Alfred se limpió los lentes.
– Debes comprender, querida, que está apoyando la fuerza que cree que saldrá victoriosa en esta lucha de poder entre Mao Tse-Tung y el gobierno de Chiang Kai-Chek. Tal vez parezca contradictorio que Stalin haya tomado esa decisión, pero en este caso debo reconocer que tiene razón.
– Ha expulsado a León Trotski de Rusia. ¿Cómo va a tener razón?
– Rusia, como China, necesita un gobierno unido, y Trotski estaba causando facciones y divisiones, y…
– Silencio -exigió Valentina de pronto-. Dejad de hablar de Rusia. ¿Qué sabéis ninguno de los dos? -Se levantó y se sirvió otra copa de oporto, que llenó hasta el borde-. Es Navidad. Vamos a estar contentos.
Los miró con gesto severo, y dio un sorbo al licor.
Se retiraron temprano, pero durante el trayecto de regreso a casa no se dirigieron la palabra. Las dos albergaban pensamientos que preferían no compartir.
Fue en el día de Año Nuevo cuando todo cambió.
Apenas puso los pies en el claro que se abría junto a la Quebrada del Lagarto, Lydia lo supo. El dinero no estaba. El cielo era de un azul pálido, límpido, y el aire tan frío que parecía morderle los pulmones, pero ella se había cubierto muy bien con el abrigo nuevo, y llevaba puestos los guantes, de modo que no le importaba. Los árboles que flanqueaban la estrecha franja de arena mostraban sus ramas desnudas, blancas como esqueletos, y el agua saltaba tras ellos con gran energía. Lydia había llegado hasta allí con la idea de poner otra marca en la roca plana, una línea fina grabada en ella que indicara que había vuelto allí, por más absurdo que resultara.
Pero el túmulo había desaparecido.
La montaña de guijarros que había levantado en la base de la roca. Destruida. Esparcida. Desaparecida. La tierra sobre la que se alzaba se veía gris y removida. El corazón le dio un vuelco, y hasta su lengua llegó el sabor de la adrenalina. Se arrodilló, se quitó los guantes y escarbó en el suelo arenoso. Aunque en otros lugares la tierra se había helado hasta endurecerse por completo, ahí seguía siendo suave, y se desmoronaba con facilidad. No hacía mucho que otra persona lo había hecho. El tarro de cristal seguía en su sitio, gélido al tacto. Pero del dinero no quedaba ni rastro. Los treinta dólares se habían esfumado. Experimentó una gran sensación de alivio. Estaba vivo. Chang estaba vivo.
Vivo.
Aquí.
Había venido.
Torpemente, con prisas, destapó el tarro, metió la mano dentro y extrajo lo que había dentro. Una sola pluma blanca, suave y perfecta como un copo de nieve. La posó en la palma de la mano y se dedicó a contemplarla. ¿Qué significaba?
Blanca. De un blanco chino. El blanco era el color del luto en China. ¿Significaba que había muerto? ¿Qué estaba muriéndose? La boca se le secó al pensarlo. O… Blanco. La pluma de una paloma. Paz. Esperanza. Un signo de futuro.
¿Cuál de las dos? ¿Cuál de las dos?
Permaneció largo rato arrodillada junto al agujero cavado en la tierra, con la pluma atrapada entre las dos palmas ahuecadas, mientras el viento le lanzaba sus cuchillas desde el río, directamente al rostro. Pero ella apenas se percataba. Finalmente, colocó la pluma sobre un pañuelo, lo dobló con esmero y se lo metió en la blusa. Extrajo entonces la navaja del bolsillo, se cortó un mechón de pelo y lo metió en el tarro. Lo cubrió con la tapa, que apretó con fuerza, y volvió a enterrarlo. Y construyó otra montaña de guijarros.
A sus ojos, el montículo parecía un túmulo funerario.
Un ruido en el sotobosque, tras ella, le hizo girarse. Dos urracas emprendieron el vuelo, alertándola con sus graznidos roncos y los destellos azulados de sus alas. Se le erizó el vello de la nuca, y una sonrisa y un grito de alegría asomaron a sus labios. Dio un paso al frente para ir a su encuentro.
Pero no era Chang.
La decepción se apoderó de ella, desgarrándola.
