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Lydia parpadeó, perpleja.

– No le entiendo.

Theo se sumió de pronto en el silencio.

– Márchese, Lydia. Llévese sus cabellos brillantes y sus brillantes creencias y lúzcalas ahí fuera. Nos veremos el lunes. Usted llevara puesto el uniforme de la Academia Willoughby, cuyas mangas le quedarán tan cortas como de costumbre, y yo me habré puesto mi guardapolvo de maestro. Y fingiremos no haber mantenido nunca esta conversación. -Agitó una mano, para indicarle se ausentara, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una mezcla de quietud y desesperación.

Lydia cerró la puerta, aunque sabía que no olvidaría aquella conversación.

– Lydia, querida, qué guapa estás.

La joven se volvió y vio a la señora Mason, la madre de Polly, que se acercaba a ella. La acompañaba una mujer de unos cuarenta años, alta y elegante, que hacía que Anthea Mason pareciera rechoncha en comparación.

– Condesa, permítame que le presente a Lydia Ivanova. Es la hija de nuestra pianista de esta noche. -Se volvió hacia Lydia-. La condesa Natalia Serova también es rusa, de San Petersburgo, aunque supongo qué debería llamarla señora Charonne.

«Condesa.» Lydia se quedó sin aliento sólo de pensarlo. Su vestido de noche era de organza, de un color borgoña intenso, pero a Lydia le parecía algo anticuado, con su falda hasta los pies y sus mangas abombadas. Su espalda aristocrática se mantenía muy rígida, y echaba la cabeza hacia atrás, luciendo un collar de perlas. Con sus ojos de un azul muy pálido observaba a Lydia con frío interés. Esta no sabía qué se esperaba de ella, de modo que optó por hacerle una ligera reverencia.

– Te han educado muy bien, niña. Devushki ochen redko takie vezhlevie.

Lydia clavó la vista en el suelo, pues no estaba dispuesta a admitir que no había entendido nada.

– No, Lydia no habla ruso -terció Anthea Masón, acudiendo en su rescate.

La condesa arqueó una ceja.

– ¿No habla ruso? ¿Y por qué no?

Lydia deseó que se la tragara la tierra.

– Mi madre me ha enseñado sólo inglés. Y algo de francés -añadió al momento.

– Pues eso está muy mal.

– Oh, condesa, no sea dura con la niña.

– Kakoi koshmar! Debería conocer su lengua materna.

– El inglés es mi lengua materna -insistió Lydia, ruborizándose por momentos-. Me siento orgullosa de hablarla.

– Mejor para ti -terció Anthea Mason-. Apoya al país, querida.

La condesa se acercó más a ella y le levantó la barbilla con un solo dedo.

– Así es como deberías mantenerla -dijo, sonriendo divertida-, si estuvieras en la Corte. -Su acento ruso era más marcado incluso que el de Valentina, y las palabras parecían girar en su boca mientras las pronunciaba. Se encogió ligeramente de hombros, aunque sin dejar de examinar con gran atención a Lydia, que sentía como si la estuvieran pelando, capa a capa-. Sí, eres una niña encantadora, pero… -La condesa Serova le soltó la barbilla y dio un paso atrás-. Pero demasiado delgada para llevar un vestido como ése. Disfruta de la velada.

Y, junto a su acompañante, se alejó de su lado como si se deslizara por el salón.

– Hoy he sabido que Helen Wills ha ganado el torneo de Wimbledon -le contaba Anthea-. ¿No es emocionante? -añadió, moviendo la mano en dirección a Lydia, como disculpándose.

La muchacha permaneció un minuto inmóvil. El salón estaba cada vez más concurrido, pero su madre seguía sin aparecer. Un dolor agudo le oprimía el pecho, y la tristeza había manchado su vestido nuevo. De pronto se daba cuenta de que era todo huesos, de que sus pechos eran demasiado pequeños, de que su pelo debería haber sido de otro color. Demasiado estridente, tanto en su mente como en su cuerpo. Con aquel vestido iba disfrazada, lo mismo que se disfrazaba con su pretensión de ser inglesa. Sí, por supuesto, hablaba la lengua con un acento perfecto, pero ¿a quien pretendía engañar con eso?

Transcurrido un minuto, levantó un poco la barbilla y fue en busca de su madre, porque el concierto debía empezar a las ocho y media.

