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– Yo vengo aquí porque el agua está limpia -le explicó él-. Mira qué clara se ve, oye cómo vive, cómo canta. Fíjate en ese pez. -Un centelleo de plata, y el pez desapareció-. Pero cuando esta agua se une al gran río Peiho, los espíritus la abandonan.

– ¿Por qué? -preguntó ella, desconcertada. ¿Sabía en verdad tan pocas cosas?

– Porque se llena del aceite negro de las bombarderas extranjeras, y de los venenos de sus fábricas. Los espíritus morirían en la mugre marrón del Peiho.

Ella le miró, pero no dijo nada. Se sentó sobre una roca y lanzó una piedra al agua. Estiró las piernas, desnudas, delgadas, en dirección al arroyo, y él se dio cuenta de que la suela de uno de sus zapatos estaba agujereada. Por desgracia para él, llevaba el pelo indómito oculto bajo el sombrero de paja. El sombrero se veía viejo, gastado, como los zapatos, pero el pelo siempre parecía nuevo, y habría querido ver de nuevo las llamaradas que surgían de él. En aquel preciso instante, ella observaba un pajarillo que, a sus pies, tiraba de la hoja de una rama muerta.

– Hablas muy bien mi idioma, ¿sabes?

Lo dijo en voz muy baja, aunque él no supo si lo hacía para no asustar al pájaro o porque, de pronto, se sentía incómoda allí, a solas con un hombre, en un lugar tan aislado. Había demostrado valor al seguirlo hasta allí. Ninguna joven china se habría arriesgado de ese modo. Habrían preferido arrojar sus tortugas a las cobras. Pero no, no le parecía nerviosa en absoluto. Sus ojos brillaban, expectantes.

Chang se acercó al borde del agua, sin acercarse demasiado a ella, pues no quería alarmarla, y se acuclilló sobre la hierba, que todavía estaba mojada.

– Me honra que pienses que mi inglés es aceptable -respondió. Mientras ella seguía atenta a las evoluciones del pájaro marrón, él se quitó el zapato de goma del pie derecho. El dolor le ascendió hasta el cráneo. Empezó a quitarse la venda, empapada en sangre, que le mantenía cerrada la carne del pie-. Tuve un tutor inglés durante años -añadió-. Cuando era joven. Me enseñó bien. -El olor pútrido de la venda le llegó a la nariz-. Y mi tío fue a la universidad en Harvard. Eso está en América. Siempre me insistía en que el inglés es la lengua del futuro, y se negaba a hablarme en otra lengua.

– ¿En serio? Igual que mi madre. Ella habla no sé cuántas lenguas.

– ¿Excepto mandarín?

Lydia se echó a reír, un sonido vibrante que, con sus ondulaciones hizo que el pájaro saliera volando a refugiarse en un árbol. Para Chang, aquella risa se fundió con el canto del río, y alivió el dolor que sentía en el pie.

– Mi madre siempre me dice que el inglés es la única lengua que merece la pena…

Se detuvo y lanzó un grito ahogado.

Chang volvió la cabeza y descubrió que ella, boquiabierta, no le quitaba la vista del pie. Al ver que la miraba, ella alzó los ojos, y durante un largo rato permanecieron así, sosteniéndose la mirada. Fue él quien, al fin, retiró la suya. Cuando levantó el pie de los harapos sucios y lo hundió en el agua del río, ella no dijo nada, se limitó a observarlo en silencio. Él empezó a frotarse las heridas con las manos, debajo del agua, extrayendo de ellas la ponzoña, inoculándoles vida. Algunos coágulos de sangre seca ascendían a la superficie, y al momento eran devoradas por bocas hambrientas que surgían de las zonas más profundas. Un flujo continuo de sangre brillante atrajo un banco veloz de pececillos que destacaban, verdes contra las piedras amarillentas del fondo. El agua era fresca, y su pie parecía beber de su frescura.

Chang oyó un ruido, se giró y la descubrió arrodillándose a su lado, sobre la hierba, el rostro muy blanco bajo el ala del sombrero. Sostenía en la mano la aguja y el hilo. Su proximidad hizo que el aire que los separaba revoloteara como una paloma con las alas extendidas, y le acariciara la mejilla. Deseó rozar su piel europea, cremosa, con las yemas de los dedos.

