sin darse cuenta? Pero ¿cómo iba alguien a entrar en el barrio antiguo sin percatarse de ello? Con todo, los fanqui eran raros, y los senderos de su mente, turbios e indescifrables. Se pasó la mano por la densa mata de pelo negro, sintió en él la humedad de la lluvia y se presionó el cráneo con los dedos, como si de ese modo ejerciendo sólo la fuerza, fuera a obtener una respuesta.
¿Eran los dioses los que la habían llevado hasta él?
Meneó la cabeza, enfadado consigo mismo. Los europeos no eran amigos de los chinos, y los dioses del Reino Medio no tendrían nada que ver con ellos. A Chang An Lo tampoco le interesaba tener nada que ver con ellos, a no ser que fuera para empujar sus almas voraces hasta el mar, que era de donde habían venido, pero lo raro era que cuando la vio a ella en el hutong, el día anterior, no vio a un «diablo extranjero», sino a un zorro asustado y herido. Como el que en una ocasión había liberado de una trampa, en el bosque. Le había clavado los dientes y le había arrancado un pedazo de carne del brazo, pero después huyó, en busca de un lugar seguro. En aquella ocasión, Chang creyó ver en aquel animal un destello de sí mismo, pues también él se consideraba un ser atrapado y fiero que luchaba por conseguir su libertad.
Y ahora aparecía esa muchacha. Igual de indómita, con un fuego que nacía en su interior, y que se mostraba también en el pelo cobrizo, en sus ojos enormes de fanqui. Ella lo quemaría. Estaba tan seguro de ello como lo estuvo de que el zorro enjaulado le atacaría apenas lo tocara. Pero ya estaba atado a ella, sus almas se habían unido, y no tenía elección. Porque él le había salvado la vida.
En su mente se formó la imagen de unos callejones, de unas alcantarillas apestosas por las que nadie se adentraría por gusto. Él habría pasado de largo sin mirarlas siquiera. Pero los dioses le hicieron detenerse y volver la cabeza. Ella iluminó con su fuego todo aquel agujero negro, maloliente. Sus ojos no habían contemplado nunca a nadie como ella.
Sus pensamientos regresaron bruscamente a la lluvia y al cielo oscuro y tormentoso, y en ese momento oyó ruido de pasos, y el golpeteo de un bastón; un hombre pasó muy cerca de donde se encontraba. Llevaba un sombrero de copa y una gabardina gruesa, y se protegía con un paraguas. Pasó de largo a toda prisa, sin ver a Chang. Pero antes de llegar al club, dos sombras se arrojaron a sus pies, sobre el pavimento mojado.
Eran mendigos, un hombre y una mujer. Nativos de la ciudad vieja y le suplicaban con tono agudo, lastimero.