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Sobre sus cabezas, pequeños cartuchos de madera zumbaban por toda la sala y, a través de tubos, transportaban dinero y recibos desde y hasta el cubículo situado en un rincón. Allí, una mujer con cara de cabra, con un pelo en la barbilla, controlaba el dinero y anotaba en una lista, con letra diminuta, las sumas de cada transacción. Por lo general, a Lydia le gustaba observarle las manos, siempre ocupadas, nunca quietas, pero ese día no estaba de humor. Lo cierto era que no estaba de humor para nada de todo aquello.

Contemplar los escaparates con sus bolsos de piel de serpiente y sus cajas de madreperla le hacía sentirse peor.

Dio media vuelta, dispuesta a salir de allí, y casi tropezó con un hombre al que reconoció: se trataba del señor del traje color crema y el panamá, el del mercado chino de la semana anterior, el del reloj, el inglés al que le gustaba la porcelana. Se alejó de él, no sin antes fijarse en que se metía la billetera en un bolsillo lateral de la chaqueta y se dirigía a la salida. Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto en papel de seda blanco.

La decisión fue instantánea. Recordó lo fácil que le había resultado la otra vez. Además, sólo un tonto llevaría la billetera tan descuidadamente. Cuando el hombre alcanzó la puerta, ella ya se encontraba allí. Caballerosamente, él la abrió y le cedió el paso, llevándose los dedos al ala del sombrero, y ella le dio las gracias con una sonrisa mientras pasaba por su lado.

Una vez en la calle, de vuelta al calor, dio dos pasos. Ni uno más. Una mano le agarró la muñeca y no la soltaba.

– Jovencita, devuélveme la billetera.

Lo dijo sin gritar, pero la rabia de su voz le rebotó en la cara.

– ¿Cómo dice?

– No empeores las cosas. Mi billetera. Ahora.

Lydia forcejeó para liberarse de aquella mano, se retorció y se volvió, pero él la agarraba con mucha fuerza. Era la tercera vez desde la muerte de su padre que sentía el tacto de la mano de un nombre. La primera, hacía unos días, en el callejón; la segunda, hacia apenas unos minutos, en el interior de aquel vehículo; y ahora esa. Le sorprendió constatar lo fuertes que eran todos.

– Mi billetera.

Ella levantó la bolsa de papel con la mano que le quedaba libre, y extrajo de ella el bien ajeno, devolviéndolo al bolsillo, aunque al interior en esa ocasión. Pero él seguía sujetándola por la muñeca.

Bajó la cabeza. ¿Qué más quería de ella?

– Lo siento -balbució.

– Con sentirlo no basta. A ti hay que enseñarte una lección. Te llevo derechita a la comisaría de policía.

– No.

– Te lo advierto, si me das algún problema, pediré ayuda a un par de agentes del tráfico. No creo que quieras pasar esa vergüenza.

Y se puso en marcha, arrastrándola. Algunas cabezas se volvieron, pero nadie se mostró lo bastante interesado como para intervenir. Una sensación de pánico se apoderaba de Lydia por momentos. Podía resistirse, sentarse en el suelo y negarse a moverse pero ¿de qué iba a servirle?

Ninguno de los dos hablaba; avanzaban en silencio.

– ¿Señor?

– Me llamo señor Parker.

– Señor Parker, no volveré a hacerlo.

– Por supuesto que no. Pienso asegurarme de ello.

– ¿Qué me hará la policía?

– Encerrarte en la cárcel, que es donde merecen estar los ladrones.

– ¿Aunque sólo tenga dieciséis años?

Sin aminorar la marcha, la miró como si hubiera visto un escorpión. Ella le sostuvo la mirada.

– Hace una semana sufrí otro robo -dijo, tenso-. Seguramente fue un mendigo chino, no mayor que tú. Probablemente era pobre, y tenía hambre. Pero eso no es excusa para robar. Nada disculpa un robo. Va contra la Palabra de Dios, y contra los cimientos mismos de nuestra sociedad. Si me hubiera pedido algo, yo se lo habría dado. Eso es la caridad. Pero no el reloj. Por Dios, eso no.

– Si yo le hubiera pedido, señor Parker, ¿me habría dado?

El hombre la miró, y un atisbo de confusión asomó a su rostro.

– No.

– Pero yo también soy pobre.

