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Bordeó el círculo de luz, manteniéndose siempre entre las sombras, negro sobre negro, hasta toparse con un sendero que sin duda llevaba a las cocinas. Las luces brillaban en las ventanas, y Chang distinguió los perfiles de las superficies atestadas y de las cazuelas humeantes, pero allí no había más que un solitario bárbaro negro, ataviado con su uniforme de policía y apostado junto a la puerta. ¿Dónde se encontraban los empleados, su charla estridente, sus maldiciones? ¿Se los habían comido los extranjeros? ¿Que estaba sucediendo allí esa noche?

En absoluto silencio se acercó más, pegado al edificio, y llego a la ventana de una estancia que no pudo sino observar con envidia, una envidia que le sorprendió a sí mismo, y que trató en vano de reprimir. Pues despreciaba a los occidentales, y todo lo que había traído al este. Todo menos una cosa: sus libros. Le encantaban su libros, y aquella sala contenía una pared llena de ellos, alineado sobre unos estantes, al alcance de quien quisiera acercarse a leerlos. No eran como los delicados rollos con los que se aprendía, y le estaban reservados sólo a los escolares. Éstos eran pesados, encuadernados en piel, y llenos de conocimientos.

Hacía años, Chang había enseñado inglés. Eso fue antes de que decapitaran a su padre tras los muros de la Ciudad Prohibida de Pekín, los días en los que no soportaba pensar, porque convertían sus ideas en aguijones de abeja. Su tutor le había hecho leer la Historia del Imperio Británico, de Munrow, y Chang estuvo a punto de morir de vergüenza al constatar lo pequeña que era Inglaterra, apenas un escupitajo comparado con el gran océano que era China.

El sonido de unas palabras airadas apartó su atención de los libros, y la llevó a los dos hombres que se encontraban en la biblioteca. Uno era Ojo de Cristal, sentado a una mesa, muy estirado, que con un puño cerrado hablaba como si disparara un arma. El otro tenía el pelo blanco y estaba de pie, imponente, en el centro de la habitación, los ojos desafiantes, la nariz ganchuda como el pico de un halcón. No se arredró cuando Ojo de Cristal golpeó la mesa con el puño y gritó en voz tan alta que Chang oyó que le decía: «No pienso consentirlo. Delante de mis propias narices. Como jefe de policía insisto en que todo el mundo sea…»

El ladrido de un perro rasgó el silencio de la noche. A la izquierda de Chang, en algún lugar invisible, tras la cortina de lluvia. Se le erizó el vello de la nuca, y avanzó ágilmente hasta la siguiente esquina, donde las ventanas eran grandes, semicirculares en su parte superior, y permitían observar una cámara inmensa que brillaba y resplandecía como el sol sobre el río Peiho. Por un momento le pareció que aquella estancia estaba llena de pájaros que movían sus hermosas plumas al revolotear, y que silbaban sus canciones, pero cuando su visión se aclaró vio que eran mujeres vestidas de noche, que conversaban y agitaban sus abanicos. Ahí estaría ella, en su jaula de oro, y al pensarlo mil mariposas se agitaron en su pecho.

En aquel salón no había hombres. Había sillas dispuestas en hileras, todas ellas encaradas hacia un objeto situado en un extremo, un objeto que asombró a Chang en cuanto lo vio, pues parecía una tortuga gigante, monstruosa. Se trataba de algo negro, brillante, sostenido por unas patas esbeltas, y junto a él se sentaba una mujer hermosa, de cabello castaño oscuro, que de vez en cuando posaba un dedo sobre los dientes blancos de aquel artilugio, o daba un sorbo a la bebida que sostenía en un vaso lleno de hielo. Por su expresión, parecía aburrida y sola.

La reconoció. La había visto antes, frente a las escalinatas del club, junto a la muchacha-zorro. La respiración de Chang se había vuelto tan superficial que apenas movía el aire, mientras con la mirada buscaba el destello cobrizo de una cabellera entre la multitud. Había algunas mujeres sentadas, pero la mayoría permanecía de pie, en corros, o caminaba por la sala con un vaso o un abanico en la mano, con un rictus de enojo en los labios. Era evidente que algo les desagradaba. Se acercó más, hasta pegarse a las piedras de la fachada, junto a la ventana, y de pronto la vio. En ese instante el mundo pareció venírsele encima, volverse más brillante.

La joven estaba de pie, sola, apoyada en una de las columnas de mármol, casi oculta de la mirada de una mujer gorda tocada con un racimo de plumas de avestruz. En contraste con ella, parecía frágil y pálida, aunque el resplandor del pelo seguía iluminándola. Chang la contempló. Vio que, inquieta, miraba una y otra vez la puerta, y se fijó en que, cuando ésta se abrió y dos mujeres irrumpieron en la sala, su expresión se tornó sombría. A Chang le parecieron dos portadoras de muerte, vestidas de blanco, con aquellos tocados raros, y también blancos, que le recordaban a los de las monjas que, cuando era niño, habían querido obligarlo a comer la carne de su dios vivo, a beber su sangre. Su estómago todavía se retorcía al recordar aquel acto de barbarie. Pero aquéllas no llevaban ninguna cruz colgada al cuello.

Con sonrisas corteses, invitaron a dos de las mujeres jóvenes a abandonar el salón, y sólo cuando la puerta se cerró tras ellas, remitió parte de la tensión que agarrotaba el cuerpo de la muchacha-zorro, que empezó a moverse por los bordes externos de su jaula, aunque con los brazos aún tensos, mientras con una mano se acariciaba la tela del vestido. Vio que dejaba caer al suelo un pañuelo de encaje como sin darse cuenta, aunque a Chang le pareció que sabía perfectamente lo que hacía. Se preguntó por qué. Los extranjeros se comportaban a veces de manera muy rara.

Una mujer alta, con vestido del color de la endrina madura, le habló cuando pasó por su lado, pero la muchacha no le respondió más que con un leve asentimiento de cabeza, y se ruborizó. A continuación se acercó a la ventana, y a Chang se le encogió el corazón al ver que se aproximaba a él. Sus pómulos eran más hermosos de lo que recordaba, y los ojos más grandes y separados, pero la piel de las comisuras de sus labios había adquirido un tono azulado, como la de los niños que se sienten indispuestos.

Dio un paso al frente, alargó la mano y la apoyó en el vidrio mojado, tamborileando en él, con los dedos, un ritmo que podría haber sido lluvia. Ella se detuvo en seco, frunció el ceño y miró por la ventana con la cabeza ladeada, como en otro tiempo hacía el perro de caza de su padre. Sin dar tiempo a que se alejara, Chang avanzó hacia el círculo de luz que la propia ventana proyectaba y le dedicó una respetuosa reverencia.

Lydia, asombrada, abrió mucho los ojos y la boca, redondos como lunas, pero al reconocerlo, sonrió. Durante una fracción de segundo él extendió la palma de la mano, ofreciéndole su ayuda sin palabras, pero en ese momento algo duro y frío le golpeó en un lado de la cabeza. Recorrieron su cuerpo oleadas de negrura, la noche se fragmentó en añicos afilados de cristal negro, pero sus músculos se tensaron al instante, al encuentro de la acción.

Con un movimiento de pierna, podría haber inmovilizado a su atacante, que le lanzaba a la cara su aliento de whisky y sus maldiciones, o haberle partido la tráquea de un golpe seco, dado con el borde de la mano, cortante como el filo de un cuchillo. Pero un sonido le detuvo.