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– Gracias -le dijo, esbozando una amplia sonrisa.

Él la miró, extrañado, escrutando su rostro, su pelo, sus ropas.

– Venga conmigo, la acompañaré a casa -le dijo, ofreciéndole el brazo con gran educación.

Pero ella no se agarró de él, y dio un paso atrás.

– No, no, gracias. Iré a su lado, nada más.

Incluso ella misma se dio cuenta de que su voz no sonaba normal.

– Está usted muy alterada, señorita Ivanova. No creo que pueda caminar sola.

– Podré. -Alexei Serov volvió a observarla, y asintió-. Pero es que han asesinado a una persona -añadió atropelladamente, y señaló el fondo de la calle, aunque sabía que era inútil.

– Todos los días se producen asesinatos en Junchow -respondió él encogiéndose de hombros-. No se involucre usted.

Y, dicho esto, se puso en marcha a grandes zancadas, haciendo señas a los tres hombres que esperaban tras él para que se pusieran en marcha. Hasta ese momento Lydia no se había percatado de su presencia. Eran soldados del Kuomintang.

La acompañó hasta la puerta de su casa.

– ¿Estará su madre? -le preguntó al llegar.

– Sí -mintió ella.

Necesitaba estar sola, necesitaba silencio. Había estado tan cerca de Chang An Lo, apenas a un suspiro de él, y sin embargo, ahora…

Con todo, Alexei ignoró sus protestas y subió con ella hasta la buhardilla, bajando la cabeza para evitar la pendiente del tejado sobre los últimos peldaños. En condiciones normales, ella habría preferido morir a permitir que alguien entrara en su cuarto. Incluso Polly. Pero ese día no le importaba nada. Él la sentó en el sofá, y sirvió té, una taza tras otra, un té oscuro y dulce. Le hablaba ocasionalmente, poco, y cuando se sentó en la vieja silla colocada frente a ella, Lydia se dio cuenta de que Alexei se había quedado con la taza desportillada. Despacio, como si ascendiera por un túnel profundo y resbaladizo que se hallara bajo tierra, su mente empezaba a centrarse de nuevo. La mirada del visitante recorría la habitación, y cuando vio que ella lo observaba, sonrió.

– Los colores son maravillosos -dijo, señalando los cojines fucsias y los retales de tela distribuidos aquí y allá-. Es bonito.

¿Bonito? ¿Cómo podía nadie en su sano juicio afirmar que aquel hueco miserable era bonito?

Dio un sorbo al té, mientras estudiaba al hombre que había invadido su hogar. Alexei se apoyaba en el respaldo de la silla, cómodamente, no como Alfred, que siempre se sentía algo violentado ahí arriba. Tenía la rara sensación de que su salvador era de los que se sentían a gusto en cualquier parte. ¿O era todo una pantomima? No estaba segura. Llevaba el pelo corto, limpio, algo levantado, sin gota de brillantina, a diferencia de la mayoría de los hombres que conocía, y sus ojos eran de un verde que le recordaba al musgo que cubría la roca plana de la Quebrada del Lagarto. Era alto, y había una languidez general en él, en su boca, en su cuerpo, en su manera de cruzar las piernas. La excepción eran sus manos: anchas y musculosas, parecía haberlas tomado prestadas de otro.

– ¿Se siente mejor? -le preguntó.

– Estoy bien.

Él soltó una risita grave, como si dudara de sus palabras, pero replicó:

– Muy bien. En ese caso, la dejaré sola.

Lydia trató de levantarse, pero descubrió que estaba envuelta en su edredón. ¿Cuándo se lo había puesto?

Él se echó hacia delante, observándola fijamente.

– Ya es peligroso que una mujer vaya al muelle. Y si va sola, es suicida.

– No iba sola. Estaba con un… acompañante. Un acompañante chino. Pero lo… -No le salía la palabra.

– ¿Asesinaron?

Lydia asintió, alterada.

– Lo apuñalaron. -Empezaron a temblarle las manos, que ocultó bajo el edredón-. Debo denunciarlo a la policía.

– ¿Conoce su nombre? ¿Su dirección?

– Se llamaba Tan Wah. Eso es todo lo que sé.

– Yo no insistiría, Lydia Ivanova -sugirió él con firmeza-. La policía china no se interesará lo más mínimo por el caso, se lo aseguro. A menos que fuera rico, claro. Eso lo cambiaría todo.

