Liev asintió. Con movimientos lentos la arrastró tras de sí y, caminando de espaldas, salieron del bar.
– No estaba ahí -balbució ella cuando estuvieron fuera. Le alivió ver que le salía vaho de la boca, constatar que todavía le funcionaban los pulmones.
Liev volvió a asentir.
– Hay muchos bares.
Esa noche visitaron diez de ellos, repartidos por distintas zonas del puerto. No volvieron a apuntarles con rifles, pero no les recibieron con sonrisas. Los ojos los miraban con el mismo desprecio, y las bocas murmuraban maldiciones y escupían su odio al suelo.
Empezaba a correrse la voz. Se decía que un oso gigante acompañado de una niña pelirroja se dedicaba a romperle la cara a la gente. Cuando entraban en un bar y se plantaban frente a la puerta no más de dos minutos, las cabezas se volvían hacia ellos, pues todos habían oído hablar de aquella extraña pareja que recorría los muelles. Lydia lo notaba en la cara, lo mismo que sentía su deseo de rebanarles el pescuezo a aquellos dos fanqui. Cada vez que se asomaba a la penumbra de algún antro oscuro y maloliente y oía el silencio que se hacía en las mesas cuando los parroquianos se volvían a mirar, no esperaba encontrar el rostro que buscaba, el de los ojos intensos y pensativos que siempre la observaban con atención, el de la nariz que se dilataba cada vez que algo le divertía, a pesar de que su sonrisa tardara en llegar. No esperaba verlo. Pero aun así seguía esperando.
En uno de los bares, un hombre bajito como un tonel, de pelo grasiento, se plantó nervioso frente a ellos, y les dijo algo en chino.
Liev Popkov clavó su ojo bueno en el desconocido, pero se dirigió en ruso a Lydia.
– Pregunta a quién estás buscando.
– Dile que no voy a decirle el nombre. Dile que informe a todos los… -buscó en su memoria la palabra rusa- pyanitsam, los clientes, que la niña pelirroja ha estado en su bar. Y que está buscando a alguien.
Liev frunció el ceño.
– Díselo.
Él lo hizo.
Una vez de nuevo en la calle, el hombretón se detuvo, indiferente a los copos de nieve que se le pegaban a la barba negra, y le puso la mano en el hombro, con la fuerza de un camión que acabara de aterrizar en él.
– ¿Por qué no pronuncias su nombre?
– Porque es demasiado peligroso para él, slishkom opasno.
– ¿Es comunista?
– Es una persona.
– ¿Cómo vas a encontrarlo si no dices cómo se llama?
– Estoy aquí. La gente habla. Se enterará.
– ¿Y sabrá que eres tú?
– Sí, lo sabrá.
Lydia estaba tendida en la cama, vestida. Temblaba. No lograba sacarse de los huesos el frío gélido de los muelles. Le parecía que se le iban a partir, y aunque tenía los dedos metidos bajo las axilas, aún notaba en ellos el viento cortante. Se había envuelto en el viejo edredón, hecha un ovillo, y sobre él había colocado todas las ropas de que disponía, pero estaba helada. La estufa antigua echaba humo. No es que les faltara keroseno, cosa que no sucedía desde la aparición de Alfred en sus vidas. Pero el escaso calor que proporcionaba no suponía la menor amenaza contra el aliento del invierno chino, que subía hasta su ventana todas las noches, y se colaba por ella.
La puerta de la buhardilla se abrió de par en par.
– Blin! Lo siento, querida, no quería despertarte.
Lydia oyó que en el campanario de la iglesia daban las dos.
– No estaba dormida.
– Encenderé sólo una vela. Duérmete ya.
Valentina había ido a una fiesta con Alfred. Y había bebido. Lydia lo notaba por su manera de caminar. Se oyó el chasquido de un mechero, y un débil resplandor iluminó la oscuridad. El ruido de una silla arrastrada por el suelo, y luego silencio. Lydia sabía qué estaba haciendo su madre: sentarse frente a la estufa y fumar, le llegó el olor del tabaco. Y beber. Lo sabía. Aunque Valentina era capaz de abrir una botella y servirse un vaso de vodka sin hacer ruido, ella lo sabía.
