– ¿A cambio? ¿A cambio de qué?
– Ai-ay¡ El director de escuela no conoce a su ramera tan bien como cree.
– Aspira hondo, Po Chu, porque ésta va a ser la última vez que respires si vuelves a llamar ramera a mi amada. Dime, ¿a cambio de qué?
– Cómo imploraba, Tiyo Willbee, si hubieras visto cómo suplicaba… Con sus lágrimas de cocodrilo.
– ¿Qué es lo que suplicaba?
– Le suplicaba a nuestro honorable padre que te liberara del trato que tú cerraste con el cerebro de mona de Mason, que te eximiera de seguir traficando. Por supuesto al gran Feng Tu Hong, en su infinita sabiduría, no le conmovieron sus artimañas de mujerzuela.
– Te lo he advertido ya, basura del arroyo.
– Pero sí le ofreció un trato. Aceptó eximirte del trato si…
– ¿Si qué?
– Si le hacía nueve reverencias y regresaba a esta casa a vivir según su deber filial. ¡Ah! Pero ella ha derramado cascadas de vergüenza sobre el nombre honorable de Feng, y había que enseñarle qué significa el respeto. Fue entonces cuando yo la golpeé. Muchas veces.
– ¿Así?
– ¡Dios mío, amigo!, ¿en qué ha estado metido?
Theo se frotaba la barbilla. Un moratón oscuro reseguía la línea de la mandíbula, y tenía el labio partido. Christopher Mason lo miraba con expresión incómoda.
– He tropezado con mi gato -respondió él, indiferente-. He venido porque su criado me ha dicho que se encontraba aquí. Tengo que hablar con usted.
– ¿Ahora?
– Sí, ahora.
Mason observó a su esposa y a las dos niñas, que se encontraban en el otro extremo de la habitación.
– Ahora no es buen momento, Willoughby. Tal vez más tarde.
– Ahora.
A Theo aquella situación se le hacía rara: estar así sentado con el cabrón de Mason, todo amabilidad y cortesía, en el nuevo hogar de Alfred Parker, un día después de aquella boda que había acabado en trifulca, sin que el dueño de la casa se encontrara presente, y con la hijastra de éste vigilando junto a los ventanales, como un perro guardián. La muchacha parecía agotada. Algo le había arrebatado el brillo a su mirada ambarina, había hundido aquellos ojos en la sombra de unas ojeras, había pintado sus labios de gris. No dejaba de observar con impaciencia a los invitados, para indicarles que prefería estar sola, pero Anthea Mason parecía decidida a ignorarla.
– Pobre Lydia, no ha dormido bien. ¿Y a quién puede extrañarle? Ella sola en esta casa que no conoce… -dijo, esbozando una sonrisa bondadosa-. Yo he venido esta mañana, señor Willoughby, ¿y qué me encuentro? Que ha dado la semana libre al criado y al jardinero, con la paga íntegra, y que le ha dicho al cocinero que sólo necesita que prepare la cena. Por favor, dígale a nuestra querida niña que tiene que empezar a aceptar que en su nueva vida, ahora que vive en circunstancias respetables, como nosotros, existe el servicio. Usted es el director de su escuela, a usted tiene que hacerle caso.
– Por el amor de dios, Anthea, déjalo ya -terció Mason-. Ya la has visto, que es lo que querías y con lo que me has prometido conformarte. Y está bien. -Se volvió hacia Theo-. Si estoy aquí es porque me dispongo a acompañar a mi esposa y a mi hija a los establos, para que conozcan a mi nuevo caballo. Se trata de un bayo espléndido, con pulmones de elefante, y mucho más veloz que el semental de sir Edward. Y si no lo cree, ya lo comprobará usted mismo.
– Quiero ver tu conejo, quiero ver a Sun Yat-sen -anunció de pronto Polly, con los ojos azules muy abiertos.
– ¡Qué buena idea! -convino Anthea Mason, sonriendo-. ¿Dónde está?
– Qué nombre tan absurdo para un animal -comentó Mason, poniéndose de pie y dirigiéndose hacia los ventanales-. Cuando era pequeño, tuve un conejo blanco y negro, de orejas caídas, Polly. Se llamaba Daniel. Un animal muy bonito. En fin, jovencita, vamos a ver a ese…
– Hoy no. -Lydia seguía junto a los ventanales, con la mano en el tirador de uno de ellos, para mantenerlo cerrado.
