– Para ahuyentar a los malos espíritus, señor.
– Correcto. De modo que, a pesar de relegar la historia de China por considerarla irrelevante, en realidad, al menos, sí sabe algo de ella. -Apuntó a Polly con un dedo-. Dígame, ¿quién inventó la pólvora, señorita Mason?
– Los chinos.
El dedo del profesor volvía a moverse sobre las cabezas de los jóvenes.
– ¿Quién inventó el papel?
– Los chinos.
– ¿Quién inventó las esclusas de los canales y el arco segmentado?
– Los chinos.
– ¿Y la imprenta?
– Los chinos.
– ¿Y la brújula magnética?
– Los chinos.
– ¿Y son irrelevantes todas esas cosas, Lydia? ¿Para una persona que viva en Inglaterra?
– No, señor.
Theo sonrió, complacido.
– Bien. Ahora que ya hemos aclarado este punto, pasemos al estudio de la dinastía Han. ¿Alguna objeción?
Nadie levantó la mano.
Theo sabía que Li Mei lo observaba desde la ventana de arriba. Con las puntas de los dedos daba unos golpecitos a los cristales, como si quisiera acariciarlo a través de ellos. Pero él no se volvió, y ni siquiera alzó la vista para mirarla.
Inmóvil frente a la verja de la escuela, muy tieso, la espalda le ardía por efecto del calor que irradiaba el hierro forjado de la reja, y que el avance de la tarde no daba muestras de querer aliviar. El bochorno resultaba insoportable. Durante todo el verano asfixiaba y robaba toda la energía a la gente, que anhelaba el retorno de los días claros y brillantes del otoño. Pero, un día más, terminaba la jornada escolar, y acababa de peinarse el pelo castaño claro, se había quitado el guardapolvo y lo había sustituido por una chaqueta de lino impecable. Con su sonrisa de director de escuela, distante y a la vez asequible, saludaba a las madres que llegaban a recoger a sus hijos. A las amahs y a los chóferes los ignoraba.
Censuraba a aquellas madres que estaban demasiado ocupadas tomando el té, asistiendo a clases de tenis o jugando interminables partidas de bridge como para ir a buscar personalmente a sus hijos a la escuela, y que enviaban a sus criados a recogerlos, lo mismo que veía mal a los padres que envenenaban la mente de sus hijas. El señor Christopher Mason se contaba sin duda entre ellos. Theo sintió la misma punzada de frustración que otras veces: ¿qué podía esperarse de aquel gran país con hombres como ése, hombres que, a pesar de trabajar para el gobierno, veían la excepcional historia de China como una pérdida de tiempo? ¿Como algo que no merecía la pena aprender? Era algo que lo sacaba de quicio.
– Hola, señor Willoughby. Parece que esta noche va a llover.
– Buenas tardes, señora Mason, creo que tiene usted razón.
La mujer que se había detenido frente a él era bajita y sonriente y, como su hija, lucía un hoyuelo en cada mejilla. Llevaba el pelo recogido con una cinta de terciopelo, y su rostro, redondo, mostraba signos de cansancio. Gotas de sudor asomaban a su labio superior, y brillaban con la luz.
Theo sonrió.
– ¿Ha disfrutado del paseo?
Anthea Mason se echó a reír, apoyada en la bicicleta -un tándem verde-, y sin querer rozó el timbre, que emitió un breve campanilleo.
– No, no, nunca disfruto del paseo hasta aquí. Es todo subida. -Llevaba una blusa fresca, de algodón, y pantalones de ciclista, pero las dos prendas se veían arrugadas y húmedas. Sus ojos azules brillaban de impaciencia-. Lo que significa que el trayecto de regreso es un regalo. Y más con Polly sentada detrás.
Theo decidió abordar el tema de las clases de historia de China.
– Señora Mason, creo que hay algo que deberíamos…
Pero ella seguía escrutando las filas marciales de alumnos, ataviados con sus uniformes azul marino, que ocupaban el patio bajo la supervisión de la señorita Courtney, una de las maestras de primaria.
La escuela ocupaba un edificio elegante, de ladrillo rojo, frente un camino despejado. A un lado se extendía un prado, y al otro, el patio del recreo. Se trataba de un lugar de suelos siempre recién encerados y de pizarras limpias.
– Ah, ahí está mi pequeña. -La señora Mason levantó una mano y le hizo señas-. ¡Hoolaaa, Polly! Hoy tenemos tortitas para merendar, cielo.
