Recordó el destello de ira de sus ojos oscuros, y se preguntó qué había tras ella. Habría querido preguntárselo a él. Pero para eso tendría que encontrarlo, y ni siquiera sabía cómo se llamaba.
– ¿Una copa? -insistió el oficial uniformado.
Lydia volvió la cabeza, desdeñosa, y respondió con frialdad:
– He venido con mi madre, la pianista que da el concierto.
Y el militar se esfumó al momento. Lydia sintió una especie de delicioso cosquilleo que recorría su espalda, y se dirigió a la siguiente puerta, situada en un pequeño entrante, junto a la del salón principal. En ella, una placa anunciaba que se trataba del salón de lectura, y la puerta estaba entornada, de modo que terminó de abrirla y entró. El ritmo acelerado de su corazón sólo disminuyó tras constatar que en la estancia no había más de dos personas: un señor mayor que dormitaba en un sillón orejero -se había cubierto la cara con el Times, y cada vez que roncaba, el periódico ascendía y descendía- y otro hombre, sentado junto a la ventana, donde la lluvia golpeaba los cristales oscuros, y era el señor Theo.
Estaba muy rígido, con los ojos cerrados. De sus labios salía un zumbido constante, que repetía una y otra vez, un «um» monótono, similar, en su reiteración, a las escalas musicales que practicaba su madre. Respiraba profundamente, y tenía las palmas de las manos vueltas hacia arriba, como cuencos de mendigos, sobre los apoyabrazos de la butaca. Lydia lo observaba fascinada. Había visto a algunos nativos hacer lo que él hacía, sobre todo los monjes de cabeza rasurada del templo de la Colina del Tigre, pero nunca a un blanco. Miró a su alrededor. La iluminación de la estancia era tenue y una de las paredes la ocupaba una librería de estantes oscuros atestada de libros encuadernados en piel. A intervalos regulares se alineaban unas mesas de caoba, cubiertas de periódicos, revistas y gacetas. Sobre la más próxima a ella Lydia leyó el siguiente titular: «El capitán de Havilland bate nuevo récord aeronáutico con su Gipsy Moth.»
Se acercó de puntillas a una de las mesas. Muy de tarde en tarde encontraba alguna revista abandonada en Victoria Park, y la leía una y otra vez, durante meses, hasta que prácticamente se desintegraba, pero aquéllas eran nuevas, y no podía resistirse a echarles un vistazo. Cogió una que llevaba por fascinante título Una señora en la ciudad, y que, en la ilustración de cubierta, mostraba a una dama esbelta junto a un galgo de largas extremidades. Lydia se la acercó a la cara para aspirar el aroma de los extraños productos químicos que desprendían las hojas tersas, y sólo entonces pasó la primera página. Al instante se sintió cautivada con la fotografía de dos mujeres posando en la escalinata de la National Gallery de Londres, en Trafalgar Square. Se veían tan modernas, con sus gorras de casquete y sus vestidos, parecidos al que ella llevaba esa noche, que no le costó imaginarse metida en aquel retrato. Creía oír las risas de aquellas jóvenes damas, los arrullos de las palomas a sus pies.
– Salga de aquí.
A Lydia casi se le cayó la revista.
– Salga de aquí.
Era el señor Theo, que se había echado hacia delante y la miraba con ojos fijos. Pero aquel señor Theo no se parecía en nada a que estaba acostumbrada a ver. Estuvo a punto de obedecerlo por pura costumbre, porque en la escuela siempre hacía lo que él ordenaba, pero algo en el sonido de su voz le llamó la atención, y le hizo volverse a mirarlo. El dolor que vio en sus ojos le impacto.
– ¿Señor director?
Todo el cuerpo de Theo pareció retorcerse, como si acabara de meter el dedo en una llaga abierta, y se pasó una mano por el pálido rostro. Pero entonces volvió a mirarla, y pareció recobrar el control de la situación.
– ¿Qué quiere, Lydia?
Ella no tenía ni idea de qué decirle, ni de cómo ayudarle. Se sentía insegura, pero sus pies, metidos dentro de aquellos zapatitos de raso, se resistían a llevársela de allí.
– Señor… -dijo, sin saber bien cómo continuar-. ¿Es usted budista?
