– Sí.
– Tus primas jugaban al mah-jongg en el pabellón.
– ¿Y tenían buen aspecto? -Al fin se volvió hacia él y le miró con ojos brillantes, sin poder disimular la curiosidad-. ¿Se reían, sonreían, parecían contentas?
Theo le rodeó la cintura con el brazo y le besó el pelo. Aspirar su perfume bastó para despertar su deseo.
– Sí, dulce niña, estaban preciosas, con sus peinetas de plata y sus cheongsams [3] color jade y azafrán, sus pendientes de perla y sus sonrisas en la cara. Libres y despreocupadas como pájaros en primavera. Sí, parecían contentas.
Sus palabras la complacieron. Le tomó la mano, se llevó los dedos a los labios y se los besó, uno por uno.
– ¿Y Po Chu?
– Hemos hablado un poco. Ni a él ni a mí nos ha alegrado encontrarnos.
– Ya lo sabía.
Theo se encogió de hombros.
– ¿Y mi padre? ¿Le has transmitido mi mensaje?
– Sí.
– ¿Y qué ha dicho?
En esa ocasión Theo no mintió.
– Me ha dicho -le reveló, atrayéndola hacia sí- «Yo ya no tengo ninguna hija que se llame Mei. Para mí, está muerta.»
Li Mei hundió el rostro en el pecho de su amante, con tal fuerza que él temió que fuera a asfixiarse. Pero no le dijo nada, y se limitó a abrazar su cuerpo tembloroso.
Capítulo 15
Chang An Lo viajaba de noche. Era más seguro. El pie seguía doliéndole, y en las montañas, el avance era lento. Su viaje de regreso duró demasiado. Casi le pillaron.
Oía su respiración, la de sus caballos. El golpeteo de la lluvia en sus capas de cabritilla. Él detuvo los latidos de su corazón y se tumbó boca abajo en el barro, y las pezuñas pasaron a un palmo de su cabeza, pero la oscuridad le salvó. Dio gracias a Ch'ang O, diosa de la luna, por darle la espalda esa noche. Después, robó una mula en un cobertizo sin vigilancia, en un pueblo que se hallaba en el fondo del valle, pero a cambio dejó un puñado de plata.
Acababa de amanecer, y el viento que provenía de las vastas llanuras del norte traía el polvo de limo amarillento, que penetraba en sus fosas nasales y se le metía en la boca. Fue entonces cuando divisó al fin la extensión de edificios que componían Junchow. Desde la distancia, la ciudad parecía desordenada. Lo oriental se fundía con lo occidental, y los destartalados tejados de la ciudad antigua surgían en yuxtaposición con los bloques macizos y las líneas rectas del Asentamiento Internacional. Chang trataba de no pensar en ella, en qué pensaría de él. Quiso escupir, pero aquel polvillo fino le había dejado sin saliva, y por eso se limitó a murmurar.
– Malditos una y mil veces los invasores fanqui. China se meará pronto en los diablos extranjeros.
Y, sin embargo, a pesar de sus maldiciones, una diablilla extranjera lo había invadido a él, y no sentía el menor deseo de expulsarla de su vida. Agazapado entre unos matorrales -su sombra fundida con la de los árboles- deseaba tanto volver a verla que le dolía a pesar de saber que se arriesgaba a perder más de lo que podía permitirse.
Sobre él, las venas rojizas que teñían el cielo parecían rastros de sangre derramada.
El agua estaba fría. Sabía nadar bien, pero las corrientes fluviales eran fuertes, y se enredaban a sus piernas como tentáculos, de modo que tuvo que golpear con fuerza para librarse de ellas. El pie que la muchacha-zorro le había cosido volvía a servirle de mucho, agradeció a los dioses que le hubieran concedido el don de un pulso tan firme. Gracias al paso por el río se ahorraría los centinelas, y todos los pares de ojos que vigilaban los caminos que conducían a Junchow. Había esperado al anochecer. Los sampanes y los juncos que navegaban río abajo con sus velas negras, y sin luces en la proa, lo dejaban atrás, rumbo a sus furtivos destinos y, sobre su cabeza, las nubes impedían la visión de las estrellas. El río guardaba sus secretos.
