– Corky, te digo que esto no es normal del todo.
De pronto, Theo se sacudió, como un perro que quisiera librarse del agua que lo empapaba. Bajó los ojos entornados para observar a su acompañante.
– Alfred, si creyera que tienes razón, me iría de Junchow mañana mismo. Pero tengo fe en este pueblo, en lo que tú llamas «país cruel y pagano». -Volvió a sentarse, estirando las piernas largas, como para fingir que se relajaba, e hizo una seña al camarero chino de la bandeja.
»Un whisky, por favor -dijo en perfecto mandarín. Y, volándose hacia Alfred, esbozó una sonrisa y añadió-: Convengamos en diferir. Ya sabes que soy lo que Mason denomina «amante de lo chino».
Se suponía que Alfred debía reírse, pero no lo hizo.
– No puedes tener los dos mundos, Theo. O carne o pescado. Quieres que la gente de bien te envíe a sus hijos a la escuela, pero a la vez no disimulas el desprecio que sientes por sus padres. ¿Cómo puede…? -Hizo una pausa, fijándose en el camarero que se alejaba del porche-. Muchacho, acércate inmediatamente.
– ¿Qué sucede, Alfred?
Pero Parker ya se había puesto en pie.
El sirviente los miraba, pero sin moverse de su sitio. Alfred dio unos pasos hacia él.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -inquirió.
El chino no respondió.
Theo se acercó a ellos. ¿Qué diablos le pasaba a Alfred?
– Aquí hay algo que no me cuadra -dijo Alfred, apuntando al criado con la pipa-. Míralo.
Theo hizo lo que le pedía. Túnica blanca, limpia, bandeja en la mano.
– A mí me parece normal.
– No digas tonterías. Se le ven golpes por toda la cara.
– ¿Y?
– Y lleva mal los pantalones. Son negros, sí, pero no los del uniforme. Y el pie vendado, y esos zapatos que son un desastre. El club nunca permitiría el acceso a alguien con ese aspecto, y mucho menos para servir a los socios. Este muchacho es un intruso.
– Yo trabajo. -El criado levantó la bandeja-. Bebidas.
Ahora que se fijaba, veía a qué se refería Alfred. Tenía razón, ese joven no era como los demás. No tenía mirada de criado. Miraba directamente a los ojos, como si quisiera golpearte, colgar tu cabeza en una de aquellas malditas jaulas de bambú.
– ¿Quién eres? -le preguntó Theo en mandarín.
Pero Alfred le señalaba el bolsillo del pantalón, muy abultado.
– Vacíalo. Ahora mismo.
El muchacho, insolente, apartó la mirada del panamá de Parker y la clavó en sus zapatos recios, impecables.
– Haz lo que te ordenan -intervino Theo, de nuevo en mandarín-. Vacíate los bolsillos, o te azotarán como a un perro.
– Vayan a buscar a los guardias de seguridad -gritó Parker -. Ayer hubo un robo aquí mismo, y esta persona es…
– Vacía los bolsillos -insistió Theo secamente. Por un momento le pareció que el muchacho iba a atacarlos. Algo en sus ojos parecía querer liberarse, algo salvaje, colérico, pero entonces aquellas emociones volvieron a quedar enjauladas. Si mediar palabra, le dio la vuelta al bolsillo, y lo que contenía cayó en el suelo enlosado del porche. Un buen puñado de cacahuetes salados rebotaron alrededor de sus pies.
Theo se echó a reír.
– Fíjate en tu ladrón de joyas, Alfred. Lo que el chico tiene es hambre.
Pero Parker no estaba dispuesto a dejarlo en paz tan fácilmente.
– ¿Y los demás bolsillos?
El criado obedeció, y extrajo de ellos un hilo de bambú, un anzuelo de pesca envuelto en barro y una hoja de papel cubierta de caracteres chinos. Theo se la quitó y la observó brevemente.
– ¿Qué es? -preguntó Parker.
– No gran cosa. Un cartel que anuncia un encuentro de algún tipo.
Pero cuando el muchacho se agachaba para recoger sus pertenencias, Theo entrevió el mango de un cuchillo que llevaba oculto al cinto, y de pronto temió por su amigo.
– Deja que se vaya, Alfred. Esto no tiene nada que ver con nosotros. El chico tiene hambre. Casi toda China está hambrienta.
