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– Bolcheviques -Jens susurró a Valentina, mientras los congregaban en un corro en el que los murmullos de las oraciones resonaban como lágrimas-. Cúbrete bien con la capucha, y esconde las manos.

– ¿Las manos?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Al camarada Lenin le gustan las manos ásperas y con cicatrices causadas por años de lo que él llama «trabajo honrado». -Protector, le acarició un brazo-. Y no creo que tocar el piano cuente, amor mío.

Valentina asintió, se cubrió la cabeza con la capucha y metió la mano que le quedaba libre en el bolsillo. Sus guantes, de marta cibelina, hasta no hacía mucho hermosos, se habían convertido en harapos durante los meses pasados en el bosque, los viajes en plena noche, a pie, comiendo gusanos y líquenes de día. Todo aquello le había pasado factura, y no sólo a sus guantes.

– Jens -dijo ella en voz muy baja-. No quiero morir.

Él negó con la cabeza, vehemente, mientras con la mano libre señalaba a un soldado alto, montado a lomos de un caballo, que sin duda ostentaba el mando, y que era el que llevaba el abrigo verde.

– El que debería morir es él… por llevar a los campesinos a esta locura colectiva que está desmembrando Rusia. Hombres como él abren las compuertas de la brutalidad, y la llaman justicia.

En ese instante el oficial emitió una orden, y parte de la tropa desmontó. Las culatas de los rifles golpearon rostros, resonaron contra espaldas. Mientras la locomotora resoplaba pesadamente en la inmensidad callada, los soldados empujaban y zarandeaban su carga de centenares de desplazados, a los que hicieron formar un círculo apretado, a unos cincuenta metros de las vías. Acto seguido, procedieron a confiscar los objetos que quedaban en los vagones.

– ¡No, no, por favor! -gritó un hombre que se hallaba detrás de Valentina al ver que sacaban de uno de ellos un montón de mantas viejas y un hornillo diminuto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Valentina se sacó la mano del bolsillo. Se la pasó por el hombro. Las palabras no servían. A su alrededor, los rostros desesperados aparecían grises, tensos.

Delante de cada vagón, la escuálida montaña de objetos personales crecía a medida que éstos, tras el meticuloso saqueo, eran arrojados a la nieve, donde se les prendía fuego. Las llamas, alimentadas con el carbón de la locomotora y avivadas con chorros de vodka, devoraban los últimos retazos de su autoestima. Su ropa, las mantas, las fotografías, diez o doce venerados iconos de la Virgen María, e incluso un retrato en miniatura del zar Nicolás II. Todo ennegrecido, quemado, convertido en cenizas.

– Sois traidores. Todos vosotros. Traidores a vuestro país.

La acusación la formulaba el oficial más alto, el de la casaca verde. A pesar de no llevar más distintivo que un escudo de sables cruzados en su gorra de pico, no había duda acerca de su posición de mando. Se mantenía muy erguido sobre su recia montura, que controlaba sin esfuerzo, apenas con un golpe de talón. La impaciencia asomaba a sus ojos oscuros, como si aquel cargamento de rusos blancos supusiera para él una tarea desagradable.

– Ni uno solo de vosotros merece vivir-enunció con frialdad.

Un murmullo grave se elevó de la muchedumbre, que pareció mecerse al unísono, horrorizada. El oficial alzó más la voz.

– Nos habéis explotado. Nos habéis maltratado. Creíais que nunca llegaría el día en que tendríais que rendir cuentas ante nosotros, el pueblo de Rusia. Pero os equivocabais. Estabais ciegos. ¿Dónde están ahora todas vuestras riquezas? ¿Dónde vuestras magníficas casas y vuestros preciosos caballos? El zar está acabado, y yo os juro que…

Una sola voz se elevó de entre la multitud.

– Dios bendiga al zar. Dios proteja a los Romanov.

Se oyó un disparo. El rifle del oficial retrocedió entre sus manos. Alguien, en la primera fila, cayó al suelo; una mancha oscura en la nieve.

