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– El lugar en el que debe buscar, señorita, son los muelles. En el puerto. Se trata de un mundo sin ley, sin nombres. El único lenguaje que se conoce ahí es el del dólar. El del dólar y el de la navaja.

– Señor Liu, es usted generoso con las palabras. Gracias.

– Vaya con cuidado, señorita. Ese es un lugar peligroso. La vida vale menos que un pelo de su cabellera cobriza.

– Gracias por la advertencia. Lo tendré en cuenta. -Dio un sorbo al té y miró a su alrededor, echando un vistazo a los objetos expuestos. La pierna metálica plantada junto a la puerta ya no estaba, pero en su lugar destacaba la concha de una tortuga gigante-. Tengo algo que tal vez le interese.

El señor Liu siguió tomándose su té, impasible.

Lydia le mostró un objeto envuelto en un paño. Se trataba de un bolso. Alfred lo había comprado como regalo para Valentina, y a cambio había obtenido un beso, pero, cuando él se fue, su madre se había encogido de hombros y lo había metido debajo de la cama.

– ¡Rojo! -exclamó-. No consentiré que nadie me vea jamás con un bolso rojo.

Con todo, parecía un objeto caro. Forrado de raso, rematado por unas perlas diminutas junto al cierre. Lydia lo dejó sobre la mesa. El señor Liu lo miró, sin decidirse a tocarlo, y juntó mucho los labios.

– Treinta dólares -ofreció.

Lydia lo miró, boquiabierta. Aquello era más de lo que esperaba, y no pensaba discutir con él. Asintió. Él se sacó un canutillo de billetes de la túnica y, tras contar seis de ellos, se los puso en la mano.

– Gracias, señor Liu. Es usted muy generoso.

Se puso en pie, dispuesta a irse.

– Cuídese, señorita. Sólo tenemos una vida. No desperdicie la suya.

Los enterró. Enterró los treinta dólares.

Los metió en un tarro, que escondió bajo tierra, junto a la roca plana. Cada vez que iba a la Quebrada del Lagarto usaba un guijarro para dibujar una línea en un costado de la roca grande, para que él se diera cuenta de que había estado ahí. Ese día, además, juntó varias piedras y formó con ellas un montoncito, justo en el lugar en el que había enterrado el tarro, como un túmulo.

– Te darás cuenta, Chang An Lo, estoy segura de que te darás cuenta. Treinta dólares no es mucho dinero, pero algo es algo. Te traeré más, te lo prometo. Si estás en apuros, te serán de ayuda.

Apoyó la mano sobre la última de las piedras del túmulo, y la rozó con los dedos, como si, al hacerlo, estuviera acariciando al propio Chang.

– Que no esté en apuros -susurró, invocando a los dioses-. Que sólo me necesite a mí.

Capítulo 28

Theo abrió los ojos de repente, liberándose de las salvajes garras de sus sueños. Le faltaba el aire. Sus pulmones apenas se movían, la oscuridad penetraba en su mente, y un dolor agudo, como el pinchazo de un alfiler, le oprimía la garganta.

Finalmente, sus ojos percibieron lo que tenían delante.

La gata. Por Dios, si era sólo la maldita gata. Tenía a Yeewai acurrucada sobre el pecho, y sus ojos malignos, amarillos, a apenas unos centímetros de los suyos. Con las patas amasaba la suave piel que se extendía entre sus clavículas. De su boca salía un sonido que era como de máquina de vapor, pero Theo no estaba seguro de si se trataba de un ronroneo o de un gruñido.

Apartó al animal, que siguió en la misma postura, sobre el edredón, y al momento constató que el cuerpo tibio de Li Mei no estaba a su lado, en la cama. ¡Dios! ¿Qué hora era? Se sentó en la cama. La cabeza le explotó en mil pedazos, y cada uno de ellos fue a empotrarse contra su cerebro. La zarpa de la gata le arañaba la mano, en señal de protesta. Theo gruñó, se sentó al borde de la cama y se sostuvo la cabeza con las dos manos.

Ya era de día, y el aliento le olía a culo de rata.

Un día más. Gracias a Dios.

Sintió frío. Mucho frío. El aire del aula estaba tan helado que a Theo no le habría sorprendido ver que le salía vaho de la boca al hablar. Se estremeció. Le dolía todo el cuerpo.

Estaba sentado en su lugar habitual, sobre la tarima, ante su mesa, pero había una estufa tras él, lo bastante cerca como para tocarla. El maldito encargado de mantenimiento debía de haberse olvidado de nuevo. Pero no. Al alargar la mano constató que estaba caliente y, al pensarlo, al fijarse en la condensación visible en las ventanas, se dio cuenta de que el aula debía de estar bien caldeada, protegida de las ráfagas de viento que, en el exterior, soplaban desde el norte. Los alumnos parecían sentirse cómodos, y no daban muestras de tener frío. Los alumnos. Filas y filas de ellos. Criaturas indómitas. Hoy le parecían sanguijuelas en su piel, sanguijuelas que le chupaban la sangre hasta dejarle sin ella, que succionaban todos los conocimientos, que pasaban de su cabeza a la de ellos. Volvió a estremecerse, y trató de concentrarse en el montón de papeles que tenía delante. Sin embargo, veía las letras borrosas, no lograba fijar la vista en ellas. Había llegado tarde, y pidió a la clase que completara un ejercicio de historia mientras él se esforzaba por corregir los deberes que debería haber revisado la tarde anterior.

Ése era el problema de pasar tantas noches en el río. A la mañana siguiente no sentía más que frío y cansancio, un cansancio que se le metía en los huesos. Los capitanes chinos de los juncos y los sampanes, los remeros de las barcazas ya se habían acostumbrado a su presencia, y él a la suya. Se habían terminado los sobresaltos. Las navajas. Y los gatos, gracias a Dios. Sabían muy bien cómo aliviar el dolor que les causaba el viento que viajaba río abajo, penetraba en la garganta y, húmedo, iba pudriendo los pulmones. Fueron ellos los que le enseñaron, los que le mostraron cómo lograr que la espera se hiciera más corta, que el miedo perdiera intensidad. Ahora, le bastaba con pensar en la pipa que guardaba arriba, en el cajón, para que le temblaran las manos.

Un grito le llevó a levantar la cabeza, que, sin que él se diera cuenta, apoyaba en las manos. Un muchacho de pelo moreno forcejeaba con una niña por la posesión de una pluma.

– ¡Philips! -exclamó secamente Theo.

– Pero señor, yo…

– Silencio, niño.

El malhechor dedicó una mirada asesina a su compañera, que sonrió, triunfante.

Theo no quiso insistir. Sus rostros, delante de sus ojos, se convertían en figuras grises, confusas. Parpadeó para que regresaran sus perfiles definidos, y se fijó en el resto de caras de sus alumnos. Eran pocos los que parecían estar trabajando. Las niñas cuchicheaban, cubriéndose la boca con las manos, y un muchacho doblaba una hoja de papel con gran precisión, con la intención de convertirla en un avión. La joven rusa miraba por la ventana. Con gran esfuerzo, se frotó los ojos para eliminar las telarañas que, al parecer, se los cubrían. La rusa se volvió entonces, lo miró, y él sintió cierta incomodidad. Aquella muchacha miraba de un modo especial, como si fuera capaz de descubrir todos los agujeros negros que él trataba de ocultar. Se preguntaba si sabía lo afortunada que era de seguir con vida, después de lo sucedido con Feng Tu Hong y los Serpientes Negras.

Alfred estaba loco. ¿Cómo iba a emparentar con esa familia?

Sin saber por qué, recordó la conversación que mantuvo con la niña en el Club Ulysses, su deseo indómito de modelar su vida a su antojo, simplemente gracias a su fuerza de voluntad… La vida no era tan fácil. ¿No se le había ocurrido a aquella tonta preguntarse por qué era la única extranjera de la escuela, la única alumna que no era británica, en medio de todos aquellos Taylor, Smith y Fielding? ¿Acaso no le parecía raro? Aunque no es que socializara mucho. Siempre estaba sola, o con la hija de Mason. Volvió la mirada hacia la cabellera rubia y brillante de Polly, inclinada sobre sus tareas. Parecía la única concentrada del todo en el ejercicio, y de pronto una ira amarga le ascendió por la garganta, y sintió la necesidad imperiosa de herir a la pobre criatura indefensa.