Dos figuras se hallaban de pie, muy cerca la una de la otra. Demasiado cerca, en opinión de Lydia. Una, pequeña y delgada, con vestido negro, apoyaba la espalda contra la pared del pasillo, y la otra, más corpulenta, más ávida, se inclinaba sobre ella, rozándola con el rostro, como si quisiera comérsela.

Lvdia se quedó helada. Había llegado a la mitad del corredor bien iluminado pero, a la derecha, nacía un pasadizo estrecho que parecía llevar a algo así como las zonas del servicio, o la lavandería. Un lugar apartado. La luz escaseaba, y el aire se notaba caldeado. La palmera de la maceta que ocupaba parte del acceso proyectaba largas sombras que, como dedos, serpenteaban sobre el suelo enlosado. A su madre la reconoció al instante, pero tardó un poco más en darse cuenta de quién era el hombre. Con horror, constató que se trataba del señor Mason, el padre de Polly. Le palpaba todo el cuerpo con las manos, pasándoselas por el vestido de seda azul. Los muslos, las caderas, el cuello, los pechos. Como si la poseyera. Y ella no hacía nada por apartarlo.

Lydia sintió náuseas. Habría querido dar media vuelta, vencer la atracción que la mantenía allí clavada, pero no podía, de modo que allí seguía, sin apartar la vista de la escena. Su madre seguía absolutamente inmóvil, con la espalda, la cabeza y las palmas de las manos apoyadas en la pared, como a punto de traspasarla. Cuando los labios de Mason se apoderaron de los de Valentina, ella lo consintió, pero del mismo modo en que una muñeca deja que le laven la cara. Sin participar del beso, con los ojos abiertos, gélidos. Con las dos manos, Mason atraía hacia él su cuerpo, le pasaba la boca por el cuello, se detenía en el canal que separaba sus senos, y Lydia oía sus gruñidos de placer.

Lydia ahogó un grito sin poder evitarlo. A pesar de lo amortiguado del sonido, bastó para que su madre girara la cabeza. Sus ojos enormes, oscuros, se abrieron más aún al ver a su hija, y separó los labios, aunque no llegó a articular palabra. Al fin, a Lydia le respondieron las piernas, dio un paso atrás y desapareció en el pasillo, por el que inició una carrera que la llevó a doblar primero una esquina y después otra. Tras ella oía la voz de su madre que la llamaba: «¡Lydia, Lydia!»

Fue entonces cuando vio a alguien conocido, a un hombre que estaba segura de haber visto antes. Se dirigía a la salida principal, pero volvió la cabeza en dirección a Lydia. Se trataba del señor al que había robado el reloj de bolsillo en el mercado, el día antes. Sin pensarlo dos veces, abrió a toda prisa la primera puerta que encontró y la cerró tras ella. El espacio al que acababa de acceder era pequeño y silencioso, un armario grande lleno de abrigos y estolas, capas y saharianas, así como de hileras de sombreros de copa y bastones. A un lado se intuía un arco pequeño que daba acceso a una zona separada, donde un empleado atendía al otro lado de un mostrador, para recibir o devolver las prendas de los invitados. En ese momento estaba de espaldas, pero Lydia oyó que hablaba con alguien en mandarín.

Estaba temblando, le flaqueaban las rodillas y le castañeteaban los dientes. Respiró hondo y se acercó a la maravillosa estola de zorro rojo que colgaba junto a ella. Apoyó suavemente la mejilla contra ella y trató de calmarse con el cálido roce de la piel. Pero no sirvió de nada. Se deslizó hasta el suelo y se rodeó las piernas con los brazos, apoyando la frente sobre las rodillas, mientras se esforzaba por comprender lo que estaba sucediendo esa noche.

Todo había salido mal. Todo. No sabía cómo, pero en su mente se había producido un cambio absoluto. Su madre, su escuela, sus planes. Su aspecto. Incluso su manera de hablar. Nada era igual que antes. Y Mason con su madre. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué estaba sucediendo?

Sintió que las lágrimas le quemaban las mejillas, y se las secó, furiosa, con la mano. Ella no lloraba. Nunca. El llanto era para gente como Polly, para gente que podía permitirse el lujo de llorar. Negó con la cabeza, se pasó una mano por la boca, se levantó y se obligó a pensar. Si todo iba mal, entonces le correspondía a ella solucionarlo. Pero ¿cómo?