Abrió los ojos de golpe. ¿Quién iba a cuidar de su madre y de Sun Yat-sen si se alejaba en una nube blanca de algodón? Dios no parecía haber hecho un gran trabajo con los millones de chinos que morían de hambre, así que, ¿por qué pensar que iba a ocuparse de Valentina y de su conejito blanco?
Dejó que el silencio la rodeara de nuevo, con los ojos entrecerrados.
– Señor Parker.
– ¿Sí?
– ¿Puedo yo también decir una oración?
– Claro. Para eso hemos entrado.
Lydia aspiró hondo.
– Por favor, Señor, perdóname. Perdona mi horrible pecado, y haz que mamá mejore de su enfermedad, y mientras yo estoy en la cárcel, por favor, no dejes que muera, como murió papá. -Entonces recordó algo que había oído decir a la señora Yeoman-. Y bendice a todos tus niños de China.
– Amén.
Al cabo de un instante, volvieron a sentarse. Parker la miraba con una preocupación que parecía haber desplazado a su indignación. Le plantó una mano en el hombro.
– ¿Dónde vives?
– ¿Cómo te llamas?
– Lydia Ivanova.
– ¿Y dices que tu madre está enferma?
– Sí, está postrada en la cama. Por eso he tenido que venir al centro sola, y por eso le he cogido la billetera. Para pagar unos medicamentos.
– Dime la verdad, Lydia. ¿Habías robado alguna vez?
Lydia volvió el rostro hacia él, horrorizada, mientras iban montados en el rickshaw que los llevaba al Barrio Ruso.
– No, señor Parker, nunca. Que se me caiga la lengua si miento.
El hombre asintió, esbozando una sonrisa fugaz. A ella, la forma de su cabeza le recordaba la de un búho: lentes redondos, cara redonda y nariz pequeña y puntiaguda. Confiaba en que, una vez que viera a su madre inconsciente en la cama, y se diera cuenta de que vivían en una especie de leonera, se le ablandaría el corazón y la dejaría ir.
Se olvidaría de la policía, y hasta era posible que les ofreciera unos cuantos dólares para comprar comida. Lo miró de soslayo. Aquel hombre tenía corazón, ¿no?
– ¿Era muy valioso el reloj que le robaron? -le preguntó, mientras el rickshaw enfilaba su calle, que, incluso a sus ojos, parecía cochambrosa y destartalada.
– Sí, lo era. Pero lo grave del caso es que era de mi padre. Me lo regaló antes de partir para India, donde lo mataron, y desde entonces no me había desprendido nunca de él. Saber que lo llevaba siempre en el bolsillo del chaleco era algo muy importante para mí. Y ahora ya no lo tengo.
Lydia apartó la mirada. Al infierno con él.
Subió como una exhalación los dos tramos de escalera. Oía los Pasos del señor Parker tras ella, lo que le sorprendió: debía de estar más en forma de lo que su aspecto daba a entender. Abrió la puerta de la buhardilla de un empujón, se fue derecha a la habitación… Y paró en seco.
No notó que Parker se plantaba a su lado, pero sí oyó la exclamación de sorpresa que no logró reprimir.
– Mamá-dijo-. Estás… mejor.
– Querida, ¿de qué estás hablando? A mí nunca me ha pasado nada. Nada en absoluto.
Nada en absoluto. Valentina estaba de pie en medio de la estancia, y a pesar de lo oscuro del pelo y el vestido, lograba hacer de aquel desván un lugar más luminoso. Su pelo resplandecía sobre los hombros, suave y perfumado, y llevaba un vestido de seda azul marino con cuello blanco, voluminoso, y de escote bajo, que le realzaba el pecho. Se le pegaba a las caderas, pero, excepto ahí, el corte era ancho, muy suelto, y disimulaba muy bien su extrema delgadez. Lydia no se lo había visto nunca puesto. Estaba guapísima. Resplandecía, brillaba.
Pero ¿por qué ese día? ¿Por qué había tenido que escoger ese momento para transformarse en un ave del paraíso? ¿Por qué? ¿Por qué?
Parker carraspeó, incómodo.
– ¿Y quién es nuestro visitante, Lydia? ¿No piensas presentármelo?
