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Un gruñido. Un gruñido que hablaba de muerte.

Sobre la hierba húmeda, a sus pies, vio un perro-lobo agazapado, listo para el ataque, que mostraba todos los dientes y emitía ese gruñido grave que le heló la sangre. El perro ansiaba desgarrarle el corazón.

Él no quería matarlo, pero sabía que lo haría si era necesario.

Lentamente, Chang apartó la vista del perro y la fijó en el hombre, que llevaba una capa azul impermeable y era alto, de extremidades largas y pómulos hundidos, como un árbol fácil de abatir. Llevaba un arma en la mano, y él vio su propia sangre derramada. Los labios finos del hombre se movían, pero el viento parecía meterse en los oídos de Chang, que apenas oía sus palabras.

«Mierda amarilla.» «Chino ladrón.» «Mirón.» «No espíes a nuestras mujeres, maldito…» En ese momento el arma se alzó para golpearlo de nuevo.

Chang se echó a un lado y giró la cintura, y con un chasquido de látigo levantó la pierna hacia arriba. Sin embargo, el perro era rápido, y se interpuso entre su amo y el atacante, hundiéndole los dientes en la carne vulnerable del pie. El joven cayó al suelo, de espaldas. El dolor ascendía por la pierna, a medida que las fauces del animal mordían el hueso. Pero aspiró hondo, liberándose de la tensión de su cuerpo, y se concentró en controlar la energía generada por su miedo. La liberó entonces en un solo movimiento que hizo que su otra pierna se estampara contra el morro del perro.

El animal lo soltó y cayó de lado, sin emitir sonido alguno. Al instante Chang ya volvía a estar de pie, corriendo a toda velocidad, sin dar tiempo a la noche a respirar.

– Da un paso más y te meto una bala en tu cochino cerebro.

Chang detuvo sus pensamientos. Sabía que ese hombre iba a matarlo por lo que acababa de hacerle a su perro. Sin él, aquel diablo había perdido toda su agresividad. De modo que tanto daba huir como quedarse, el final sería el mismo. Sintió una punzada de dolor en el pecho al pensar en que estaba a punto de separarse de la muchacha. Despacio, se volvió para encararse a ese hombre, vio la violencia de su gesto, el ojo negro, inmóvil, del cañón de su pistola.

– Dong Po, ¿qué diablos crees que estás haciendo? -La voz resonó a través de la lluvia y cortó el hilo que unía la bala del policía al cerebro de Chang. Era la muchacha-. Te he pedido que esperaras junto a la reja, estúpido. Tendré que pedirle a Li que te azote por desobediente cuando lleguemos a casa -añadió, mirando fijamente a Chang.

En ese instante al joven se le paró el corazón. Debió hacer acopio de todas sus fuerzas para no sonreír, y finalmente logró agachar la cabeza y componer un gesto de humilde disculpa.

– Perdón, señora, mucho perdón. No enfadada. -Señaló la ventana-. Yo la miro para ver si bien. Tanta policía, yo preocupo.

Tras la joven, de pie, había aparecido otro diablo azul. Trataba de cubrirla con un paraguas negro, pero la lluvia y el viento se lo impedían, y su pelo, rojizo, era ahora del color del bronce envejecido, y colgaba en mechones húmedos sobre su rostro. Sobre los hombros llevaba puesta la chaqueta fina de algún sirviente, que ya se veía empapada.

– Ted, ¿qué sucede con el perro? -El segundo policía era de mediana edad, corpulento.

– Se lo digo, sargento, este amarillo imbécil ha matado a mi Rex, yo…

– Tranquilo, Ted. Mira, el perro se mueve. Seguramente sólo está aturdido. -Se volvió para mirar a Chang, y se fijó en la sangre que le cubría el rostro-. No sé bien qué ha sucedido aquí, pero tu señora se ha disgustado mucho al verte aparecer tras la ventana. Según dice, te ha ordenado que esperaras junto a la verja, para escoltarla y ayudarla a ella y a su madre a llamar un rickshaw. Esos porteadores son unos bribones muy peligrosos, así que debería darte vergüenza, decepcionarla así…

Chang mantenía la vista fija en su pie manchado de sangre, y asentía.