Cuando llegó a la otra orilla permaneció inmóvil, en silencio, junto al casco carcomido de una barca puesta del revés, atento a los sonidos de la oscuridad, a las sombras cambiantes. Estaba de nuevo en Junchow, cerca de ella una vez más. La alegría se apoderó de él, y al cabo de un rato, acompañado sólo por los crujidos de las ratas al moverse, se puso en marcha y se adentró en la ciudad.
– Ai! Mis ojos se alegran de verte. -El joven de la cicatriz larga que dividía un lado de su cara saludó a Chang con voz de alivio-. Saber que estás de vuelta, vivo, que sigues soltando tus maldiciones, amigo mío, significa que esta noche, al fin, dormiré tranquilo. Toma, bebe esto, parece que lo necesitas.
La luz de la pared parpadeó, la llama de la antorcha chisporroteo y silbó, como dotada de vida.
– Yuesheng, te doy las gracias. Esta vez se han acercado mucho los escorpiones grises de Chiang Kai-Check. Alguien debió de susurrarles algo al oído. -El recién llegado se tomó de un trago el licor de arroz, y sintió que le devolvía la vida a sus huesos helados. Se sirvió otro vaso.
– No importa quién haya sido; le cortaremos la lengua.
Estaban en una bodega. Las paredes de piedra rezumaban agua y aparecían cubiertas de líquenes de colores vivos, pero se trataba de un lugar espacioso, y los sonidos de la imprenta quedaban amortiguados por el grosor de las paredes y los techos. Sobre ellos se alzaba la fábrica textil, y en ella las máquinas no paraban en todo el día. Pero sólo el capataz sabía del mecanismo que, en secreto, trabajaba bajo sus pies. Se trataba de un miembro del sindicato, de un comunista, de un luchador por la causa, y suministraba petróleo y tinta así como cubos de licor de arroz, a los activistas del turno de noche. Desde que los nacionalistas del Kuomintang accedieron al poder y Chiang Kai-Chek juró que borraría a los comunistas de la faz de China, respirar era un peligro, y los panfletos, invitaciones a la espada del verdugo. Media docena de rostros jóvenes, voluntariosos se congregaban alrededor de la imprenta, media docena de vidas que pendían de un hilo.
Yuesheng se sacó del bolso una tira de pescado seco y se la entregó a Chang.
– Come, amigo mío. Necesitas recobrar fuerzas.
Chang obedeció, y probó su primer bocado en tres días.
– Los últimos carteles son buenos. Los que exigen nuevas leyes contra el trabajo infantil -dijo-. He visto varios de camino, uno pegado incluso sobre la puerta del Consejo.
– Sí. -Yuesheng se echó a reír-. Ése es obra de Kuan.
Al oír su nombre, la joven delgada alzó la vista de los panfletos que se dedicaba a amontonar, para meter en sacos, y saludó a Chang con un movimiento de cabeza.
– Cuéntame, Kuan, ¿cómo es que siempre te las apañas para colgar los carteles en los lugares más insultantes, bajo las mismas narices de Feng Tu Hong? -le preguntó, alzando la voz para hacerse oír sobre el estrépito de la maquinaria-. ¿Acaso vuelas con los espíritus de la noche, invisible a los ojos humanos?
Kuan se acercó. Llevaba la chaqueta azul, holgada, y los pantalones de una campesina, a pesar de haberse licenciado recientemente en Derecho, en la Universidad de Pekín. No era partidaria de las sonrisas dóciles que la mayoría de las mujeres de Junchow dedicaban al mundo.
Cuando sus padres la echaron de casa por humillarlos cortándose el pelo y aceptando un trabajo en una fábrica, su deseo de luchar por los derechos de las mujeres no hizo sino crecer. No quería que la mujer siguiera siendo propiedad de padres y maridos, perro al que se podía patear impunemente.
Poseía la valentía de la muchacha-zorro, pero en su interior no ardía ninguna llama, ninguna luz tan brillante que iluminara un espacio, ningún calor tan intenso que los lagartos se acercaran para estar a su lado.
¿Dónde estaría Lydia en ese momento? Lo estaría maldiciendo, de eso no le cabía duda. La imagen de sus ojos astutos, entrecerrados, aguardándolo, llenos de furia, hizo que se le escapara una carcajada, y Kuan, que malinterpretó su alegría, le dedicó una de sus escasas sonrisas.