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Chang escupió sobre el suelo al verlos.

El hombre les lanzó un puñado de monedas, maldiciendo entre dientes, y los apartó con un golpe de bastón en la espalda. Chang lo vio alejarse, subir por la escalinata blanca, franquear las puertas, tan grandes que parecían las de un palacio de los mandarines No oyó las palabras del hombre, pero conocía perfectamente sus actos. Los había visto durante toda su vida en China.

Durante las siguientes horas no pudo dejar de mirar, una y otra vez los altos ventanales iluminados, como un pájaro atraído ante la visión del maíz maduro. Ella estaba ahí, la muchacha de pelo de zorro. La había visto subir la escalera con otra mujer a su lado, pero entre ellas, el espacio de aire vacío se revolvía con una ira que les agarrotaba los hombros, y les hacía apartar las cabezas la una de la otra.

Sonrió para sus adentros, mientras la lluvia le resbalaba por la cara. Aquella muchacha tenía los dientes afilados, como los zorros.

Capítulo 7

Lydia se movía deprisa por el club. Había poco tiempo, y mucho que ver.

– Quédate aquí, no tardaré. Diez minutos, no más -le dijo Valentina-. No te muevas.

Estaban de pie, a un lado de la escalera de caracol, donde un banco de roble antiguo parecía no encajar del todo con la luminosidad de la lámpara de araña, ni con el remate de la barandilla, en forma de bellota gigante. Todo allí parecía construido a una escala enorme: los cuadros, los espejos, incluso los bigotes de los hombres. Todo era mucho más grande de lo que Lydia había visto jamás. Ni siquiera Polly había entrado nunca en el club.

– Y no hables con nadie -añadió Valentina en tono autoritario, mientras miraba a su alrededor y no le pasaban por alto los ojos interesados, los murmullos que los hombres intercambiaban unos con otros-. Con nadie, ¿lo oyes?

– Sí, mamá.

– Tengo que ir a la oficina para que me informen de la organización de la velada. -Observó con ojos disuasorios a un joven vestido con esmoquin y bufanda de seda que ya empezaba a acercarse-. Tal vez sea mejor que te lleve conmigo.

– No, mamá. Estoy bien aquí. Me gusta observar a todo el mundo.

– El problema, Lydochka, es que a ellos también les gusta observarte a ti. -Vaciló, sin terminar de decidirse, pero Lydia se sentó, coqueta, sobre el banco, con las manos en el regazo, de modo que Valentina le acarició el hombro y se alejó por el pasillo de la derecha. Mientras lo hacía, la oyó murmurar-: No debería haberle comprado ese maldito vestido.

El vestido. Lydia acarició la tela de seda color albaricoque con las yemas de los dedos. Amaba aquella prenda más que a su vida. Nunca había poseído algo tan hermoso. Y los zapatos de raso color crema… Levantó un pie para admirarlo. Ese era el momento más perfecto de su vida, sentada en un lugar hermoso, vestida con ropa bonita, mientras mujeres guapas y hombres apuestos la observaban con ojos de admiración. Porque aquellos ojos expresaban admiración, sí. Eso se notaba.

Eso era vida, y no sólo supervivencia. Eso era… eso era estar viva y no medio muerta. Y por primera vez le pareció comprender parte del dolor que se había alojado en el corazón de su madre, quemándolo. Perder todo aquello… Debía de ser como adentrarse ciegamente, a tientas, en una cloaca, y convertirla en tu hogar, un hogar compartido con las ratas. Tu hogar. Por un momento, Lydia sintió que el corazón le latía con más fuerza. Su hogar era aquel desván, pero ¿por cuánto tiempo más? Tomó una porción de tela del vestido entre los dedos y cerró el puño con fuerza. Metió los zapatos tras el asiento, para ocultarlos a las miradas.

«Mira qué te he traído, cielo. Para esta noche. Por tu cumpleaños.»

Cuando Valentina pronunció aquellas palabras tan llenas de encanto, una vez que Lydia hubo regresado de la escuela esa tarde, ella sonrió, esperando encontrarse con un lazo para el pelo, o tal vez su primer par de medias de seda. Pero no eso. No ese vestido, esos zapatos.

Quedó paralizada. Incapaz de articular palabra, de tragar saliva.

