Dejó que fuera su cuchillo quien expusiera sus razones, y lo apretó con fuerza contra el cuello del joven.
– La chapa -exigió Chang.
– Está en mi… en mi cinturón.
El rostro del muchacho, aterrorizado, adquiría por momentos un tono grisáceo. Ya se había orinado encima cuando lo arrastró hasta el callejón oscuro. Al quitarle la chapa identificativa, Chang notó que, en efecto, no pasaba hambre, que su piel brillaba como la de una concubina bien alimentada.
– ¿En qué parte del club trabajas?
– En las cocinas.
– Ah, de modo que robas comida para tu familia.
– No, no. Nunca.
El cuchillo se acercó más al cuello, y una gota de sangre se mezcló con el sudor del muchacho.
– Sí -gritó-, sí, lo admito, a veces lo hago.
– En ese caso, cara de perro, la próxima vez llévale algo a tu primo Tan Wah, o su espíritu vendrá a alimentarse de tu barriga gorda, y se alojará en tu hígado, del que te sacará toda la grasa, hasta que te mueras.
El muchacho empezó a temblar, y cuando Chang lo soltó, vomitó sobre sus caras botas de cuero.
Capítulo 11
– Mira, Theo, ese ruso de ayer noche fue un imprudente dejándolo en el bolsillo de ese modo.
– ¿El collar?
– Sí.
Theo Willoughby y Alfred Parker jugaban al ajedrez en la terraza del Club Ulysses. El director habría preferido las cartas, una partida rápida de póquer, pero era domingo, y Alfred era muy estricto con esas cosas. Nada de jugar en el sabbat. A Theo le parecía absurdo. ¿Por qué no se podían llevar sombrillas los sábados, ni mondarse los dientes con palillos? No tenía sentido. Movió el alfil y se llevó uno de los peones del triángulo defensivo de Alfred.
Éste frunció el ceño. Se quitó las gafas y, meticuloso, se las limpió con un pañuelo blanco, almidonado. Poseía un rostro redondo, bonachón, unos ojos castaños de mirada intensa. Se trataba de un tipo íntegro, que se tomaba su tiempo ante las cosas, algo sorprendente, tratándose de un periodista. Pero había cierta tensión alrededor de la boca, lo que siempre llevaba a Theo a sospechar que su amigo se hallaba al borde del pánico. Tal vez China no era lo que esperaba. Sobre ellos, un cielo azul, fiero, chupaba la energía a la jornada. Incluso las hojas etéreas de la glicina parecían colgar indolentes, fatigadas, pero en la pista de tenis dos mujeres jóvenes ataviadas con sus deliciosos uniformes blancos perseguían una pelota. Theo las observaba de vez en cuando, con discreto interés.
– Le está bien -dijo-. Me refiero al ruso. La verdad es que no me importa lo más mínimo. Ya sé que el viejo Lacock y sir Edward están furiosos por que algo así haya pasado delante de sus narices, pero, la verdad… -Se encogió de hombros y encendió un cigarrillo-. Tengo otras cosas en las que pensar.
Parker alzó los ojos del tablero, observó a su contrincante y asintió, antes de mover el caballo.
– Circulan rumores -dijo- de que el ruso era un agente enviado por Stalin para negociar con el general Chiang Kai-Chek. El general ha llegado desde Nanking, y se dice que en este momento se encuentra en Pekín.
– Aquí siempre hay rumores.
– Se supone que el collar debía ser un regalo para Mai-ling, la esposa de Chiang Kai-Chek. Rubíes de la colección de fabulosas joyas de la zarina muerta.
– ¿Ah sí? Veo que estás muy bien informado, Alfred -dijo Theo, soltando una sonora carcajada-. Tiene sentido que pase de la esposa de un déspota a la de otro, supongo, pero para quienquiera que lo tenga en su poder ahora, su valor es nulo.
– ¿Cómo es eso?
– Bien, nadie, ni siquiera un traficante chino de objetos robados, se arriesgaría a vender esa pieza en estos momentos. Más que un collar, se ha convertido en una soga al cuello. Todo el mundo lo conoce, resulta demasiado peligroso. De modo que el ladrón no podrá venderlo. Se ha corrido la voz, y apenas diga algo sobre los rubíes, su cabeza acabará metida de una de esas jaulas de bambú que cuelgan de las farolas.
