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– Sí, por supuesto. Asistió todo el mundo. Fue de lo más elegante. Todos los coches y los carruajes más distinguidos. Y joyas, señor Liu, usted habría apreciado mucho las joyas. ¡Fue todo tan… -su voz delataba la emoción que sentía- tan perfecto!

– Me alegro de veras de oírlo. Es bueno saber que las muchas naciones que gobiernan este insignificante rincón de China son capaces de reunirse de vez en cuando sin cortarse el cuello las unas a las otras.

Lydia se echó a reír.

– No se crea, que se discutió mucho. Sobre todo en torno a las mesas de juego.

El señor Liu se echó un poco hacia delante.

– ¿Y cuál era el motivo de la disputa?

– Creo que… -deliberadamente, hizo una pausa para dar el último sorbo al té y mantener así el suspense, mientras oía la respiración entrecortada, expectante, de su interlocutor- se trata de algo relacionado con traer a más sijs de la India. Quieren reforzar la policía municipal, ¿sabe?

– ¿Acaso se esperan disturbios?

– El comisionado Lacock, nuestro jefe de policía, comentó que se trataba sólo de una precaución, a causa de los saqueos que tienen lugar en Pekín, y dado que mucha de su gente entra en nuestro Asentamiento Internacional de Junchow en busca de alimentos.

– Ai-ya, no hay duda de que vivimos tiempos terribles. La muerte es tan corriente como la vida. La hambruna y la inanición están por todas partes. -Entre ellos se hizo el silencio, que cayó como una piedra en un estanque-. Pero, explíquemelo, si tiene a bien, señorita, pues yo debo de ser tonto y no lo entiendo. ¿Cómo a alguien tan joven como usted la invitan a asistir a un evento tan ilustre en el Salón Mackenzie?

Lydia se ruborizó al instante.

– Mi madre -respondió con grandilocuencia- era la mejor pianista de toda Rusia, y tocó para el mismísimo zar en su Palacio de Invierno. Actualmente es muy requerida en Junchow. Y yo la acompaño.

– ¡Ah! -exclamó él, respetuoso, con una inclinación de cabeza-. Ahora lo entiendo todo.

A Lydia no terminó de gustarle el tono con que lo dijo. Siempre desconfiaba de su gran dominio del idioma, y le habían comentado que en otro tiempo había sido el capataz de la Compañía Minera Jackson & Mace. No le costaba imaginarlo con un pico en una mano y un puñado de oro en la otra. Pero se rumoreaba que había salido de allí por la puerta trasera. Lydia echó un vistazo a los estantes, y a la vitrina que, cerrada con llave, albergaba las joyas. En la China, los robos no eran infrecuentes.

Ahora le tocaba a ella.

– Espero que el aumento de población en nuestra localidad aporte ventajas a su negocio, señor Liu.

– Ai! Me duele no poder confirmar sus esperanzas. El negocio no va bien. -Entrecerró los ojos pequeños, oscuros, componiendo un gesto exagerado de tristeza-. Ese hijo de serpiente de estercolero, Feng Tu Hong, el jefe de nuestro nuevo Consejo, nos está llevando a todos al arroyo.

– ¡Oh! ¿Y cómo es eso?

– Exige a todos los comercios del viejo Junchow el pago de unos impuestos tan elevados que nos chupa la sangre de las venas. A mis viejos oídos no les sorprende oír que los jóvenes comunistas patrullan de noche pegando sus carteles. Ayer, en la plaza, dos más fueron decapitados. Son tiempos difíciles, señorita. Apenas encuentro ya baratijas con las que alimentarme a mí y a los inútiles de mis hijos. Ai-ya! El negocio va mal, muy mal.

No sin esfuerzo, Lydia consiguió reprimir su sonrisa.

– Lo lamento por usted, señor Liu. Pero le he traído algo que espero que contribuya a que su negocio vuelva a funcionar.

El señor Liu inclinó la cabeza, señal que indicaba que había llegado el momento. Ella se metió la mano en el bolsillo y extrajo su premio. Lo dejó sobre la mesa de ébano, en la que refulgió con el brillo de una luna llena. El reloj era hermoso, incluso a sus ojos inexpertos, y tanto su armazón dorado como su pesada cadena de plata desprendían olor a dinero. Observó con atención al señor Liu. En su rostro no se movió ni un músculo, pero no logró evitar que un destello de deseo recorriera fugazmente su mirada. Con todo, la apartó al momento del reloj y, muy despacio, dio un sorbo más al té. Pero Lydia ya estaba acostumbrada a su estrategia, y conocía bien sus trucos.

