– ¡Chyort! -maldijo entre dientes.
Era precisamente el intento de evitar el contacto con blancos lo que la llevaba hasta allí, el motivo por el que se arriesgaba a internarse en territorio chino. Vender sus bienes de dudosa procedencia en el Asentamiento habría resultado demasiado peligroso. La policía no dejaba de rondar las casas de empeños y las tiendas de coleccionistas, a pesar de los sobornos que, desde todas las procedencias, acababan en sus bolsillos. Cumshaw, los llamaban. Así funcionaban las cosas por allí. Todo el mundo lo sabía.
Echó un vistazo a la calle en la que se había metido, más estrecha y sórdida que las demás. Y sintió en la nuca un aguijonazo de angustia que era como la mordedura de una araña. Se trataba más de un callejón que de una calle propiamente dicha, y quedaba totalmente en penumbra, porque los edificios de sus dos aceras se alaban a tan poca distancia unos de otros que la luz del sol jamás penetraba en él. A pesar de ello, había ropa tendida en lo alto, prendas que colgaban inertes como fantasmas al calor húmedo, mientras, desde el extremo más alejado, un hombre que llevaba el sombrero característico de los obreros chinos, se acercaba a ella empujando una carretilla en la que había apilado una gran cantidad de hierba seca. Su avance era lento y laborioso, pues se producía sobre un suelo de tierra prensada, y el chirrido de aquella rueda era el único rumor que se oía en toda la calle.
¿Por qué había tanto silencio?
Fue entonces cuando vio a la mujer que lo observaba todo de pie, junto a una puerta. Su rostro se parecía al de las muchachas a las que Polly, la amiga de Lydia, llamaba «Damas de Delicias», con sus ojos muy maquillados de negro, y un toque de carmín en unos labios que asomaban a un rostro cubierto de polvos de arroz. Pero Lydia sospechaba que no era tan joven como parecía. Con un dedo rematado en una uña roja, la mujer llamaba a Lydia. La muchacha vaciló, y se llevó la mano a la boca, en el gesto infantil al que recurría cuando la dominaban los nervios. No debería haberse aventurado por allí, y mucho menos con tanto dinero en el bolsillo. Incómoda, negó con la cabeza.
– Dólares. -La palabra, que brotó de los labios de aquella mujer, descendió por la calle-. ¿Quieres dólares chinos? Sus ojos pequeños se clavaron en Lydia, que seguía sin acercarse.
El silencio pareció volverse aún más denso. ¿Dónde estaban los pillos harapientos que jugaban junto a las alcantarillas? ¿Y los vecinos quisquillosos? Las ventanas de las casas aparecían cubiertas con papeles encerados, más baratos que el cristal, de modo que debería de haberse oído el golpeteo de cazos y sartenes. Pero a sus oídos sólo llegaba, monótono, el chirrido de la carretilla y el zumbido de las moscas negras. Aspiró hondo, y se sorprendió al notarse las palmas de las manos sudorosas. Dio media vuelta, dispuesta a salir corriendo.
Pero de la nada surgió una figura enclenque, vestida de negro, que le cerró el paso.
– Ni zhege yochou yochun de ji! -le gritó a la cara.
Lydia no entendió lo que le decía, pero al ver que escupía en el suelo, y le silbaba, no dudó que aquellas palabras no significaban nada bueno.
Se trataba de un hombre muy flaco que, a pesar del calor sofocante, llevaba una gorra de pieles, con largas orejeras, bajo la que se adivinaban mechones indómitos, canosos. Los ojos, sin embargo, eran brillantes y fieros. Le plantó un puño tatuado frente a la cara y Lydia, como una tonta, se fijó en la suciedad que se acumulaba entre sus uñas. Trataba de pensar racionalmente, pero el corazón le latía con tal fuerza que no lo lograba.
– Déjame pasar, muchacho -logró decirle en un tono que pretendía ser duro, demostrarle que controlaba la situación. Como sir Edward Carlisle. Pero no lo consiguió.
