Gritos.
Alguien gritaba.
Valentina Ivanova -no, Valentina Parker- le gritaba algo al gigante en ruso. Le abofeteó. No una vez, sino tres veces. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo, y parecía una gatita jugando con el morro de un león. Él gruñía y rugía, mientras apartaba la cara a un lado y al otro, tambaleándose, demasiado bebido para sostenerse derecho. Aun así, ella seguía gritándole.
– Poshyolvon. Sal de aquí, apestoso cerdo ruso. Ubiraisya otsyuda gryaznaya svinya.
– Prodazhnaya shkura -masculló él antes de cambiar de lengua-. Puta.
Theo se acercó a Alfred y le ayudó a ponerse en pie.
– Basta, basta. Prekratyitye.
Era la niña, que había agarrado el inmenso brazo de aquel hombre y tiraba de él para reclamar su atención y lograr que la mirara. El ojo bueno del rufián tardó en abandonar el rostro de la novia, pero al fin se movió en dirección a la joven que tenía al lado.
– Poshli, ven -le conminó-. Ven conmigo. Deprisa. Bistra. O te dispararán como a un perro.
Todo terminó entonces. Los gritos cesaron. El hombre se había ido. Alfred se acercó corriendo a Valentina. La muchacha desapareció. Lo último que Theo recordaba era la visión de la pequeña arrastrando al hombretón para sacarlo de la sala, y lo más curioso era que él la seguía dócilmente, mientras los lagrimones resbalaban por sus mejillas y se perdían en su poblada barba. La señora de busto prominente alzó la vista al cielo y, con fuerte acento ruso, exclamó:
– Pagarás por esto. Dios te hará pagar por esto.
Theo se preguntó si se referiría a él.
Capítulo 33
Lydia tuvo que salir a la carrera. Aunque había bebido mucho, Liev avanzaba a grandes zancadas, como llevado por el diablo.
– Maldita sea, Liev Popkov -maldijo-. No corras tanto.
Él se detuvo y la miró, confuso, con el ojo bueno. Pareció sorprenderse de verla a su lado.
– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó ella-. ¿Por qué has irrumpido de ese modo en el banquete de boda? O chyom vi rugalys?
Él meneó la cabeza y reanudó la marcha, más despacio. Había empezado a llover, pero el frío era tan intenso que el agua se convertiría en nieve en cualquier momento. Lydia no llevaba ropa apropiada. El vestido verde de lentejuelas no estaba hecho para el invierno chino. Al salir, había cogido al vuelo el abrigo del armario, el abrigo viejo, el más fino -no el nuevo, el que estaba manchado de sangre, que ya no soportaba-, pero llevaba unos ridículos zapatos de raso, e iba sin sombrero. Le agarró el brazo y tiró de él con fuerza. El temor a que la confrontación con su madre le llevara a abandonarla a ella la llevó a apretar mucho los dedos y a concentrarse en encontrar las palabras rusas adecuadas.
– ¿Por qué le han hecho eso a mi madre? Cuéntamelo. ¿Por qué? Pochemu?
– Una rusa debe casarse con un ruso -masculló él, bajando la cabeza empapada por la lluvia. No dijo nada más.
– Eso es absurdo, Liev Popkov.
Pero no añadió nada más. Su dominio de la lengua no alcanzaba para expresar las emociones con las que combatía. La visión del rostro hermoso de su madre tan deformado por la ira, y el sonido de las palabras en ruso que habían salido de su boca a tal velocidad que Lydia no había podido comprenderlas, la habían impresionado. Le habían robado algo de su mundo, algo muy sólido. ¿Por qué iba a entrar Liev en su casa? Nada de todo aquello tenía el menor sentido.
Condujo al oso gigante más allá de la estación de tren, en dirección al muelle. A él no parecía importarle hacia dónde iba, no se daba cuenta siquiera, hasta que una muchacha de vida alegre, vestida con un cheongsam corto, de color amarillo, que dejaba sus piernas al descubierto, se acercó a él y le acarició la mejilla con una mano de uñas verdes como escamas de dragón.
– ¿Quieres jig-jig?