– Mamá, hoy he visto una cosa mala.
– ¿Cómo de mala?
– He visto a un bebé muerto. Desnudo. Estaba tirado en una cloaca, y una rata le comía los labios.
– ¡Agh! No, amor mío, no dejes que esas cosas se te metan en la cabeza. Este maldito país está lleno de ellas.
– No consigo olvidarlo.
– Ven aquí, pequeña mía.
Lydia salió de la cama, aún cubierta con el edredón, y descorrió la cortina. Su madre, en efecto, estaba acurrucada frente a la estufa, con un cigarrillo en una mano y un vaso en la otra. Llevaba un abrigo de pieles nuevo, del color de la miel oscura, y el rubor cubría sus mejillas.
– Ven, esto te hará olvidar -le dijo, alargándole su vaso.
Lydia lo aceptó. Nunca lo había hecho, pero esa noche… necesitaba algo que le ayudara a seguir creyendo que, en algún lugar, ahí fuera, Chang estaba a salvo. Su cabeza se inundaba. Grandes y asfixiantes pozos de negrura se habían abierto en él. Rostros. Flotaban en la superficie embarrada, rostros, rostros y más rostros. Los ojos de Chang, tan abiertos y atentos, tan desesperados por hacerle comprender, y luego estaba el niño muerto sin labios, una mandíbula china convertida en masa informe, las pupilas dilatadas del señor Theo, y todos los rostros de las calles, llenos de odio, resentimiento y veneno.
Se bebió el vodka.
Una patada en el estómago. Y luego calor. Un calor que le subió hasta el pecho y la hizo toser. Dio otro sorbo. Esta vez más despacio. Los pozos negros se iban volviendo grises. Otro trago. Sabía horrible. ¿Cómo podía gustarle a nadie esa cosa?
Su madre la observaba, pero no le dijo nada.
Lydia se sentó en el suelo, delante de la estufa, y Valentina le acarició la cabeza.
– ¿Mejor?
– Mmm.
Valentina le recogió el vaso vacío, y lo llenó para seguir bebiendo.
– ¿Te gusta mi abrigo?
– No.
Valentina se echó a reír, mientras acariciaba el pelo suave y hermoso.
– A mí sí.
Lydia echó la cabeza hacia atrás, la apoyó en las rodillas de su madre y cerró los ojos.
– Mamá, no te cases con él.
Despacio, dulcemente, Valentina siguió acariciando el pelo de su hija.
– Lo necesitamos, dochenka -susurró-. En este mundo, cuando necesitas algo, tienes que pedírselo a un hombre. Las cosas son así.
– No. Fíjate en nosotras. Hemos sobrevivido todos estos años sin un hombre. Nos las hemos apañado entre las dos. Una mujer puede…
– Eso son memeces, por usar una de las palabras de Alfred. -Valentina volvió a reírse, aunque esta vez sin el menor atisbo de alegría-. Siempre he conseguido que me contrataran para dar conciertos a través de hombres, nunca de mujeres. A las mujeres no les caigo bien. Me ven como una amenaza. C'est la vie.
Pero a Lydia no le pasaba por alto la soledad de sus palabras.
– No son memeces, mamá. Es verdad. Podemos apañárnoslas.
– Dochenka, no me enfurezcas con tu estupidez. Mírate. Cuando quisiste un conejo, se lo pediste a Antoine. Si necesitas dinero, recurres a Alfred. Sí, sí, no te hagas la sorprendida. Ya me ha contado que fuiste a pedirle unos dólares.
– Eran para… cosas.
– No te preocupes, no te estoy interrogando. En realidad, Alfred estaba bastante conmovido, porque se los pediste a él en vez de salir a robarlos.
– Ese hombre se complace fácilmente.