– Éste es el señor Parker, mamá. Quiere conocerte.
La sonrisa de Valentina lo engulló y lo llevó a su mundo. Le tendió la mano con un movimiento elegante, y él se la estrechó.
– Encantado de conocerle, señor Parker. -Se rió, con una risa que era sólo para él-. Debe disculpar esta humilde morada nuestra.
Hasta ese momento Lydia no se había fijado en la buhardilla, y al hacerlo constató que había cambiado, que resplandecía. Las ventanas estaban abiertas de par en par, todas las superficies impecables, todos los almohadones en su sitio.
Se había convertido en un lugar lleno de dorados, bronces, luces color ámbar, sin el menor rastro de bichos muertos en el suelo, ni de zapatos desparejados bajo la mesa. El aire olía a lavanda, y no se veía ni un solo cenicero.
Aquello no era lo que Lydia había esperado.
– Señora Ivanova, también para mí es un placer conocerla. Pero lamento comunicarle que no traigo buenas noticias.
Valentina agitó las manos.
– Señor Parker, no me alarme.
– Me disculpo por ser motivo de preocupación para usted, pero su hija se ha metido en un lío. -A pesar de sus palabras, la miraba con gesto benigno, y ella se sentía cada vez más segura de sí misma. Tal vez pasara por alto el episodio de la billetera.
– ¿Lydia? -Valentina meneó la cabeza, indulgente, agitando la negra cabellera-. ¿Qué habrá hecho ahora? No habrá vuelto a nadar en el río.
– No. Me ha robado la cartera.
Se hizo un largo silencio. Lydia esperaba que su madre se escandalizara, pero no lo hizo.
– Le pido disculpas por el comportamiento de mi hija. Hablaré con ella, se lo prometo -dijo con voz grave, disgustada.
– Y me ha dicho que estaba usted enferma. Que le hacía falta dinero para comprarle medicamentos.
– ¿Le parezco enferma?
– En absoluto.
– En ese caso, es que le ha mentido.
– Estoy contemplando la posibilidad de ir a la policía.
– Por favor, no lo haga. Pase por alto esta equivocación suya, por esta vez. No volverá a suceder. -Se volvió para observar a su hija-. ¿Verdad que no, dochenk?
– No, mamá.
– Pídele perdón al señor Parker, Lydia.
– No se preocupe por eso, ya lo ha hecho. Y, lo que es más importante, se ha disculpado ante Dios.
Valentina arqueó una ceja.
– ¿De veras? Me alegro mucho de oírlo. Sé perfectamente lo mucho que le preocupa el estado de su alma juvenil.
Lydia se ruborizó, y dedicó a su madre una mirada asesina.
– Señor Parker -dijo en voz baja-, le pido disculpas por haberle mentido, y por robarle. He hecho mal, pero cuando he salido de aquí mi madre estaba…
– Lydia, querida, ¿por qué no le preparas un té al señor Parker?
– … mi madre había salido, y yo tenía un hambre atroz. No pensaba con la cabeza. Le he mentido porque estaba asustada. Lo siento.
– Muy bien dicho. Acepto tus disculpas, señorita. Olvidemos el asunto.
– Señor Parker, es usted el hombre más amable del mundo. ¿Verdad que sí, Lydia?
La joven hizo esfuerzos por no reírse, y se acercó a una esquina a preparar el té. Lo había visto muchas veces, había sido testigo de cómo los hombres se dejaban el cerebro olvidado en la puerta tan pronto como ponían los pies en la habitación en la que se encontraba su madre. Bastaba un parpadeo de sus ojos resplandecientes. Los hombres eran idiotas. ¿Es que no veían que les engañaban? ¿O acaso no les importaba?
– Venga, siéntese, señor Parker -le invitó Valentina, cambiando sutilmente de tema-, y cuénteme, ¿qué le ha traído a este país extraordinario?
El hombre tomó asiento en el sofá, y ella se instaló a su lado no demasiado cerca, pero sí lo suficiente.
– Soy periodista -dijo-. Y a los periodistas siempre nos atrae lo extraordinario. -Miró a Valentina y dejó escapar una risa algo forzada.