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Él volvió a asentir con un débil movimiento de cabeza, y cerró los ojos. Pero ella sabía que no estaba dormido. El pánico se apoderaba de Lydia, aunque se trataba de un pánico muy distinto del que había sentido antes. Se dijo a sí misma que era una especie de pánico superficial, momentáneo, pues temía haberlo ofendido con lo decidido de sus actos, haberlo contrariado con sus cuidados, y que él no quisiera que ella lo cuidara, lo alimentara, tocara su cuerpo, ese cuerpo que había llegado a conocer tan bien. Pero nada de todo ello podía compararse al pánico profundo que había sentido antes, cuando creía que iba a morir, que la dejaría sola con sus huesos y nada más, que no volvería a ver jamás aquellos ojos negros que…

«Basta. Basta.»

Estaba despierto. Y eso lo era todo. Despierto.

– Voy a buscar agua caliente -dijo, y salió corriendo escaleras abajo.

Sus caricias eran como la luz del sol para él. Le calentaban la piel. Por dentro, Chang se sentía frío, vacío, como un reptil tras una noche de escarcha, y era el tacto de sus dedos el que lograba que la vida regresara a sus extremidades. Volvía a sentir.

Y con las sensaciones volvía el sufrimiento.

Trataba de aclararse las ideas, con gran esfuerzo. De usar el dolor como fuente de energía. Se centraba en sus dedos, que le retiraban los vendajes. No eran hermosos. Tenía las uñas cuadradas, en vez de ovales, y los pulgares demasiado largos, pero aquellas manos se movían con una seguridad que sí resultaba hermosa. Él observaba: esas manos iban a curarlo.

Pero cuando se vio las suyas, mutiladas, el dolor se liberó de ellas y alcanzó su mente, y lo partió en dos. Tambaleándose, hecho añicos, volvió a hundirse en el fango.

Abrió los ojos.

– Lydia.

Ella no alzó la vista, que mantuvo fija en el cuenco metálico en el que removía algo de olor penetrante. Un débil rayo de luz invernal que se colaba por la ventana le iluminó los cabellos y un lado de la cara, y Lydia pareció brillar.

– Lydia.

Pero ella seguía ignorándole.

Cerró los ojos y pensó en lo que sucedía. Le costó un buen rato advertir que no había movido los labios. Volvió a probarlo, tratando de concentrarse en la acción de los músculos de la boca, que sentía agarrotados, como si no los hubiera usado en mucho tiempo.

– Lydia.

Entonces sí, su cabeza se alzó como movida por un resorte.

– Hola otra vez. ¿Cómo te encuentras?

– Me encuentro vivo.

Ella sonrió.

– Bien. Sigue así.

– Así seguiré.

– Perfecto.

Lydia se acercó a la cama y bajó la vista para mirarlo, con la cuchara en una mano, inmóvil sobre el cuenco, mientras un líquido granate resbalaba desde el borde de la cuchara. Oía claramente el goteo rítmico. Y ella seguía ahí de pie, observándolo. En su cabeza pasaron horas. El rostro de Lydia le llenaba los ojos y flotaba por el vacío de su mente. Los suyos eran unos ojos enormes, redondos. Una nariz larga. Era el rostro de una fanqui.

– ¿Te hace falta algo para el dolor?

Chang parpadeó. Ella seguía ahí, y el líquido que contenía la cuchara goteaba ahora sobre su mano. Todavía lo observaba con atención.

Él negó con la cabeza.

– Háblame de Tan Wah -dijo.

Ella empezó a contarle lo sucedido, y sus palabras causaron un gran dolor a su corazón, pero fueron los ojos de Lydia, y no los suyos, los que se llenaron de lágrimas.

Esa vez él no abrió los ojos.

Si lo hacía, ella se detenía. Estaba dándole un suave masaje en las piernas. Las tenía como cañas muertas de bambú, que no sirven más que para echar al fuego. Sin embargo, gradualmente, sentía que a ellas regresaba algo de calor, que la sangre volvía a circular por sus músculos atrofiados. Su carne despertaba.

Lydia canturreaba. Aquel sonido resultaba agradable a sus oídos, aunque se tratara de una melodía extranjera que carecía de la cadencia dulce de la música china. Brotaba de ella sin el menor esfuerzo, como de un pájaro y, no sabía por qué, pero calmaba la fiebre de su mente.

