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Ya se había acostumbrado a los olores de las calles. El muelle bullía de actividad, de gentes que se empujaban unas a otras, que esquivaban las ruedas de los rickshaws, que gritaban y escupían, que transportaban montañas de productos en carretillas y en las cestas que cargaban al hombro con cañas largas, abriéndose paso. Todo formaba una amalgama de movimiento incesante.

En esa ocasión Lydia no se fijaba en los rostros, y fue precisamente por eso por lo que no pudo anticiparse. Un viejo, doblado bajo el peso de un montón de leña, de pelo lacio y escaso que le cubría la cara, se confundía con el remolino gris de la humanidad que la rodeaba. Ni siquiera lo miró. No hasta que se detuvo frente a ella, impidiéndole el paso. Sólo entonces vio los ojos negros que la observaban, brillantes, ávidos. Tenía la cabeza girada hacia un lado, para poder ver más allá del inmenso fardo que cargaba a la espalda.

No emitió un solo sonido. Se limitó a extraer una daga de filo estrecho de la túnica acolchada, y sin mediar palabra la hundió en el vientre de Tan Wah.

A Lydia se le escapó un grito.

Tan Wah tosió antes de caer de rodillas, mientras con las manos se cubría la súbita mancha escarlata. Ella lo agarró del brazo para sostenerlo, pero cuando adelantó la cara, el viejo lo aprovechó para rebanarle el pescuezo con gesto certero. La sangre salió disparada, describiendo una parábola, y Lydia notó que le rociaba la cara, obscenamente tibia en contraste con el aire helado.

– ¡Tan Wah! -exclamó ella, que se arrodilló en el suelo sucio, junto a su cuerpo inerte. Los ojos, inyectados en sangre, seguían muy abiertos, alerta, pero la pátina de la muerte ya se había posado sobre ellos-. Tan Wah -susurró.

Una mano la agarraba por el hombro. Se puso en pie, zafándose de ella, y gritó a los rostros que pasaban por su lado.

– ¡Ayuda! Este hombre está muerto, necesita… Por favor, llamen a la policía… yo…

Una mujer tocada con un gran pañuelo y un porteador fueron los únicos en detenerse. Ella llevaba un niño atado a la espalda. Se agachó y le dio unas palmaditas en la mejilla al muerto, como si con ese gesto pudiera determinar si su espíritu ya lo había abandonado, y acto seguido empezó a rebuscar entre los harapos, en busca de algún bolsillo. Lydia le gritó, la empujó para que se apartara, mientras sentía que la rabia le oprimía la garganta y la dejaba sin palabras, y le permitía apenas emitir un gruñido animal, primitivo.

La mujer se fundió al instante con la multitud indiferente. Había manos que se aferraban a Lydia, pero a ella todo le daba vueltas, y en un primer momento le pareció que se extendían para ayudarla. Para levantarla. Pero entonces lo comprendió. El viejo de la leña le desabrochaba los botones, le estaba robando el abrigo. Su abrigo. Eso era lo que quería. Su abrigo. Había matado a Tan Wah por el abrigo.

Lydia le escupió en la cara, y se sacó la navaja del bolsillo. Con una parte de su cerebro que parecía funcionar autónomamente, registró que las manos ennegrecidas del viejo apestaban a alquitrán, y que seguían arrancándole los botones. Si no la había apuñalado era porque no quería quedarse sin abrigo. Le clavó la navaja con todas sus fuerzas en el brazo, y sintió que rozaba el hueso. Él abrió mucho la boca desdentada y emitió un chillido agudo. Pero soltó el abrigo.

Lydia se abalanzó entonces sobre el fardo de leña que cargaba a la espalda, y le hizo caer sobre el suelo adoquinado, como si de una tortuga panza arriba se tratara. Entonces dio media vuelta y echó a correr.

Un rostro blanco. Salió a su encuentro de un salto. Una nariz occidental, alargada. Pelo corto, rubio, pegado con brillantina a la cabeza. Un uniforme. Entre todos los ojos orientales, ese par de ojos azules, redondos, hizo que Lydia cruzara la calle sin mirar y se aferrara al brazo del hombre que bajaba la escalera de una sórdida casa de juego, oliendo a whisky.

