Pero Lydia había recogido el edredón y se había acurrucáis en la cama. Cerró los ojos y se aisló del mundo.
«Chang An Lo. Lo siento.»
Era de madrugada. Lydia observaba la oscuridad. El dolor en las sienes la golpeaba al ritmo de los latidos de su corazón. Había llegado a una conclusión: si Chang había enviado a Tan Wali a la Quebrada del Lagarto era porque debía de estar enfermo. O riendo. Ésa era la única explicación. De otro modo habría acudido él personalmente. Estaba segura de ello, tan segura como de su propia vida. Y ahora, por su culpa, Tan Wah estaba muerto, lo que implicaba que había expuesto a Chang a un peligro mayor. Sin Tan Wah, tal vez Chang An Lo muriera. Las lágrimas no derramadas le oprimieron la garganta, cerrando un nudo.
– ¿Lydia?
– ¿Sí, mamá?
– Dime, dochenka, ¿crees que soy una mala madre?
La buhardilla estaba oscura como la muerte, salvo por un gajo estrechísimo de luna que trazaba una línea plateada en el centro de la cortina. Su madre se había pasado la noche bebiendo, y llevaba un buen rato hablando sola, lo que no era nunca buena señal.
– ¿A qué te refieres, mamá?
– No seas tonta. Sabes perfectamente a qué me refiero.
Lydia se esforzó por hablar. Esa iba a ser su última noche juntas en aquella habitación.
– Nunca me has preparado una tarta. Ni me has remendado la ropa. Ni te has preocupado de que me cepillara los dientes. ¿Te convierte eso en mala?
– No.
– Pues ya está. Ya tienes mi respuesta.
El viento golpeó la ventana, y Lydia sintió que se trataba de los dedos de Chang en el cristal. El sonido de un coche distante fue acercándose, antes de perderse de nuevo.
– Dime qué he hecho bien, dochenka.
Lydia escogió sus palabras con cuidado.
– Te quedaste conmigo, a pesar de haber podido abandonarme en el orfanato de Saint Mary en cualquier momento. Habrías quedado libre para hacer lo que quisieras.
Silencio.
– Y me has dado la música, en mi vida siempre ha habido música. Y, oh, mamá, me has dado besos. Y pañuelos de colores. Y me has enseñado a hablar con elocuencia, aunque a veces te haya vuelto loca con mis palabras. Sí, me has enseñado a pensar por mí misma y, aún mejor, me has permitido cometer mis propios errores.
Una nube cubrió la luna y en la buhardilla se apagó la rendija de luz.
Valentina seguía sin decir nada.
– Mamá, ahora te toca a ti. Dime qué he hecho bien yo.
Se oyó un suspiro profundo en el otro extremo de la buhardilla, y un gemido ahogado. Su madre tardó aún un minuto en hablar.
– Con que estés viva me basta. Lo es todo. -Las palabras de su madre parecieron iluminar la oscuridad y prender fuego a algo que anidaba en la cabeza de Lydia, que cerró los ojos-. Y ahora, a dormir, dochenka. Mañana nos espera un gran día.
Pero una hora más tarde, la voz de su madre volvió a susurrar en la oscuridad.
– Sé feliz, hazlo por mí, cielo.
– La felicidad cuesta.
– Lo sé.
Lydia se frotó con fuerza los ojos con las palmas de las manos para alejar de su mente las imágenes de Chang herido y solo. Sin felicidad podía vivir. Pero estaba decidida a aferrarse a la esperanza.
Capítulo 32
Tan hermosa que dolía.
Así es como Theo veía Junchow esa mañana. Había nevado la noche anterior, y ahora la ciudad resplandecía. Sus tejados grises de pizarra se habían convertido en laderas blancas, centelleantes, y los aleros curvos parecían trineos impacientes por descolgarse y deslizarse sobre el manto blanco. Incluso las macizas mansiones británicas no eran más que escarcha frágil. La luz, en el cielo, adquiría una tonalidad extraña, un rosa apagado, que hacía que todo reverberara, incluido el patio de la escuela, ahí abajo, donde las huellas intactas de alguna criatura nocturna creaban un sendero sobre la nieve, de un extremo a otro.