Polly se moría de vergüenza, y en esa ocasión Theo se compadeció de ella. La joven se separó de sus compañeros y se acercó arrastrando los pies. La acompañaba Lydia, y las dos caminaban con las cabezas muy juntas, una suave, dorada, y la otra un manojo de rizos ondulados, indómitos, cobrizos, ahuecados bajo su sombrero de paja. Se hablaban en susurros, pero años de práctica habían enseñado al director a descifrar los murmullos apenas audibles de sus pupilos.
– Por Dios, Lyd, podrían haberte matado. O algo peor -musitó Polly, con los ojos muy abiertos, mientras sujetaba el brazo delgado de su amiga con una mano, como queriéndola alejar de la boca del infierno.
– Ojala lo hubieras visto, su manera de… -Lydia se interrumpió en seco al darse cuenta de que Theo las observaba-. Adiós, Polly -se despidió con naturalidad, y se echó a un lado.
– Hola, Lydia -la saludó la señora Mason con voz alegre, aunque al director no le pasó por alto que observaba a la muchacha con ojos de preocupación-. ¿Quieres venir a casa, a merendar con nosotras? Si quieres llamo a un rickshaw.
– No, gracias, señora Mason.
– Hoy tenemos tortitas. Tus preferidas.
– Lo siento, pero es que hoy no puedo. Me encantaría, pero debo hacer unos recados.
– ¿Para tu madre?
– Sí.
Polly la miraba sin disimular sus temores. Theo no entendía qué sucedía, pero su atención se vio desplazada por la petición que formuló Anthea en el instante mismo en que plantaba su elegante zapato bicolor en el pedaclass="underline"
– Por cierto, señor Willoughby, casi lo olvidaba. Mi esposo me ha pedido que le diga que le gustaría charlar un momento con usted, y que le agradecería que se reuniera con él en el club mañana por la noche. -Coqueta, meneó la cabeza al tiempo que ahogaba una risita, como para quitar hierro al asunto-. ¡Ay, los hombres! ¿Qué sería de ustedes sin sus billares y su coñac?
Y se alejó pedaleando con su hija montada en el sillín de atrás, 1os dos pares de piernas moviéndose al unísono. Theo las vio alejarse al instante, su sonrisa se desvaneció, y se hundió de hombros.
– Maldita sea -murmuró entre dientes.
Se giró y estuvo a punto de tropezarse con Lydia, que se agazapaba tras él. Por un momento, los dos se mostraron confusos, y se disculparon. Ella bajó la cabeza, oculta tras el ala de su sombrero Pero ya era demasiado tarde, pues él se había percatado de la expresión de su rostro. Como él, ella también había permanecido inmóvil, observando el tándem que se alejaba por la concurrida calle entre timbrazos. Pero lo que llamó la atención de Theo fue la expresión de sus ojos ambarinos, el anhelo descarnado que asomaba a ellos, tan intenso que se le clavaba en el corazón, como un eco del dolor que reflejaban.
¿Qué era lo que tanto deseaba? ¿La bicicleta? Sabía bien que la muchacha era pobre. Todo el mundo estaba al corriente de que su madre era una refugiada rusa, viuda, sin modo de ganar un sueldo digno para su familia. Pero aquello no era por la bicicleta. No, Lydia no era de esa clase de niñas. ¿Era por Polly por quien suspiraba? Después de todo, había conocido a más de una niña que se había enamorado de alguien de su mismo sexo, y sin duda las dos compañeras estaban muy unidas. Bajó la mirada y vio el canotier. Se fijó en que amarilleaba, y en que estaba manchado en varios sitios, porque seguramente ella lo habría soltado de cualquier manera, o lo habría cogido con las manos sucias cuando el viento soplaba desde la gran llanura del norte. De haber sido cualquier otra alumna, le habría dicho que le pidiera a sus padres que le compraran otro sin falta. ¿Acaso era aquella madre la que anhelaba tener? No lo creía. La suya, por más que aparecía muy poco por la escuela, a menos que su presencia se reclamara explícitamente, era mucho más hermosa, e infinitamente más seductora que la hogareña señora Mason. Aunque, claro, su gusto por las mujeres siempre tendía a lo moreno, a lo exótico, algo que le venía ya de la infancia, de cuando tenía un penique que gastar en las mirillas de los estereoscopios, o de cuando en secreto abría el libro de su padre con pinturas de Paul Gauguin. Una súbita confluencia de vehículos y padres requirió su atención, una sucesión de sonrisas y corteses apretones de manos, por lo que no fue hasta transcurridos diez minutos, cuando el patio estaba ya casi vacío, que, al volverse, se percató de que la niña rusa seguía a su lado.