– Lo siento -balbució, y sus palabras brotaron de su pecho como un fuego-. Lo siento, pero…

– Eh, jovencita, ¿qué es lo que tienes? Tranquila.

Era americano. Un marino de la Armada de Estados Unidos. Lo reconoció por el uniforme. Sus manos la calmaron como habrían hecho con una yegua asustada, acariciándole el hombro y dándole unas palmaditas.

– ¿Qué sucede?

– Un hombre. Ha matado a mi… a mi acompañante. Por nada. Lo ha apuñalado. Quería mi…

– Cálmate, conmigo estás a salvo, cielo.

– … quería mi abrigo.

– Malditos bandidos. Venga, vamos a buscar a un policía que solucione este lío. No te asustes. -Y empezó a caminar calle abajo-. ¿Quién era ese acompañante tuyo? Espero que fuera un hombre, porque no soportaría la idea de que una muchacha bonita…

– Era un hombre. Un chino.

– ¿Qué? Un maldito chino. Bueno, tal vez debamos pensarlo mejor.

Se detuvo y, sin quitarle el brazo de la cintura, le dio un codazo a una cabra que, boca abajo, colgaba de un poste con las patas atadas, balando desesperada. Llevó a Lydia hasta un portal, para poder hablar con más calma.

– Te has llevado un buen susto, señorita, pero, mira, si sólo estamos hablando de un chino apestoso, lo mejor es que sean los policías chinos los que se ocupen del caso. -Sonrió, tratando de tranquilizarla con sus ojos azules, sus dientes blancos y bien cuidados, su acento sureño, dulce, suave como un sirope.

De pronto, ella trató de liberarse de su abrazo.

– Suélteme, por favor -dijo secamente-. Si no quiere ayudarme, yo misma iré en busca de la policía.

Él le calló la boca, cubriéndosela con la suya.

La sorpresa y el asco se apoderaron de ella. Luchó con todas sus fuerzas por soltarse, le arañó la cara, pero él soltó una maldición y le inmovilizó los brazos a la espalda, la arrimó a la pared -los ladrillos le rasparon las muñecas- se restregó contra ella y empezó a levantarle la falda. Ella empezó a dar patadas y golpes.

Y aunque se zafó de sus manos, resistirse a él era como luchar contra un buque de guerra americano. Sus dedos se le metían por la cinta elástica de la ropa interior, y con la lengua de babosa invadía su boca.

Mordió con fuerza. Notó el sabor de la sangre.

– Puta -masculló él, plantándole un bofetón.

– Cabrón -susurró ella sobre la mano que le tapaba la boca.

Él se echó a reír y le soltó con fuerza la banda elástica.

– Pare ahora mismo -dijo fríamente una voz masculina, junto al oído del americano.

Lo único que Lydia veía era el cañón de un revólver pegado a la sien de su atacante. El chasquido del percutor al retroceder hacia atrás resonó como un cañón en el silencio repentino. Una vez liberada, dio una patada en la espinilla del americano, que gruñó y se echó hacia atrás.

– Arrodíllese -ordenó la voz.

El marino era lo bastante listo como para saber que no había que discutir con alguien armado. Lydia regresó a la calle, dispuesta a salir corriendo de nuevo, indiferente a quien la había salvado. En los tiempos que corrían, la caballerosidad salía cara.

– Lydia Ivanova.

Se detuvo y observó al hombre de tabardo verde que componía una mueca de preocupación. Le sonaba de algo. Su memoria hacía esfuerzos por imponerse al miedo y a su deseo animal de huir.

– Alexei Serov -dijo finalmente, presa del más absoluto asombro.

– Al menos esta vez me reconoce.

Una cálida oleada de alivio bañó su ser.

– ¿Puedo?

Extendió la mano para pedirle el revólver.

– No irá a disparar a nadie.

– No, se lo prometo.

Él adelantó el percutor con cuidado y permitió que le cogiera el arma. Lydia hundió el pesado cañón de metal en la cabeza del americano, antes de devolvérsela a Alexei Serov.