– Te harán falta -le dijo ella, alargándoselos

Él asintió pero, al acercar la mano para recogerlos, ella se alejó y negó con la cabeza.

– ¿No sería mejor que lo hiciera yo?

Él volvió a asentir, y se dio cuenta de que Lydia tragaba saliva. Su cuello, pálido, pareció temblar en un espasmo, y luego quedó quieto.

– Tiene que verte un médico.

– Los médicos cuestan dinero.

Lydia no dijo nada. Se quitó el sombrero, dejando suelto el espíritu maravilloso e indómito de sus cabellos, igual que él había hecho cuando liberó al zorro de la trampa. Se inclinó sobre el pie. Sin tocarlo, sólo mirándolo. Él oía su respiración, sentir que con ella le rozaba los bordes de su carne dañada, como el beso del dios río.

Vació la mente del ardiente dolor, y la llenó de la visión de la curva suave de su frente despejada, del brillo cobrizo de un mechón de aquel pelo, que se curvaba sobre la piel blanca del cuello. La perfección. No había dolor. Cerró los ojos y ella empezó a coser. ¿Cómo podía decirle que amaba su valentía?

– Eso está mejor -dijo ella, y él oyó el alivio en su voz.

Ella se había quitado la enagua, deprisa y con decisión, la había cortado en tiras, ayudándose del cuchillo de Chang, y le vendó el pie de tal manera que no le había cabido en el zapato. Sin preguntarle nada, cortó también los dos lados del calzado de goma, y se lo ató sobre el vendaje con otros dos pedazos de tela. El resultado era limpio, profesional. El dolor seguía ahí, pero al menos la hemorragia se había interrumpido.

– Gracias -susurró él, acompañando sus palabras de una leve inclinación de cabeza.

– Te harían falta polvos de sulfuro, o algo así. He visto que la señora Yeoman los usa para secar llagas. Podría pedirle que te…

– No, no es necesario. Sé de alguien que tiene hierbas. Gracias otra vez.

Lydia volvió el rostro y hundió las manos en el agua, con los dedos extendidos. Observaba sus movimientos como si pertenecieran a otra persona, como si estuviera sorprendida de lo que habían hecho ese día.

– No me las des -respondió al fin-. Si nos pasamos la vida salvándonos el uno al otro, eso quiere decir que somos responsables el uno del otro, ¿no te parece?

Chang estaba asombrado: le había quitado las palabras de la boca. ¿Cómo podía saber una bárbara algo así, algo tan chino? ¿Saber que aquél era el motivo por el que la había seguido, la había vigilado? Porque él ya era responsable de ella. ¿Cómo podía saberlo aquella muchacha? ¿Qué clase de mente poseía que le permitía ver con tal claridad?

Sintió que ella se alejaba de su lado cuando se puso en pie, se quitó las sandalias y metió los pies en las aguas poco profundas. Un pato de cuello dorado que dormía entre los juncos se sobresaltó y salió nadando deprisa, como si le persiguiera un armiño, pero ella apenas se percató, y siguió echándose agua sobre el dobladillo del vestido. Se trataba de un atuendo ancho, lavado en demasiadas ocasiones.

Hasta ese momento Chang no se fijó en que se le había manchado de sangre. De su sangre, que se había fundido con los hilos de su ropa, con su propio ser. Él, por su parte, también se había fundido con ella.

Lydia seguía en silencio. Preocupada. La observó allí de pie, junto al arroyo, la piel moteada de las estrellas de plata que el agua reflejaba, el sol en el pelo, vivificándolo, abrasándolo. Mantenía los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de decir algo, y él se preguntaba qué podía ser. Un rostro con forma de corazón, unas cejas perfectamente arqueadas, y aquellos ojos grandes, ambarinos, ojos de tigre… Se le clavaban dentro y le sacaban el corazón. Era un rostro que ningún chino habría hallado atractivo, de nariz demasiado larga, de boca demasiado grande, de barbilla demasiado prominente. Y sin embargo su mirada se trasladaba hasta el una y otra vez, y daba placer a sus ojos de un modo que no comprendía, pero que le llenaba el corazón de alegría. Y eso que, en aquel rostro, él veía secretos, y los secretos creaban sombras. Así, su rostro estaba lleno de sombras pálidas, asfixiadas.