– ¿Por qué no?
– Está alterado con la mudanza. Con los cambios.
– Lydia, por favor -le suplicó Polly-. Pero si me has dicho que estaba muy contento en su pagoda, en el cobertizo. Eso no ha cambiado, ¿verdad?
– No, pero…
– Excelente. -Mason apartó a la niña de un empujón-. Me gustan los conejos -declaró, saliendo al jardín desnudo, invernal, seguido por Polly.
Anthea los observaba.
– Le gustan los animales -aclaró a Theo, esbozando una sonrisa triste, antes de seguir a su esposo.
– Con quien tiene problemas es con los seres humanos -susurró Theo entre dientes, mirando a la muchacha rusa, que parecía sentirse casi tan mal como éclass="underline" sentía la cabeza a punto de estallar, como si tuviera clavado dentro un cuchillo de carnicero. Ella seguía de pie, inmóvil, con las dos manos apoyadas en la ventana, la vista fija en el cobertizo de madera que se adivinaba al fondo del jardín. Polly estaba abriendo la puerta.
– Señor Willoughby -dijo Lydia en voz baja.
Observaba al padre de su amiga acariciar las orejas alargadas de Sun Yat-sen. La familia Mason se había congregado en el césped, alrededor del animalillo blanco, que Polly sostenía en brazos, ajenos al frío. El vaho de su aliento ascendía como una neblina, rodeándolos.
– ¿Qué sucede, Lydia?
La muchacha seguía de pie, junto a los ventanales, pero Theo se fijó en que su mirada se había desplazado hasta unos harapos que se amontonaban al fondo del jardín. El jardinero no debería haber dejado la basura a la vista de la casa, aunque, claro, si ella le había dado fiesta toda la semana…
– ¿Dónde puedo comprar medicinas chinas?
– ¿Está enferma, niña?
– No.
– No tiene buen aspecto.
Despacio, Lydia volvió la cabeza para mirarlo.
– Usted tampoco.
Theo se echó a reír, como si acabara de oír un chiste, y el esfuerzo le provocó náuseas.
– En la calle de los Cien Pasos tiene su consulta un herbolario chino. Pero dudo que hable inglés.
– ¿Me acompañará?
Theo negó con la cabeza pero, a pesar del hueco abierto en su mente por el humo de la pipa que tanta falta le hacía, dijo:
– Supongo que podría. -Había algo en la chica, algo que no sabía lo que era-. Después de que haya conversado con Mason.
– Le diré que venga a hablar con usted.
Y así lo hizo.
– ¿Y bien? -Mason no podía estarse quieto. Vestido con sus pantalones y sus botas de montar, se deslizaba sobre la alfombra, de un lado a otro. Era evidente que se sentía incómodo-. No es lugar para mantener esta conversación.
Theo sabía que no era así como un inglés debía hablarle a otro un domingo por la mañana, con la familia ahí mismo, al otro lado de la ventana. Deberían estar charlando sobre caballos, criquet, coches, o sobre si la maldita Bolsa subía o bajaba en su país. O incluso sobre la nueva ley, la ley intolerable que el primer ministro Baldwin había aprobado, y según la cual se concedía el derecho a voto a las mujeres que tuvieran veintiún años o más, como si las mocosas de esa edad supieran algo de política. Pero ¿de drogas? No. Eso resultaba del todo inaceptable.
– Escúcheme bien, Mason. Escúcheme muy bien. Mi situación ha cambiado. Estoy cortando todos mis vínculos con Feng. Estoy harto de que me usen como cebo tanto usted como ese cabrón.
– Maldita sea, hombre. En este momento, usted sólo sirve como cebo. Mírese, pero si está temblando.
– Olvídese de eso. No me está escuchando, Mason. Le estoy diciendo que nuestro acuerdo ya no está vigente. No quiero saber nada más de los Serpientes Negras ni de su tráfico de opio. Fui un loco al aceptar involucrarme, ahora me doy cuenta. Usted me presionó en un momento en que…
– No, no me cuente cuentos. Usted quería el dinero.
– Quería proteger mi escuela.
– No se las dé de director de escuela, Willoughby. Baje a la tierra y mézclese con el resto de seres humanos. Detesto a la gente como usted. No es distinto del resto de nosotros, por más superior que usted se sienta por ser capaz de leer esa lengua profana y comprender ese galimatías santo de sus Confucios y sus Budas. Usted es tan materialista como los demás.