– Vete ahora, Tiyo, o llegas tarde.
A regañadientes se alejó de la ventana. Li Mei estaba detrás de él, vestida con un vestido blanco, virginal. Un copo de nieve. La estrechó entre sus brazos y le besó los labios suaves, pero la soltó al ver que por su mejilla resbalaba agua. Se estaba fundiendo. Cogió el sombrero de copa que ella sostenía entre las manos, de color gris oscuro, que a él le resultaba ridículo. Ya se había puesto el chaqué, con sus absurdos faldones, y la camisa de cuello rígido. Li Mei le acarició la cara, le olió la flor que llevaba prendida en la solapa, y le enderezó el sombrero.
– Estás muy guapo, Tiyo, mi amor.
– Un idiota muy guapo.
Ella se echó a reír, lo mismo que él.
– Ven conmigo.
– No, amor mío.
– ¿Por qué?
– No sería adecuado.
– A la mierda con lo adecuado.
– No, yo hoy tengo otras cosas que hacer.
– ¿Cuáles?
– Hablar con mi padre.
– ¿Con Feng Tu Hong? Maldito diablo. Juraste que no volverías a verlo en tu vida.
Ella bajó la cabeza, y sus cabellos negros descendieron como una cortina que la separara de él.
– Lo sé. Rompo mi juramento. Rezo a los dioses para que me perdonen.
– No vayas a verle, cielo. Por favor. Podría hacerte daño, y yo no podría soportarlo.
– Tal vez sea yo quien le haga daño a él -respondió Li Mei, observándolo con sus ojos almendrados, tan hermosos que dolían.
Theo intentó concentrarse. Afortunadamente la boda era corta. Esa era la ventaja de las ceremonias civiles sobre los largos y elaborados ritos religiosos, llenos de pompa y circunstancia que Theo tanto despreciaba. Aquélla era mejor. Breve y al grano. Con todo, sentía lástima por Alfred. Su decepción había sido grande al enterarse de que no podría contraer matrimonio en una iglesia, en presencia de Dios, pero si insistía en casarse con una mujer que ya había estado casada, ¿qué pretendía? La Iglesia anglicana era algo quisquillosa con aquellas sutilezas.
La novia estaba radiante. Ése era el problema de Theo. Sentado en el primer banco, en el lado del novio, apenas veía a los demás invitados, sus sombreros, perfumes y sus pajaritas bien anudadas. En lo que él se fijaba era en el bolero color crema, cubierto de diminutas perlas que centelleaban y se agitaban cada vez que ella respiraba, atrapando la luz y haciéndola girar en su mente, por lo que le costaba pensar con claridad. Se concentró en el vestido, en las caderas finas bajo la tela marfil de chiffon, en las suaves curvas y la ligera elevación de las nalgas. Sintió el deseo imperioso de estar en casa con Li Mei. En el baño. Recorrer con la lengua el sendero ascendente de sus muslos lisos.
Meneó la cabeza. Parpadeó con fuerza. Vació la mente de aquellos pensamientos. Desde hacía un tiempo, le resultaba imposible saber hacia dónde vagaría su mente en el momento siguiente, y eso le preocupaba. Se quitó los guantes grises y se frotó las manos, sin preocuparse por el ruido que hacía, pero una señora que estaba sentada detrás le dio unas palmadas en el hombro, advirtiéndole, y dejó de hacerlo. Los asistentes no superaban la treintena, casi todos colegas de Alfred, empleados del Daily Herald, y Theo reconoció también a un par de tipos del club; pero ahí estaba también una mujer mayor, de busto prominente, muy rusa, que llevaba un vestido de tafetán, a la que no conocía, y una pareja alegre y flaca, de pelo blanco, que sonreía mucho. Recordaba vagamente que Alfred le había comentado que se trataba de misioneros retirados que vivían en el edificio de Valentina.
– ¿Aceptas, Alfred Frederick Parker, tomar a esta mujer…?
No, no era así. Era ella la que tomaba a Alfred, algo que resultaba obvio a todos menos al pobre chico. Ella y su hija. Theo se pasó la mano por los ojos, que le ardían. ¿Dónde estaba la hija?