– Me dijo que era una señal de que empezabas a madurar. Y de que tu sentido de la moral va mejorando.
– ¿Te dijo eso? ¿De veras?
– Sí.
– Pero mamá, yo también pido ayuda a mujeres. A la señora Zarya, a la señora Yeoman, e incluso Anthea Mason me enseñó a preparar un pastel. Y tú me has enseñado a bailar. Y la condesa Serova me enseñó a caminar más recta.
Valentina apartó la mano de la cabeza de Lydia.
– ¿Qué?
– Me dijo que me pusiera…
– Por lo más sagrado, ¿qué tienes tú que ver con esa bruja? -Valentina dio un trago de vodka-. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a…?
– Mamá. -Lydia se volvió a mirar a su madre, pero su rostro quedaba en la sombra, pues la única vela encendida se encontraba tras ella, sobre la mesa. Sólo sus ojos brillaban-. No te alteres, mamá. Esa mujer no es importante. -Valentina aspiró profundamente el humo del cigarrillo, encendiendo su punta con un fuego brillante, y lo exhaló con furia, como si escupiera veneno. Lydia se frotó la mejilla contra la rodilla cubierta por el abrigo de pieles-. No puede hacerte daño.
Valentina permaneció en silencio, apagó con fuerza el cigarrillo, encendió otro y se sirvió más vodka. Lydia sentía que la cabeza le daba vueltas, y una lentitud plácida, y un peso en los párpados. Tras ellos, la sonrisa de Chang flotaba, envuelta en niebla.
– ¿Adonde vas estos días, Lydochka? Al salir de clase, quiero decir.
– A casa de Polly. Estamos trabajando juntas en una tarea de clase. Ya te lo había dicho.
– Sí, ya sé que me lo habías dicho. -Dio otro trago de vodka-. Pero eso no significa que sea verdad.
En ese momento, Lydia estuvo a punto de contárselo. De hablarle de Chang, de sus saltos imposibles, del pie herido, de sus férreas creencias, de su boca, que se curvaba hasta formar una perfecta… La bebida le había soltado la lengua, y las palabras ansiaban brotar de su boca, necesitaba contárselo a alguien. A alguien.
– Mamá, ¿qué te dijeron tus padres cuando te casaste con un extranjero?
Para su horror, notó que la rodilla de su madre empezaba a temblar, y cuando alzó la vista, vio que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Lydia le acarició la rodilla tiernamente, una y otra vez,
Y comprobó que las pieles del abrigo eran casi tan suaves como el pelo de Sun Yat-sen.
– Me desheredaron.
– Oh, mamá.
– Habían planeado casarme con el hijo mayor de una buena familia rusa, de Moscú. Pero Jens Friis y yo nos escapamos juntos, y nos maldijeron por ello. Me desheredaron. -Se secó las lágrimas con el anverso de la mano en la que sostenía el cigarrillo, para evitar quemarse el pelo.
– Pero vosotros dos os amabais, y eso es lo único que importa.
– No, durocbka, no seas tonta. Eso no basta. Se necesita más.
– Pero erais felices juntos, lo erais, siempre me lo has dicho.
– Sí, lo éramos. Pero mírame ahora. La maldición de mi familia me ha llevado a esta situación.
– Eso es una tontería. Las maldiciones no existen.
– No te engañes, cielo. Lo único en lo que ese monstruo de Confucio acertó, entre todas esas sandeces sobre las mujeres, es en que hay que obedecer a los padres. -Dio unos golpéenos al vaso, sobre la cabeza de Lydia-. Y eso es algo que tú deberías aprender, gatita callejera. Los padres saben qué es lo mejor para sus hijos.
Lydia sintió unos deseos irreprimibles de echarse a reír. No podía controlarlo. La risa surgía de la nada y ascendía hasta estallar, por más que tratara de impedirlo. Y una vez que empezó, ya no pudo parar. Enterró la cara en el regazo de su madre, tratando de ahogar las carcajadas.
– Eso es por el vodka -susurró su madre-. Qué tonta.
Pero ella también se echó a reír.
– ¿Sabías -le preguntó a Valentina- que Confucio dijo que una madre amorosa debería alimentar a sus abuelos con la leche de su pecho cuando ya no pudieran comer alimentos sólidos?