– Qué pregunta tan extraordinaria. Y tan personal, diría yo. -Echó la cabeza hacia atrás, pegándola al respaldo de la butaca orejera, y de pronto pareció muy fatigado-. Pero no, no soy budista, aunque muchos de los dichos de Buda me tientan a emprender el camino de la paz y la iluminación. Dios sabe que se trata de dos bienes escasos en este lugar de alma ennegrecida.
– ¿De China?
– No, me refiero a este lugar, a nuestro Asentamiento Internacional. -Soltó una sonora carcajada-. En el que nada se «asienta» si no es a través de la avaricia y la corrupción.
La amargura de sus palabras se alojó en las comisuras de los labios de Lydia, como el sabor del áloe. Meneó la cabeza para librarse de él, y dejó la revista sobre la mesa.
– Pero, señor, a mí me parece que para alguien como usted… bueno… usted lo tiene… todo. Entonces, ¿por qué…?
– ¿Todo? ¿Se refiere a la escuela?
– Sí, y a una casa, y a un coche, y a un pasaporte, y a un lugar en la sociedad, y a… -Estuvo a punto de decir «a una amante», a una amante hermosa y exótica, pero se reprimió a tiempo. Tampoco se refirió al dinero. Porque él tenía dinero. Y se limitó a añadir-: Todo lo que cualquier persona desearía.
– Eso -replicó él, poniéndose en pie bruscamente-, eso no es más que barro. Como señala con claridad Buda, su «lodo» mancha el alma humana.
– No, señor, eso no puedo creerlo.
Él la miró fijamente, entrecerrando un poco los ojos, con una expresión que la intimidaba, pero ella se negó a bajar los suyos. Inesperadamente, esbozó una sonrisa breve que, con todo, no alcanzó a su profesor.
– Pequeña Lydia Ivanova, primorosamente vestida con su ropa de gala, que parece un capullo de magnolia a punto de abrirse. Es tan inocente que no tiene la menor idea de las cosas. Tan pura. Éste es un mundo de corrupción, querida. Y usted no sabe nada de él.
– Sé más de lo que usted cree.
Ante aquel comentario, el director se echó a reír.
– De eso estoy seguro. No la considero un lirón dócil, como algunos de sus compañeros. Pero de todos modos es usted joven y aún conserva la capacidad de creer. -Se desplomó en la silla una vez más y apoyó la cabeza en las manos-. Todavía cree.
Lydia se fijó en los dedos largos, atormentados, enterrados en el pelo fino, castaño claro, y sintió que una oleada de rabia le ascendía por la garganta, y moría en la lengua. Se acercó algo más a la butaca, al tiempo que un ronquido amortiguado llegaba desde el otro extremo del salón, y se echó hacia delante, para hablarle casi al oído.
– Señor, sea cual sea el futuro que quiera, yo soy la única que puedo hacer que suceda. Si eso es creer, entonces, sí, creo.
Pronunció aquellas palabras con una especie de silbido fiero.
Theo Willoughby echó hacia atrás la cabeza para verla mejor, y a pesar del ceño, a su rostro asomó un atisbo de admiración.
– Palabras apasionadas, Lydia. Pero huecas. Porque no sabe usted dónde está. Ni qué es lo que hace que giren los engranajes de esta ciudad pequeña y sórdida. Todo es basura y corrupción, el hedor de la cloaca…
– No, señor. -Lydia, vehemente, negó con la cabeza-. Aquí no. -Gesticuló con la mano, señalando los libros encuadernados en piel, el reloj de pared francés que con su tictac indicaba el inexorable avance de sus vidas, la puerta que conducía al elegante mundo presidido por sir Edward Carlisle, donde todo era estable, sereno.
– Lydia, está usted ciega. Esta ciudad nació de la avaricia. Robada a China y llena de hombres ambiciosos. Se lo advierto, por Dios o por Buda: esta ciudad morirá de avaricia.
– No.
– Sí. La corrupción está en su origen. Y usted más que nadie debería saberlo.
– ¿Yo? ¿Por qué yo? -El pánico se apoderó de su pecho por un instante.
– Porque usted asiste a mi escuela, claro.