– ¡Mamá! -dijo al fin, con la vista clavada en el vestido-. ¿Con qué lo has pagado?

– Con el dinero del cuenco azul del estante.

– ¿Con el dinero del alquiler y la comida?

– Sí, pero…

– ¿Lo has usado todo?

– Por supuesto. Era caro. Pero no te pongas así, no te enfades. -Valentina se rindió al fin y a sus ojos vivaces acudió una mirada de honda preocupación. Acarició a su hija en la mejilla-. No te preocupes tanto, dochenka -dijo en voz muy baja-. A mí van a pagarme el concierto de esta noche, y tal vez me contraten para alguno más, sobre todo si te llevo conmigo, con lo guapa que vas a ir. Considéralo una inversión de futuro. Sonríe, tesoro, ¿No te gusta el vestido?

Lydia asintió con la cabeza, en un movimiento apenas perceptible, pero por más que lo intentó no logró arrancarle una sonrisa a sus labios.

– Nos moriremos de hambre -musitó.

– Eso son tonterías.

– Nos pudriremos en la calle cuando la señora Zarya nos eche de casa.

– Querida, no seas tan melodramática. Toma, pruébatelo. Y los zapatos también. Los he dejado a deber, pero es que son tan bonitos… ¿No te parece?

– Sí -respondió casi sin aliento.

Pero apenas el vestido pasó por su cabeza, se enamoró de él. Dos delicadas hileras de cuentas bordeaban los ojales y el cuello geométrico. En las caderas, dos toques de satén resplandeciente, y un corte atrevido ascendía a un lado, justo por encima de la rodilla. Lydia giró varias veces sobre sí misma, sintiendo cómo se pegaba a su cuerpo, cómo desprendía un ligerísimo perfume a albaricoques. ¿O eran sólo imaginaciones suyas?

– ¿Te gusta, cielo?

– Me encanta.

– Feliz cumpleaños.

– Gracias.

– Y deja ya de estar enfadada conmigo.

– Mamá -dijo Lydia en voz baja-. Estoy asustada.

– No seas tonta. Te compro el primer vestido elegante de tu vida para que estés contenta, y tú me dices que estás asustada. Tener algo bonito no es ningún crimen. -Apoyó su negra cabellera en Lydia y le susurró-: Disfrútalo, hija mía, preciosa, aprende a disfrutar lo que puedas en esta vida.

Pero Lydia no dejaba de negar con la cabeza. Le encantaba el vestido, y a la vez lo odiaba. Y se despreciaba a sí misma por desearlo tanto.

– Me pones enferma, Lydia Ivanova -le dijo entonces su madre con voz acerada-. No te mereces este vestido. Voy a devolverlo.

– ¡No! -gritó sin querer, poniéndose en evidencia.

Sólo más tarde, cuando Valentina terminó de cepillarle el pelo y empezaba a hacerle un sofisticado recogido en un lado, Lydia se dio cuenta de que su madre llevaba unos guantes nuevos.

Un oficial de marina se acercó a ella cuando ya se alejaba del fumador, adonde se había acercado a echar un rápido vistazo desde la puerta. Los más de diez cigarros encendidos, así como otras tantas pipas, llenaban el aire de humo, de una niebla gris que se le metió en la garganta y le hizo estornudar.

– ¿Puedo ayudarla, señorita? Parece perdida, y no soporto ver sufrir a una joven y hermosa damisela. -El oficial le sonrió, seductor con su uniforme blanco rematado con cordón dorado.

– Bien, yo…

– ¿Me permite que la invite a beber algo?

Tenía los ojos tan azules, y la sonrisa tan pícara… Era una invitación que hasta entonces sólo le habían propuesto en sueños. «¿Me permite que la invite a beber algo?» Era por el vestido, lo sabía. El vestido y los sofisticados rizos de su peinado. Estuvo tentada de aceptar, pero en el fondo de su corazón sabía que aquel oficial elegante, con su ristra de dientes perfectos, esperaría algo a cambio del interés que demostraba. A diferencia de su protector chino del día anterior, que no le había pedido nada, lo que la había conmovido de un modo que no terminaba de comprender. Era algo tan… tan ajeno a ella… ¿Por qué querría un halcón chino rescatar a un gorrión fanqui? La pregunta la devoraba por dentro.