– Este hombre ha pagado por vuestra traición. -Su mirada hostil recorrió con desprecio la multitud anonadada-. Vosotros y los que son como vosotros habéis sido parásitos a expensas de los trabajadores famélicos. Creasteis un mundo de crueldad y tiranía en el que los ricos daban la espalda a los gritos de los pobres. Y ahora desertáis de vuestro país, como ratas que abandonan un barco en llamas. Y osáis llevaros con vosotros a la juventud de la patria. -Movió el caballo hacia un lado, y se alejó del racimo de rostros asustados-. Ahora entregaréis vuestros objetos de valor.

Un ligero movimiento de cabeza de su jefe bastó para que los soldados comenzaran a moverse entre los presos; de modo sistemático, fueron apoderándose de todas las joyas, todos los relojes, todas las pitilleras, cualquier objeto que pudiera tener valor, incluido el dinero en todas sus formas. Manos insolentes palpaban ropas, axilas, bocas e incluso pechos, en busca de objetos cuidadosamente escondidos por sus propietarios con la esperanza de que les salvaran la vida. Valentina perdió el anillo de esmeraldas que había ocultado en el dobladillo de su vestido, y a Jens le arrebataron la última moneda de oro que llevaba metida en una bota. Cuando la operación terminó, los presos permanecieron en silencio, un silencio sólo roto por algún sollozo aislado. Privados de esperanza, carecían también de voz.

Pero el oficial parecía satisfecho. El gesto de desagrado había desaparecido de su rostro. Se volvió y emitió una orden brusca al hombre a caballo que se hallaba tras él. Al instante, un puñado de soldados montados se abrió paso entre la multitud, dividiéndola, sumiéndola en la confusión. Valentina se aferró a la manita oculta en la suya, y supo que Jens moriría antes de soltar la otra. La pequeña dejó escapar un grito sofocado al ver que un gran bayo se aproximaba a ellos peligrosamente con sus pezuñas de acero. Exceptuando ese instante, se mantuvo firmemente asida a sus padres, sin pronunciar una sola palabra.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Valentina en un susurro.

– Se llevan a los hombres. Y a los niños.

– ¡Dios mío! ¡No!

Pero Jens tenía razón. Sólo dejaban en paz a los ancianos y a las mujeres. A los demás los separaban y se los llevaban. Gritos de desesperación rasgaban el aire helado de aquel erial, y por la cola del convoy asomó un lobo, que avanzó con el vientre pegado a la nieve, atraído por el olor de la sangre.

– ¡Jens, no! ¡No dejes que te lleven! ¡Ni a la niña! -suplicó Valentina.

– ¿Papá?

Un pequeño rostro surgió entre ellos.

– No hables, mi amor.

La culata de un rifle golpeó el hombro de Jens en el instante mismo en que volvía a cubrir la cabeza de su hija con el abrigo. Se tambaleó, pero logró mantener el equilibrio.

– ¡Tú, ven aquí! -El soldado a caballo parecía estar buscando cualquier excusa para apretar el gatillo. Era muy joven, y estaba muy nervioso.

Jens se mantuvo firme.

– Yo no soy ruso. -Se metió la mano en el bolsillo muy despacio, para no despertar los recelos del soldado, y extrajo el pasaporte.

– ¿Lo ve? -se apresuró a señalar Valentina-. Mi esposo es danés.

El soldado frunció el ceño, sin saber qué hacer. Pero su comandante lo miró con expresión severa, y al instante detectó su vacilación. Espoleó el caballo en dirección al aterrorizado grupo, y se acercó al joven.

– Grodenski, ¿por qué estás perdiendo el tiempo aquí? -inquirió, aunque sin mirarlo a él, sino concentrando toda su atención en Valentina, que había alzado mucho la cabeza para hablar con el soldado a caballo. Al hacerlo, la capucha se le había echado hacia atrás, revelando su larga cabellera castaña, y una frente despejada, de piel pálida, inmaculada. Los meses de escasez habían afilado sus pómulos, y sus ojos parecían ocupar gran parte del rostro.