– ¡Dios mío!
– ¿Y que -prosiguió Lydia entre risas- un hombre debería cortarse los dedos y dárselos de comer a sus padres en tiempos de hambruna?
– Pues bien, dochenka, ya va siendo hora de que te cortes los tuyos y me los des.
Lydia se sentía débil de tanto reír, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y le costaba tanto respirar que le daba el hipo.
– ¡Qué niña tan mala! -exclamó Valentina de pronto-. ¡Mira, aquí tenemos a la alimaña!
Lydia volvió la cabeza y vio unas orejas blancas y alargadas que se movían, inquietas, a su lado. Sun Yat-sen se había bajado de la cama y había acudido a investigar qué era tanto ruido. Lo cogió en brazos, le besó la punta de la naricilla rosada, volvió a apoyar la cabeza en el regazo y al instante se quedó dormida.
Capítulo 31
El día de Navidad fue duro, pero Lydia lo superó. Su madre tenía resaca, de modo que apenas hablaba, y Alfred se sentía incómodo haciendo de anfitrión en su apartamento de soltero, un lugar pequeño y bastante lúgubre que quedaba justo delante del Barrio Francés.
– Debería haber reservado mesa en un restaurante -comentó por tercera vez cuando se sentaron a la mesa, mientras la cocinera les mostraba un ganso asado en exceso.
– No, mi ángel, así es más hogareño -le tranquilizó Valentina, forzándose a sonreír.
«¿Mi ángel?» «¿Hogareño?» Lydia se horrorizaba. Con todo, compartió con él los ritos de la Navidad, y trató de mostrarse complacida cuando él le plantó un sombrero de papel en la cabeza.
Dos momentos álgidos hicieron que el resto le pareciera casi tolerable.
– Toma, Lydia -le dijo Alfred mientras le alargaba una caja grande, plana, envuelta en un bonito papel de regalo y atada con una cinta de raso-. Feliz Navidad, querida.
Era un abrigo, gris azulado. De corte impecable, pesado, grueso. No le costó adivinar que había sido su madre la que lo había escogido.
– Espero que te guste -aventuró él.
– Es precioso. Gracias.
La prenda contaba con un cuello ancho que se levantaba por completo, y en los bolsillos llevaba metidos unos guantes azules. Apenas se los puso, se sintió maravillosamente bien. Alfred le sonreía, exultante, esperando algo más, y ella sintió deseos de decirle: «Que acabes de regalarme un abrigo no te convierte en mi padre.»
Pero lo que hizo fue acercarse a él, rodearle el cuello con los brazos y darle un beso en una mejilla recién afeitada, que olía a sándalo. Aquello fue un error, no debió haberlo hecho. Por su forma de mirarla supo que él creía que las cosas entre ellos habían cambiado.
¿De veras creía que podía comprarla tan fácilmente?
El otro momento culminante del día se produjo con la aparición de la radio eléctrica. No de esas de hilo de cobre, sino de las de verdad. Estaba fabricada en roble pulido, y contaba con una rejilla de tejido marrón en forma de pájaro sobre el altavoz delantero. A Lydia le encantó. Se pasó casi toda la tarde sin despegarse de ella, moviendo las ruedas, llenando el aire de la habitación con la voz estridente de Al Jolson, o con los tonos acaramelados de Noel Coward, que cantaban Room with a View. Los intentos de Alfred por conversar con ella quedaban casi siempre en eso, en intentos, pero después de que por el aparato dieran una noticia referida al primer ministro Baldwin, él se arrancó con una perorata sobre lo sensato que había resultado firmar un acuerdo y reconocer el gobierno de Chiang Kai-Chek, y se mostró orgulloso de que Gran Bretaña fuera uno de los primeros países en hacerlo.
– Pero ha sido Josef Stalin, y no nosotros, los británicos -añadió- quien ha tenido la buena idea de entregar dinero y asesoría militar a los nacionalistas del Kuomintang. Y ahora Chiang Kai-Chek ha decidido librarse de los rusos. Qué necio.
– Eso no tiene sentido -replicó en voz baja Lydia, con un oído puesto aún en Adele Astaire y su Fascinating Rhythm-. Stalin es comunista. ¿Cómo iba a ayudar al Kuomintang, que se dedica a matar a los comunistas en China?