– Una práctica de lo más bárbara -comentó Parker, que se estremeció al pensarlo.
– Todavía te queda mucho por aprender.
Jugaron en silencio media hora más. Sólo un reloj de pared, al dar las horas, y el canto de un jilguero, alteraban sus pensamientos. Luego, Theo, nervioso y cansado del juego, tendió su trampa y el rey de Parker cayó.
– Bien hecho, muchacho. Me has pillado. -Parker se apoyó en el respaldo de la silla de ratán, en absoluto afectado por la derrota, y encendió la pipa de brezo con parsimonia-. ¿Para qué me has hecho venir hoy? Sé que odias este lugar. Y no habrá sido sólo para que jugáramos al ajedrez, supongo.
– No.
– ¿Y bien?
– Tengo un problemilla con Mason.
– ¿El jefe del departamento de educación? ¿El bocazas de la mujer silenciosa?
– El mismo.
– ¿Qué pasa con él?
– Alfred, escúchame. Tengo que descubrir algo de él, algo sucio en su pasado. Algo que pueda usar para quitarme de encima a ese cerdo. Tú eres periodista, tienes contactos y sabes escarbar donde hace falta.
Parker parecía escandalizado. Dio una chupada a su pipa, y lentamente exhaló una nube de humo que interceptó una mariposa que pasaba por allí.
– Tiene mala pinta, muchacho. ¿En qué anda metido?
Theo fue al grano.
– Le debo al Banco Courtney una suma considerable. Por la ampliación de la escuela que llevamos a cabo el año pasado. Mason es uno de los directores de la entidad -ya sabes cómo se jacta de todo-, y me ha amenazado con reclamarme el préstamo a menos que…
– ¿A menos que qué?
– A menos que le complazca.
Parker tosió, incómodo.
– Dios mío, ¿qué quieres decir?
Theo apagó el cigarrillo, pisándolo en el suelo.
– Quiero decir que quiere hacer uso de Li Mei.
Alfred Parker se ruborizó al instante, y hasta la punta de la nariz se le puso roja.
– Theo, muchacho, esto no me gusta, creo que no quiero seguir oyendo más. -Apartó los ojos, y con ellos siguió a un sirviente chino ataviado con túnica blanca que se acercaba al porche sosteniendo una bandeja pequeña en la mano.
Theo se echó hacia delante y dio unas palmaditas secas en la rodilla de Parker.
– No seas tonto, Alfred, que no me refiero a lo que estás pensando. ¿Por quién me tomas? Li Mei es mi… -Pero la mirada acusadora de su interlocutor lo detuvo.
– ¿Tu qué, Theo? ¿Tu compañera de adulterio? ¿Tu puta?
Theo permaneció inmóvil, y sólo la blancura de sus labios delataba.
– Eso es un insulto a Li Mei, Alfred. Te pido que lo retires.
– No puedo. Es la verdad.
Theo se puso en pie de un salto.
– Cuanto antes abandonen Inglaterra las camisas de fuerzas racistas y religiosas que paralizan a hombres como tú y sir Edward y a todos los demás fracasados sociales que atestan este club, antes será libre nuestro pueblo y el pueblo de China. Libres para pensar, para vivir, para…
– Para, amigo mío. Todos estamos aquí para cumplir con nuestro deber, por el rey y por el país. Que tú te hayas vuelto nativo no significa que tengas que dar por sentado que el resto de nosotros vamos a olvidar las leyes de Dios, la necesidad de establecer unas líneas claras entre el bien y el mal. Dios sabe que en un país cruel y pagano como éste, Su Palabra es la única esperanza. Su Palabra y el Ejército Británico.
– China ya era un país civilizado cientos de años antes de que se pensara siquiera en la existencia de Gran Bretaña.
– A esto no se le puede llamar civilización.
Theo no replicó nada. Se puso en pie, muy tenso, y miró sin ver a las dos parejas que acababan de aparecer en el jardín dispuestas a iniciar una partida de croquet.
– Siéntate, Theo -le pidió Parker en voz baja, disimulando lo incómodo del momento dándole la vuelta a la pipa y golpeándola suavemente con el índice. Desde el jardín llegó el chasquido de una bola al chocar contra la otra, y una voz que decía: