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Christopher Mason.

Un nombre que le hacía justicia. «Hombre de piedra.»

– No -le había dicho Mason, apostado tras su vaso de ginebra, en el club, esbozando una sonrisa que no era una sonrisa-. No se acabará tan fácilmente.

– Maldita sea, hombre -exclamó Theo-. La deuda con el banco se pagará a principios del año próximo, y así se acabará, al menos por lo que a mí respecta. Nada más.

– No puedo sino mostrarme en desacuerdo.

– No sea ridículo. Usted puede llevar el negocio solo. No me necesita para nada, y Feng Tu Hong tampoco.

– Yo sí le necesito, Willoughby. No se subestime.

Ojos grises, acerados, lo mismo que la lengua.

– ¿Por qué?

– Querido amigo, porque Feng no acepta el trato si no participa usted. El viejo diablo lo quiere a usted, y si no cierra la tienda. Quién sabe por qué.

Theo sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Ése es su problema -replicó-. No el mío.

Hizo ademán de marcharse.

– Dicen que la cárcel no es un lugar demasiado agradable.

Theo se giró. Le costó gran esfuerzo reprimir el deseo de aplastarle la cara de un puñetazo, pero el último vestigio de su instinto de supervivencia lo agarró con fuerza y se lo impidió. Se acercó mucho a Mason, para dejar clara su diferencia de altura, y le echó el aliento en la cara.

– ¿Es eso una amenaza?

Mason asintió despacio.

– Sí.

– Lo que quiere decir es que me denunciaría. A Aduanas.

– Eso es, exactamente. Como traficante de opio, el barro extranjero, como lo llaman. Puedo facilitarles fechas, barcos ilegales, todo. Testigos que declaren haberle visto. Sin darse cuenta, se vería encerrado entre las cuatro paredes de su celda, y ahí se pasaría diez años sin hacer otra cosa que mirarlas -dijo, con una secreta satisfacción en la mirada.

– Si me delata, Mason, lo arrastraré conmigo a ese infierno, hijo de puta, le juro por Dios que lo haré.

Mason se echó a reír.

– No se engañe, estúpido. No tiene pruebas. No hay nada que me relacione con sus actividades nocturnas en el río. No creerá que he ingresado el dinero en el banco, ¿verdad? -Volvió a reírse, un graznido áspero, estridente, que enervaba a Theo-. Está atrapado, metido en una caja, y no puede escapar más de lo que un muerto puede escapar de su ataúd. De modo que disfrute de sus beneficios, que deben de venirle muy bien y no le cuesta demasiado ganar. -Observó a Theo, divertido-. Diría, amigo mío, que ya lo está haciendo, y no poco.

Theo sabía que estaba atrapado. La rabia que sentía le agujereaba el estómago, y sólo aquella dulce pasta negra parecía adormecerle el dolor. Pero Li Mei no lo comprendía. Hablaba poco. Pero se daba cuenta de cómo le cambiaba la mirada cada vez que él se acercaba al cajón.

– ¿Señor?

Theo parpadeó varias veces. Los engranajes de su cerebro se pusieron en marcha. Los alumnos seguían ahí, en clase. Era Polly. La hermosa Polly.

– ¿Sí?

– Ya he terminado, señor.

– En ese caso, señorita Mason, ¿por qué no se acerca a la tarima y lee en voz alta su trabajo, para beneficio de quienes carecen de su agilidad mental? -Polly hundió mucho los hombros, como si quisiera esconderse bajo el pupitre, y musitó algo ininteligible-. Disculpe, señorita Mason, no he entendido lo que ha dicho.

– He dicho que prefiero no hacerlo, señor.

El recuerdo de la risa de Mason, que volvía a inundarle los oídos, le espoleó. No solía llamar a Polly para que leyera en voz alta, pues su talento académico era más bien mediocre, pero qué más daba eso ahora. Ese día las cosas iban a ser distintas. La alumna se plantó frente a las filas de rostros expectantes y empezó a leer a trompicones, las mejillas encendidas de rubor. Theo constató, no sin sorpresa, que se refería a Enrique VIII y al Campo del Paño de Oro. ¿Era aquello lo que les había encargado hacer? Ya lo había olvidado. Polly se equivocaba al leer, cada vez parecía hacerlo más despacio, hacerse más pequeña.

– Ya es suficiente, señorita Mason. Puede sentarse.

La joven le dedicó una mirada de gratitud y regresó a su asiento. «Gratitud.» En ese instante, estuvo seguro de que ella lo odiaba por su exhibición de crueldad gratuita, lo odiaba tanto como él se odiaba a sí mismo.

– La felicito, Polly, por su diligencia. Y ustedes, el resto de la clase -escrutó con desprecio a sus alumnos, y creyó adivinar una mirada parda que le observaba con furia-, se quedarán sin patio y terminarán una redacción sobre la Dieta de Worms. Usted, Polly -añadió, sonriéndole mansamente-, no tiene que hacerla, porque ha trabajado bien.

Los ojos azules de la muchacha se iluminaron.

Era demasiado fácil. Vengarse de ese modo. Era Mason el que merecía que le clavaran un pico en el corazón. Si es que lo tenía, claro.

– ¿Señor Theo?

– ¿Qué sucede, Lydia?

– Por favor, ¿sería tan amable de traducirme algo? Son sólo unas pocas frases. Traducirlas al chino, digo.

La jornada escolar tocaba a su fin, y él sentía la cabeza a punto de estallar. Casi no controlaba ya el temblor de sus miembros, ni aguantaba las ganas de ir a por la pipa y la pasta, y también a por aquella cucharilla que se calentaba, aunque antes debía entregarse al ritual de los padres recogiendo a los alumnos a la puerta del colegio. Por suerte, el viento soplaba con fuerza en el patio, por lo que las madres y las amahs no se habían demorado mucho, no se habían entretenido conversando sin motivo. Pero ahora la niña rusa quería algo. ¿Qué había dicho? ¿Traducción? Le extendía algo, un papel, y esperaba que él lo cogiera. Sus dedos se alargaron, y vio que ella se fijaba en su modo errático de palparlo, antes de hacerse con él. Con esfuerzo leyó lo que estaba escrito. Eran cuatro frases cortas.

¿Conoce a alguien llamado…?

¿Puede indicarme cómo se llega a…?

¿Dónde está…?

¿Él vive/trabaja aquí?

– ¡Ajá! -Le sonrió-. El joven chino. Le busca, ¿no es cierto?

La reacción de la muchacha le causó gran sorpresa, pues abrió mucho la boca, el rojo de sus labios se volvió blanco como el papel, y pareció de pronto más joven y vulnerable que un pájaro en su cascarón.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Dónde está? ¿Lo ha visto usted? ¿Está bien? ¿Sabe…?

– Tranquila, Lydia. -A la joven rusa las manos le temblaban más que a él-. Si estamos hablando de la misma persona, no, no sé cómo se llama y no sé dónde está. Pero no debe preocuparse por él, porque la última vez que lo vi estaba bajo la protección de Feng Tu Hong, el gran jefe del Consejo Chino y de los Serpientes Negras, de modo que no debería…

Lydia se balanceó en su sitio, aunque Theo no sabía si de alivio o de horror.

– ¿Cuándo? -le preguntó en un susurro.

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Ah, hace un tiempo… No recuerdo bien cuándo fue. Estaba hablando con Feng Tu Hong. De usted.

– ¿De mí? ¿Por qué de mí? ¿Qué decía?

A Theo le impresionaba su desesperación, pues le recordaba a la suya propia. Como si estuviera desangrándose por dentro.

– Lydia, querida, cálmese. Le estaba pidiendo a Feng que ordenara a los miembros de la hermandad de los Serpientes Negras que la dejaran en paz, aunque no tengo ni idea de qué les había hecho para que se enfadaran tanto con usted.

– ¿Y qué dijo Feng?

– Bueno, Feng… -Vaciló, porque no quería revelar del todo la sórdida verdad a aquella muchacha tan joven-. Feng aceptó hacerlo, dejarla en paz, quiero decir. Fue fácil en realidad.

– Señor Theo, no me trate como si fuera tonta. Sé cómo funciona China. ¿Qué precio le impuso?

– Tiene razón. A cambio le facilitó información. Sobre las tropas que estaban a punto de llegar desde Pekín. Eso es todo.

La piel de Lydia había adquirido aquella palidez enfermiza de los enfermos de tuberculosis. Theo empezaba a preocuparse por ella.