El rostro esquelético de Tan Wah, amarillento como el polvo que traía el viento, se apareció ante ella.

– No, no era rico. Pero merece justicia.

– ¿Sabe quién lo apuñaló? ¿O dónde encontrar al asesino?

– No.

– En ese caso, olvídelo. Su hombre es, simplemente, uno de los muchos que mueren en las calles de Junchow.

– Eso es muy duro.

– Son tiempos duros.

Lydia sabía que tenía razón, pero todo en su interior se rebelaba contra ello.

– Fue por mi abrigo. Quería mi abrigo. Tan Wah está muerto por culpa de un abrigo, un maldito y estúpido abrigo.

Se desprendió del edredón, se puso en pie y empezó a arrancarse los botones de su regalo de Navidad, a despojarse de aquella cosa horrenda. Una vez que se lo hubo quitado, lo arrojó al suelo. Alexei Serov se levantó, recogió el abrigo azul y, con delicadeza, lo dejó sobre la silla que había ocupado hasta hacía un instante. Luego se acercó al pequeño fregadero de la cocina y regresó con un cuenco esmaltado lleno de agua, y con un paño.

– Tenga -le dijo-, lávese la cara.

– ¿Qué?

– La cara. -Le puso el paño en la mano-. Tengo que irme, pero sólo lo haré si me asegura usted que…

Lydia ahogó un grito y se acercó al espejo colgado junto a la puerta. Se miró horrorizada. No le extrañaba que él hubiera estado observándola con tanta extrañeza. Su piel, blanca como el papel, estaba manchada por salpicaduras de sangre, lo mismo que su cuello, que parecía cubierto de pecas oscuras, marrones. El bofetón que le plantó el americano le había hinchado una mejilla, y un rasguño alargado recorría el lado de la oreja izquierda, seguramente causado por las espinas de los arbustos entre los que había corrido, en el bosque. Con todo, lo peor era el pelo. Más de la mitad se veía aplastado, cubierto de sangre reseca. De la sangre de Tan Wah.

No se atrevió a mirarse a los ojos. Le asustaba lo que pudiera ver en ellos.

Con movimientos rápidos, se pasó el paño por la cara. Luego se acercó corriendo al fregadero y metió la cabeza debajo del grifo. El agua estaba helada, pero se sintió mejor al instante. Más limpia. Por dentro. Cuando se incorporó, supuso que Alexei Serov se habría ido, pero lo encontró tras ella, sosteniendo una toalla. Lydia se frotó con ella el pelo y la piel, y lo hizo con fuerza, como si de ese modo pudiera borrar las imágenes que poblaban su mente. Entonces empezó a cepillarse los cabellos con tal fuerza que se le rompió el mango, y tuvo que parar. Respiró hondo. Se obligó a reír, aunque sin mucho éxito.

– Gracias, Alexei Serov. Ha sido usted amable.

Por primera vez, su interlocutor pareció sentirse incómodo y fuera de lugar en aquella habitación. Se puso firmes con un golpe de talón, y le hizo una reverencia formal.

– Me alegra haber podido asistirla. -Se acercó a la puerta y la abrió-. Le deseo un pronto restablecimiento del mal día que ha tenido hoy.

– Dígame una cosa.

Él se mantuvo a la espera, y la reserva asomó a sus ojos verdes.

– ¿Por qué tiene a soldados del Kuomintang a su servicio?

– Porque trabajo con ellos.

– Ah.

– Soy asesor militar. Entrenado en Japón.

– Entiendo.

– ¿Es todo?

– Sí.

– Entonces, adiós, Lydia Ivanova.

– Spasibo do svidania, Alexei Serov. Gracias y adiós.

Él asintió con la cabeza y salió de la casa.

Antes de que sus pasos se hubieran perdido en la escalera se oyó una exclamación brusca en el rellano inferior. Era la voz de su madre. Tras una breve cascada de frases en ruso que Lydia no comprendió, Valentina irrumpió en la buhardilla.

– Lydia, no quiero volver a ver a ese ruso en mi casa, ¿me oyes bien? Nunca. Te lo prohíbo. ¿Me estás escuchando? Maldita sea, qué frío hace en este cuartucho. No pienso tolerar que esa ociosa familia se acerque por aquí… Lydia, te estoy hablando.