– Wo zhishiyao nide quian, fanqui.
De nuevo aquella palabra. Fanqui. Diablo extranjero.
Intentó rodearlo y seguir su camino, pero él volvió a cerrarle el paso. Tras ella, el chirrido de la carretilla cesó, y al volverse a mirar por encima del hombro vio que la mujer y el obrero estaban juntos, en medio del callejón, bañados en sombras negras, y que observaban todos sus movimientos con gesto hostil.
Una mano delgada se aferró como un alambre a su muñeca.
Lydia fue presa del pánico, y empezó a chillar. Y entonces fue como si los mismísimos demonios del infierno hubieran quedado en libertad. La calle se llenó de ruido, de gritos, mientras la mujer avanzaba con los pies vendados y el hombre soltaba la carretilla y se abalanzaba sobre Lydia, emitiendo un gruñido, con una hoz visible en el costado. Mientras, la presión de la mano de aquel viejo diablo no dejaba de aumentar, y cuanto más forcejeaba ella, más se hundían las uñas en su carne, como afilados dientes.
Sin mediar palabra, una cuarta persona apareció en la calle. Se trataba de un joven, no mucho mayor que Lydia, aunque bastante alto para ser chino, de cuello pálido, esbelto, y pelo corto, que llevaba una camisola de cuello en punta sobre unos pantalones holgados que se mecían al vaivén de sus movimientos. Su mirada era rápida, decidida, pero mientras estudiaba la situación su rostro se mantenía inexpresivo. Al darse cuenta de que el viejo agarraba a la joven por la muñeca sintió ira, y aquello dio a Lydia cierta esperanza. Quiso gritar, pedir ayuda, pero antes de que las palabras asomaran a sus labios, el mundo entero pareció difuminarse en un remolino de movimiento. Un pie veloz se hundió con fuerza en el pecho del viejo. Lydia oyó con nitidez el chasquido de las costillas al romperse, y su captor cayó al suelo emitiendo un chillido de dolor y arrastrándola a ella en su caída.
Lydia retrocedió a trompicones, pero logró mantener el equilibrio. En lugar de huir, permaneció inmóvil, asombrada, con los oros muy abiertos. Los movimientos del joven chino la hipnotizaban, parecía flotar en el aire y quedar suspendido en él antes de extender un brazo o una pierna con la velocidad de una cobra en posición de ataque. Le recordaba a los Ballets Rusos que madame Medinsky la había llevado a ver el año anterior en el Teatro Victoria. Aunque había oído hablar de aquellas artes marciales, nunca hasta entonces las había visto puestas en práctica. Tanta rapidez de movimientos la aturdía, pero vio que el joven se acercaba al hombre de la hoz, y una vez a su altura se echaba hacia atrás, con los hombros levantados y la mano extendida, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Acto seguido dobló todo el cuerpo, dio media vuelta y saltó por los aires. Alargó al brazo, y con la mano golpeó la nuca del hombre sin darle tiempo siquiera a mover la hoz. La boca pintada de la mujer china se abrió, y de ella brotó un grito de horror.
El joven se volvió para mirar a Lydia. Sus ojos eran negros, profundos, almendrados, y mientras ella los observaba, un viejo recuerdo despertó en su interior. Ya había visto aquella mirada, aquella expresión exacta de preocupación en un rostro que la observaba, en la nieve, pero había transcurrido tanto tiempo que casi la había olvidado. Estaba tan acostumbrada a defenderse sola que ver que alguien se ofrecía a luchar por ella produjo un pequeño estallido de asombro en su pecho.
– Gracias, xie xie, gracias -exclamó, con la respiración entrecortada. Él se limitó a encogerse de hombros, como indicando que no le había supuesto el menor esfuerzo; en realidad, y a pesar de lo veloz de su ataque, y del calor sofocante del callejón, no se apreciaba el menor atisbo de sudor sobre su piel.
– ¿No se ha hecho daño? -le preguntó, expresándose a la perfección en su idioma.