– Un ladrón es un ladrón, Theo, robe cacahuetes o joyas. «No robarás», ¿te acuerdas? -Pero ya no estaba enfadado. Su expresión era más bien triste, con los lentes caídos hasta media nariz-. Se lo debemos. Tenemos que enseñarles a distinguir el bien del mal, y no sólo a construir fábricas y tender líneas férreas.
Se acercó al criado para sujetarle el brazo, pero Theo intervino, interceptándole la muñeca.
– No lo hagas, Alfred. Esta vez no. -Se volvió en dirección a la figura silenciosa de ojos negros, llenos de odio-. Vete -le dijo muy rápido, en chino-. Y no vuelvas.
El muchacho se alejó, perdiéndose con paso renqueante entre los árboles que bordeaban el jardín, y desapareció. Para Theo fue como contemplar la imagen de una criatura que regresaba a la jungla y se preguntó qué le habría llevado a salir de ella. Porque era evidente que no lo había hecho por un puñado de cacahuetes.
– Tal vez lamentes lo que acabas de hacer -le dijo Parker, meneando levemente la cabeza, en señal de indignación.
– «La misericordia descendió como una lluvia mansa» -citó Theo, cínico, y volvió a fijarse en la hoja de papel que aún sostenía, y que, en realidad, era un panfleto comunista.
«Sha! Sha! -rezaba-. Matad, matad a los odiados imperialistas. Matad al traidor Chiang Kai-Chek. Larga vida al pueblo chino.»
Aquellas palabras preocupaban a Theo más de lo que quería admitir. Chiang Kai-Chek y sus nacionalistas del Kuomintang se habían hecho con el control, y merecían una oportunidad, siempre y cuando las potencias occidentales lo apoyaran y lo protegieran de aquellos agitadores. Los comunistas harían con China lo mismo que Stalin estaba haciendo en Rusia: convertirla en una tierra baldía. China poseía tanta belleza, tanta alma, que no merecía ser despojada de todo como una prostituta cualquiera. «Que Dios nos guarde de los comunistas. Dios y el ejército de Chiang Kai-Chek.»
– ¿Ha dicho que sí?
– Sí.
Li Mei le besó la nuca.
– Me alegro por ti, Tiyo. Parker es un buen amigo.
Apoyó la mejilla contra su espalda desnuda, aunque sin dejar de acariciarle ambos lados de la columna con las yemas de los dedos, presionando con fuerza los músculos. Theo se encontraba tendido en el suelo, boca abajo, en el baño, mientras Li Mei le daba un masaje para aliviar la tensión de su cuerpo. A él siempre le asombraba la fuerza de aquellos dedos, la presión exacta que ejercía con la palma de la mano para liberar otro demonio de debajo de su piel.
– Sí, Alfred es un buen amigo, aunque algunas de sus opiniones son tan cerradas que encajarían bien con las de Oliver Cromwell.
– ¿Oliver Cromwell? Dime, ¿quién es? ¿Otro amigo?
Theo se echó a reír, mientras sentía que ella le masajeaba la clavícula con los nudillos.
– Te burlas de mí, Tiyo.
– No, amor mío, te venero.
– Eso es mentira. Tiyo malo. -Le golpeó las nalgas con los puños, hasta lograr que la sangre confluyera en sus ingles. Él se dio la vuelta y la agarró de las muñecas, se puso en pie y atrajo hacia sí su cuerpo desnudo. Olía a sándalo y, no sabía por qué, a helado. Inició el ascenso de la escalera con ella en brazos.
– Alfred se ha puesto furioso al saber lo corrupto que es Mason. Se ha escandalizado al enterarse de que quería obligarme a meterlo en el cártel del opio. Le he jurado a Alfred que el hecho de que tu padre lo dirija no quiere decir que yo esté implicado en modo alguno. Ya sabes lo que opino sobre las drogas.
– Una abominación, así llamas tú al opio.
Theo sonrió y le besó los cabellos oscuros.
– Sí, mi tesoro. Una abominación. De modo que ha aceptado investigar el pasado de ese cabrón para ver si encuentra algo que yo pueda usar para tenerlo en mis manos.
Entró en el aula vacía, acunándola en sus brazos.