– Carecéis de disciplina, ése es vuestro problema -añadió el diablo azul.

Chang se imaginó propinándole un manotazo de tigre en la cara. ¿Le enseñaría eso bastante disciplina? Si hubiera querido matar al perro, lo habría hecho.

– Dong Po. -Él levantó la vista y vio aquellos ojos color ámbar-. Vete a casa de inmediato, desgraciado. No mereces confianza, y mañana recibirás tu castigo.

Lydia mantenía la barbilla muy alta, y por su manera de mirarlo por su gesto de altivo desdén, podría haber sido la gran emperatriz Tzu Hsi.

– Oficial -prosiguió-, le pido disculpas por el comportamiento de mi sirviente. Por favor, haga que vuelva a la verja, si es tan amable.

Dicho esto, emprendió el regreso por el sendero, con la misma parsimonia que si hubiera estado paseando bajo el sol, ajena al violento aguacero de verano que tenía lugar sobre sus cabezas. El sargento azul la seguía con el paraguas.

– ¡Señora! -gritó Chang, que tuvo que elevar la voz para hacerse oír sobre el rugido del viento.

Lydia se volvió.

– ¿Qué quieres?

– No necesario matar mosquito con cañón -dijo-. Por favor tener piedad. Decir dónde recibo castigo mañana.

Ella lo pensó un momento.

– Por tu insolencia añadida, será en el comedor de San Salvador para que se purifique tu alma malvada.

Y prosiguió su camino sin mirar atrás.

La muchacha-zorro era de verbo astuto.

Capítulo 9

– ¿Mamá?

Silencio.

De todos modos, Lydia estaba segura de que su madre estaba despierta. La habitación de la buhardilla seguía oscura como boca de lobo, y la calle tranquila, más fresca tras la tormenta. Bajo la cama de la joven se oían unos débiles arañazos, signo inequívoco de que un ratón, o una cucaracha, habían emprendido su habitual ronda nocturna, así que dobló las piernas y se las acercó a la barbilla, hecha un ovillo.

– ¿Mamá?

Llevaba horas oyendo a su madre agitarse y moverse en su pequeña celda blanca, y en una ocasión la había oído incluso sollozar.

– ¿Mamá? -insistió, rodeada de noche.

– Mmmm.

– Mamá, si tuvieras todo el dinero del mundo para comprarte lo que quisieras, ¿qué sería?

– Un gran piano -respondió ella sin vacilar, como si tuviera las palabras en la punta de la lengua.

– ¿Uno blanco, reluciente, como el que me contaste que tenían en el Hotel Americano de George Street?

– No. Uno negro. Erard.

– ¿Cómo el que tenías en San Petersburgo?

– Sí, igual.

– Tal vez aquí no cupiera.

Su madre se rió flojito, y el sonido llegó amortiguado por la cortina que dividía el desván.

– Si pudiera permitirme un Erard, querida, podría permitir un gran salón donde instalarlo. Un salón con alfombras de Tientsi tejidas a mano, con bellos candelabros de plata inglesa, y con flores en todas todas las mesas, que impregnarían el ambiente de tanto perfume que mi nariz se libraría por fin del hedor de la pobreza.

Sus palabras parecieron llenar todo el espacio, haciendo el aire casi irrespirable, de tan denso. El crujido que había seguido bajo la cama cesó. En el silencio, Lydia enterró la cara en la almohada

– ¿Y tú? -le preguntó Valentina después de una pausa tan prolongada que parecía que se hubiera quedado dormida.

– ¿Yo?

– Si tú. ¿Qué te comprarías?

Lydia cerró los ojos y lo imaginó.

– Un pasaporte.

– Claro. Debería haberlo adivinado. ¿Y adónde viajarías con ese pasaporte tuyo, mi niña?

– A Inglaterra, primero a Londres y después a un sitio que se llama Oxford, y que Polly dice que es tan hermoso que te dan ganas de llorar, y después… -su voz adquirió un tono grave, de ensoñación, como si ya se encontrara en otra parte- a América, a ver dónde hacen las películas, y a Dinamarca, para encontrar el sitio en que…

– Sueñas demasiado, dochenka. Es malo para ti.