«Gracias, Cuan Yin, querida diosa de la misericordia. Gracias por traerme a la muchacha-zorro.»

– ¿Dónde está tu madre?

La idea se coló en su mente apenas despertó. Era la primera vez que lo pensaba. Hasta ese momento, su cerebro torpe y febril no había ido más allá del dormitorio. Más allá de la muchacha. Pero tras otra noche de sueño intermitente, interrumpido, sucesión de pesadillas que traían un dolor negro a su cuerpo y un negro pesar a su corazón, pues en ellas aparecía Tan Wah, sabía que se sentía más alerta.

Empezaba a ver los peligros.

La muchacha le sonrió. Lo hizo con intención de tranquilizarlo. Pero tras aquella sonrisa se notaba nerviosa, y a él no le pasó por alto.

– Se ha ido a Datong con su nuevo esposo. No volverá hasta el sábado. -Permaneció unos momentos en silencio, antes de añadir-: Hoy es martes.

– ¿Y esta casa?

– Es nuestro nuevo hogar. No hay nadie. Sólo estamos nosotros dos.

– Los criados no son «nadie».

Lydia se ruborizó al instante.

– El cocinero vive en un anexo, pero apenas le veo, y he pedido al mozo y al jardinero que no vengan en toda la semana. No soy tonta, Chang An Lo. Sé que quien te hizo esto no te quería bien.

– Perdóname, Lydia Ivanova, la fiebre vuelve necia a mi lengua.

– Te perdono -respondió ella, echándose a reír.

Chang no sabía de qué se reía, pero aquella risa alcanzó un lugar recóndito y frío de su ser, calentándolo, y volvió a quedarse dormido.

– Despierta, Chang, despierta. -Una mano lo zarandeaba-. No pasa nada, tranquilo. Estás a salvo. Despierta…

Chang despertó.

Estaba empapado en sudor, y el corazón le latía desbocado. Los ojos le ardían y sentía la boca más seca que el viento del oeste.

– Has tenido una pesadilla.

Lydia estaba inclinada sobre él, cubriéndole la boca con la mano, silenciando sus labios. Notaba el sabor de su piel. Lentamente, su mente se abrió paso hasta la superficie. Apartó a patadas los filos de los cuchillos que sentía en los genitales, el olor a carne quemada que impregnaba sus narices.

– Respira -le susurró ella.

Él aspiró hondo, llenó de aire sus pulmones una y otra vez. La cabeza le daba vueltas, pero tenía los ojos abiertos. La oscuridad lo envolvía, y apenas un atisbo de la luz de una farola que se colaba tras las cortinas le bastaba para distinguir las formas del dormitorio, el armario ropero, la mesa con el espejo y los frascos con las medicinas. Y a ella. Entreveía su silueta esbelta, el pelo alborotado, la mano que había abandonado sus labios y no se atrevía a posarse en su frente. Volvió a aspirar hondo, rítmicamente.

– Estás temblando -dijo ella.

– Necesito la botella.

Hubo una breve pausa.

– Voy a buscarla.

Lydia encendió la luz. No la del techo, la de la pantalla color crudo y el fleco de seda, sino una pequeña, verde, que reposaba en el tocador de las medicinas. Para lo que tenía que hacer, habría preferido seguir a oscuras. Ella regresó con la botella de cuello ancho y le retiró el edredón y las mantas. Él se giró sobre un costado, sintió que la cabeza le rodaba a causa de aquel sencillo movimiento, y no dijo nada al deslizar la embocadura de la botella hasta el pene. La orina fluía con dificultad, esporádica. Y tardó. Tardó mucho. Se daba cuenta de que ella se sentía incómoda, como se daba cuenta de la desnudez de su entrepierna, que ella le había depilado aprovechando su estado de inconsciencia. Odiaba tener que hacerlo así, pero sus manos vendadas eran inútiles, dos muñones hinchados. Ninguno de los dos se había acostumbrado aún a aquello, y el sonido del líquido al verterse en la botella de cristal le desagradaba profundamente.

Al final, ella levantó la botella y la miró al trasluz.

– Parece una buena cosecha -dijo, y él no entendió a qué se refería.