– Tú eres blanca. Deberías tener más conocimiento.

Lydia no dijo nada más. Tenía que pensar, mantener su cerebro en funcionamiento. En ese instante apareció ante ellos, a la derecha, la iglesia de San Agustín, gris y poco atractiva, y se le ocurrió algo, algo tan tentador que la adrenalina recorrió todo su cuerpo.

– Señor Parker.

El hombre no volvió la cabeza.

– Señor Parker, necesito entrar ahí.

– ¿Qué?

– En la iglesia.

Esa vez sí la miró, desconcertado.

– ¿Por qué?

– Si voy a ir a la cárcel, como usted dice, necesito buscar ante la paz de Dios.

El señor Parker se detuvo en seco.

– ¿Me está tomando el pelo, jovencita? ¿Me tomas por tonto?

– No, señor -musitó, bajando los ojos, modosa-. Sé que lo que he hecho está mal, y debo pedir el perdón del Señor. Le prometo que no tardaremos mucho. -Vio que su captor vacilaba-. Es para lavar mi alma.

Se hizo el silencio. Los ruidos de la calle parecieron remitir, como si sólo ese hombre y ella existieran en toda China. Contuvo la respiración.

El hombre se colocó bien los lentes.

– Está bien, supongo que no puedo negártelo. Pero no creas que vas a escaparte desde ahí dentro.

La condujo por la escalinata de piedra, agarrándole con fuerza la muñeca, y abrió de un empujón la pesada puerta de roble.

Al encontrarse dentro, Lydia quedó petrificada.

El hombre se detuvo e, impaciente, estudió su expresión.

– ¿Y ahora qué?

Ella negó con la cabeza. Era la primera vez que pisaba una iglesia. ¿Y si Dios la fulminaba y caía muerta?

El señor Parker pareció intuir sus temores.

– Dios te perdonará, niña, aunque yo no pueda.

Con los puños muy cerrados, dio unos pasos al frente. No estaba preparada para aquel descenso de temperatura, ni para los techos abovedados que se alzaban sobre ella como los hombres se alzan sobre las hormigas. Se estremeció, y Parker asintió, satisfecho ante su reacción. Ese lugar olía un poco como el patio trasero de la señora Zarya, y el aire húmedo impregnaba su olfato, pero la visión de las vidrieras llenó de emoción sus sentidos. La luz, el fulgor de los colores, eran de una intensidad absoluta, la túnica de la Virgen María más vivida que el pecho de un pavo real, y la sangre de Cristo del tono exacto de los rubíes del collar que Chang le había robado.

– Siéntate.

Lydia obedeció, y lo hizo en un banco largo, cerca del fondo. Alzó la vista para observar a un Cristo de tamaño natural situado por encima del altar, con el temor de que en cualquier momento empezara a brotarle sangre del costado. Había algunas personas sentadas en otros bancos, las cabezas inclinadas, los labios moviéndose al ritmo de las oraciones que murmuraban, pero la iglesia estaba, sobre todo, llena de vacío, y Lydia comprendió por qué la gente acudía a ella. Para alimentarse de aquel vacío. El corazón le latía más despacio, y el pánico que dominaba su mente la abandonó. Allí sí podía pensar.

– Recemos -dijo Parker, que apoyó la cabeza en las manos echándose hacia delante y apoyándose en el respaldo del banco que quedaba frente a ellos.

Lydia lo imitó.

– Señor -murmuró-. Perdónanos a todos, pecadores. Y perdona especialmente a esta joven por su transgresión, y dale la paz que nace de la comprensión. Señor, guíala con Tu Mano Todopoderosa, por la gracia de Jesucristo nuestro Salvador, Amén.

Lydia observaba, a través de su mano entreabierta, que un escarabajo se estaba montando en el zapato reluciente de Parker. Se hizo un largo silencio, y ella valoró la conveniencia de escapar en ese instante, pues el hombre le había soltado la muñeca. Pero no lo hizo, porque sabía que él la atraparía apenas ella moviera un músculo. Además, se estaba bien ahí. El vacío y el silencio.

Cuando cerraba los ojos se sentía como si flotara allí dentro. Miraba hacia abajo. Se despedía de las ratas y el hambre de abajo. ¿Es así como se sienten los ángeles? Ingrávidos, despreocupados y…