Una mano larga, de uñas amarillentas, apartó una rama baja de brezo y el cuerpo a la que pertenecía abandonó la espesura. Durante una fracción de segundo Lydia entrevió una figura alta y delgada, vestida con harapos.
No era Chang.
Entonces, la figura se esfumó. Lydia avanzó deprisa, corriendo tras él, entre los arbustos, ajena a las espinas y los rasguños. El camino era poco más que un sendero abierto por las alimañas, estrecho y serpenteante bajo los abedules, pero las manchas de espesa vegetación proporcionaban lugares para ocultarse.
No lo veía. Dejó de correr y aunque se mantuvo en silencio, escuchando atentamente, sólo oía los latidos de su corazón, que resonaban en sus oídos. El aire frío se le clavaba en la garganta. Esperó. Un cernícalo sobrevolaba en las alturas, aguardando también. Sus ojos rastreaban el bosque, en busca de algún movimiento, y al poco vio que una sola rama se agitaba, antes de quedar de nuevo inmóvil sobre ella, a la izquerda, entre una maraña espesa de saúco y hiedra, donde un racimo de bayas heladas se aferraba a los tallos y un gorrión saltaba de rama en rama.
¿Había sido el pájaro el que había movido la rama?
Se adelantó un poco, mientras palpaba la navaja que llevaba en el bolsillo. La extrajo y dejó el filo al descubierto. Avanzó más, observando los arbustos y los espacios en penumbra, y cuando ya creía que lo había perdido, un hombre dio un salto, fue a caer casi a sus pies y echó a correr. Pero sus movimientos eran erráticos. Tropezaba, se ladeaba. Lydia no tardó en darle alcance, se colocó tras él. El corazón le latía con fuerza cuando le agarró el hombro, y el ligerísimo empujón bastó para que le fallaran las piernas y cayera de bruces en el suelo. Ella se arrodilló junto a él al instante, empuñando la navaja. Que fuera capaz de usarla era algo en lo que por el momento prefería no pensar.
Pero la figura encorvada no ofreció la menor resistencia. Se dio la vuelta y levantó las dos manos sobre la cabeza, en señal de rendición, y Lydia pudo observarlo con detalle. Su delgadez era extrema. Los pómulos sobresalían como cuchillas. Tenía la piel muy amarilla, y los ojos, muy separados de sus órbitas, parecían flotar sobre el rostro. Lydia no habría podido adivinar qué edad tenía. ¿Veinte? ¿Treinta? Y, sin embargo, por la piel cuarteada y escamosa de las manos habría dicho que era mucho mayor. Tenía la cara llena de heridas recientes.
Lo agarró por la túnica sucia, raída y deshilachada, que apestaba a orines, y la sostuvo con fuerza, cerrando el puño, por si a aquella especie de cigüeña esquelética le daba por echarse a volar.
– Dime -le dijo, hablando despacio y vocalizando mucho, con la esperanza de que entendiera su idioma-. ¿Dónde está Chang An Lo?
El asintió, los ojos fijos en su rostro.
– Chang An Lo. -Levantó un índice huesudo, señalándola-. ¿Lidya?
– Sí. -El corazón le dio un vuelco. Sólo Chang le habría revelado su nombre-. Soy Lydia. -Tirando de él lo puso en pie, pero a pesar de su altura, la debilidad de su cuerpo era tal que los dos estuvieron a punto de caer de nuevo al suelo-. ¿Chang An Lo? -insistió ella, maldiciéndose por no hablar ni una palabra de mandarín.
– Tan Wah -dijo él, señalándose con una uña amarillenta.
– ¿Tú eres Tan Wah? Por favor, Tan Wah, llévame con Chang An Lo -le pidió, indicando con la mano en dirección a la ciudad.
Él pareció comprender y asintió, moviendo arriba y abajo la cabeza oscura, y se puso en marcha con paso tambaleante, a través del sotobosque. Lydia no le soltaba la túnica, y su impaciencia iba en aumento.
Se dirigían hacia el puerto. Por lo que parecía, había estado buscando en el lugar correcto, en el mundo sin nombres. Sin leyes. Donde las armas mandaban y el dinero hablaba. Sí, el señor Liu tenía razón. Chang estaba ahí. Cerca. Ella lo sentía, esperándola. Respirándole en la nuca. Tiró de los harapos de Tan Wah para pedirle que se diera prisa, porque sin la compañía de Liev se sentía incómoda en los bajos fondos. El riesgo era mucho.