Esperó.

Finalmente, el señor Liu lo sostuvo entre los dedos, y de la túnica extrajo un monóculo de aumento para examinarlo. Levantó la tapa delantera, de plata, y la trasera, así como la interior, mientras murmuraba para sus adentros en mandarín y acariciaba delicadamente el metal. Al cabo de unos instantes, lo dejó en la mesa.

– Tiene cierto valor -enunció indiferente-, aunque escaso.

– Yo diría que su valor es más que escaso, señor Liu.

– Ah, pero éstos son tiempos difíciles. ¿Quién tiene dinero para cosas como éstas cuando no hay comida que llevarse a la boca?

– Se trata de una pieza muy bien trabajada.

El vendedor movió un dedo, como si quisiera acariciar la plata una vez más, pero, en lugar de hacerlo, se lo llevó a la barba.

– No está mal-reconoció-. ¿Más té?

Durante diez minutos negociaron, regateando en favor de uno y de otro. En cierto momento Lydia se puso en pie y se guardó el reloj en el bolsillo. Fue entonces cuando el señor Liu aumentó su oferta.

– Trescientos cincuenta dólares chinos.

Ella volvió a dejar la pieza sobre la mesa.

– Cuatrocientos cincuenta -exigió.

– Trescientos sesenta. No puedo permitirme más, señorita. Mi familia pasará hambre.

– Pero vale más. Mucho más.

– No para mí. Lo siento.

Ella aspiró hondo.

– No es bastante.

El vendedor suspiró y meneó la cabeza y la trenza.

– Está bien, no comeré durante una semana. -Hizo una pausa y la estudió con ojos penetrantes-. Cuatrocientos dólares.

Lydia aceptó.

Estaba contenta. Atravesaba deprisa la ciudad vieja, de regreso a casa, con la cabeza llena de todas las cosas buenas que compraría: una bolsa de buñuelos dulces de albaricoque, y sí, un bonito pañuelo de seda para su madre, y unos zapatos nuevos para ella, porque los que tenía le apretaban mucho, y quizás un…

La calle estaba cortada, y la escena que se desarrollaba en ella era de absoluto caos. El centro lo ocupaba un Bentley negro, muy grande, con sus guardabarros anchos y sus remates cromados, relucientes. El vehículo era tan inmenso, tan incongruente en el marco de aquellas callejuelas pensadas para el tráfico de mulas y carretillas, que por un momento a Lydia le pareció que no había visto bien. Parpadeó. Pero sí, el coche seguía en su sitio, aprisionado entre rickshaws, uno de ellos volcado y con una rueda rota, y con un burro con su respectivo carro cerrando el paso por delante. El carro había derramado toda la carga de raíces de loto blanco por el suelo, y el burro rebuznaba en su intento de comérselos. El griterío era general.

Mientras Lydia pensaba cuál era el mejor modo de pasar desapercibida en medio de aquel pequeño drama, la cabeza de un hombre se asomó por la ventanilla del Bentley y habló con el tono de alguien sin duda acostumbrado a emitir órdenes.

– Muchacho, saca de aquí el coche inmediatamente, y toma el camino que va paralelo al río.

– Sí, señor -respondió el chófer uniformado, aunque sin dejar de golpear al carretero con su gorra cónica-. Por supuesto, señor. Ahora mismo, señor. -Se volvió para hacer la reverencia de rigor a su amo, y retiró la vista, al tiempo que añadía-: Pero eso es imposible, señor. Ese camino es demasiado estrecho.

El señor del coche se llevó la mano a la frente, desesperado, y exclamó algo que Lydia no oyó, pues había decidido reanudar la marcha. Tratando de no aparentar la prisa que tenía, dobló al llegar a un callejón lateral. Porque lo conocía. Conocía al hombre del coche. Sabía quién era, al menos. Aquella mata de pelo blanco. Aquel bigote tieso. Aquella nariz aguileña. Sólo podía tratarse de sir Edward Carlisle, el gobernador del Asentamiento Internacional de Junchow. El nombre de aquel demonio bastaba para que los niños que no querían acostarse se metieran derechos en la cama, aterrorizados. Pero ¿qué estaba haciendo él allí? ¿En la ciudad antigua? ¿En el barrio chino? Aquel hombre era conocido por meter sus narices donde no le llamaban, y en ese momento lo que menos falta hacía a Lydia era que la viera.