Él la apartó de un manotazo, pero al momento alzó la cabeza y miró a su alrededor, y vio las altas grúas de metal y los garitos de juego, y las cadenas de porteadores. Sólo entonces se percató de la lluvia. Observó a Lydia con los ojos inyectados en sangre, y frunció el ceño.
– Tengo un plan -le dijo ella en ruso-. He encontrado a un hombre. Él conoce a mi amigo, a la persona que busco. Ese hombre que he encontrado está… muerto ahora. No entendí sus palabras en chino, pero mencionó el nombre de Calfield. Creo que está aquí. En alguna parte.
– ¿Calfield?
– Da.
Sabía que no se había explicado bien, pero era difícil encontrar las palabras adecuadas en ruso. Su impaciencia podía con ella. Lo arrastró hacia los edificios que daban al muelle y le señaló los nombres escritos en los carteles. La maderería Jepherson y la agencia Lamartiere. Al otro lado de la calle se encontraba el despacho de Dirk & Green Wheelwright, junto a la cerería Winkmann. Todos ellos intercalados entre negocios chinos.
Le hizo un gesto a Liev.
– ¿Calfield? ¿Dónde está? Tienes que preguntarlo.
El ruso pareció comprender, al fin.
– ¿Calfield? -repitió.
– Sí.
A Lydia le había costado horas de esfuerzo. Pasarse despierta toda la noche rememorando la pesadilla del día anterior. Una y otra vez veía el cuchillo hundiéndose en las entrañas de Tan Wah. Su tos grave. La sangre. ¿Cómo podía caber tanta sangre en alguien tan flaco? Sintió deseos de gritar «¡No, No!» en voz alta, pero obligó a su mente a retroceder más aún, mucho más. Trasladarse al bosque, a la primera vez que le preguntó por Chang An Lo. Su retahíla de palabras seguía resultándole ininteligible, pero volvió a escucharlas. En su recuerdo. A escucharlas. A ver sus ojos saltones. Su rostro lampiño que ya era una calavera. Sus dientes, amarillos y desgastados.
Palabras. Sonidos. Desconocidos y ajenos.
Y cuando los pliegues de la cortina de su cuarto pasaban del negro al gris, indicando que su última mañana en la buhardilla llegaba a su fin, una palabra asomó a su mente, destacándose de todos aquellos sonidos sin significado. «Calfield.» Tan Wah había pronunciado aquella palabra, estaba segura.
Calfield.
Se puso a roerla como si fuera un hueso. Su intención había sido conducirla hasta donde se encontraba Chang, eso estaba claro. Y luego había señalado hacia el muelle con su mano huesuda y había dicho: «Calfield.»
Era una empresa, una empresa comercial de alguna clase, de eso estaba segura. Calfield era un nombre inglés, y ningún inglés vivía en el puerto, de modo que tenía que ser un negocio. Ella había planeado ir en busca de Liev Popkov en cuanto su madre y Alfred se fueran a la estación, pero su irrupción había adelantado las cosas. Los recién casados se irían de todos modos, y seguramente, en el caos del momento, ni se darían cuenta de que ella no estaba. No la echarían de menos.
– Lydia Ivanova. -Era el oso. Hablaba con voz algo más sobria, arrastrando menos las palabras-. Pochemu? ¿Por qué necesitas tanto encontrar a ese amigo?
Ella lo miró fijamente.
– Eso es asunto mío.
Él emitió un gruñido, literalmente un gruñido, y se metió la mano en el bolsillo de su abrigo largo, del que sacó un fajo de billetes. Le tomó la mano con su gran zarpa y le puso el dinero en la palma, cerrándole los dedos alrededor para evitar miradas codiciosas.
– Doscientos dólares -le dijo.
A Lydia le dio un vuelco el corazón. La devolución del dinero era un gesto definitivo. Había terminado con ella.
– No te vayas. Nye ostavlyai menya.
Él no respondió, y sin palabras, se quitó la larga bufanda de lana que llevaba al cuello, se la puso a ella sobre la cabeza mojada y se la pasó por los hombros. Olía a diablos, a sudor rancio, a tabaco y a ajo, pero algo en aquel gesto aplacó sus temores. No la dejaría sola. Seguro que no. Pero lo hizo.