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– ¿Qué?

– Una buena cosecha. -Le sonrió-. Como el vino.

– Demasiado oscura.

– Pero hay menos sangre en ella que la última vez.

– Las medicinas funcionan.

– Todas -admitió ella, riéndose, mientras le señalaba la colorida hilera de frascos, pociones y cajas.

Sobre el tocador, formaban una curiosa mezcla de culturas, china y occidental, y sin embargo, ella parecía sentirse del todo cómoda con ambas, de una manera que a Chang le resultaba admirable. Demostraba tener una mente abierta y dispuesta a valerse de lo que saliera a su paso. Como los zorros.

Chang volvió a apoyar la cabeza en la almohada. El sudor resbalaba por su frente.

– Gracias.

El esfuerzo lo había dejado extenuado, pero trató de sonreírle. Los occidentales derramaban sonrisas por todas partes, como plumas de pollo, otra diferencia más de costumbres, pero había llegado a saber lo mucho que una sonrisa significaba para ella. Y le dedicó una.

– Me siento humillado.

– No debes sentirte así.

– Mírame. Estoy vacío. Soy como un halcón sin alas. Deberías despreciar tanta debilidad.

– No, Chang An Lo, no digas eso. Ya te diré yo qué es lo que veo en ti. Veo a un luchador valiente. A un luchador que ya debería estar muerto pero que no lo está porque no se rinde nunca.

– Las palabras ciegan tu mente.

– No, la enfermedad ciega la tuya. Espera, Chang An Lo. Espera a que te cure. -Alargó el brazo y le posó la mano en la frente, que estaba ardiendo-. Es hora de que tomes más quinina.

El resto de la noche lo pasó administrándole medicinas, humedeciéndole la piel y luchando contra la fiebre. A veces él oía que le hablaba, y en otras ocasiones se oía a sí mismo hablando con ella, pero no tenía la menor idea de qué le decía, ni de por qué lo hacía.

– Espíritu de nitrato, acetato de amonio con agua de alcanfor.

Recordaba su voz envolvente pronunciando aquellas palabras difíciles mientras con la ayuda de una cuchara le introducía líquidos en la boca, pero para él se trataba de sonidos exentos de significado.

– El señor Theo me dijo que el herbolario aseguraba que este preparado chino hacía milagros contra las fiebres… así que, no, no, por favor, no lo escupas. Intentémoslo otra vez, abre la boca, así, muy bien,

Más sonidos. Elseñortheo. ¿Qué es el señortheo?

Siempre el paño fresco sobre su piel. El olor a vinagre y a hierbas. Agua de limón sobre los labios secos. Pesadillas que se apoderaban de su mente. Pero al amanecer, por fin, sintió que el fuego de su sangre empezaba a apagarse. Fue entonces cuando empezó a temblar y a agitarse con tal violencia que se mordió la lengua. Notaba que ella estaba sentada a su lado, junto al lecho, notaba que la almohada se encajaba debajo de ella, que se apoyaba en el cabecero de la cama y le rodeaba los hombros con los brazos. Lo abrazaba con fuerza.

Sonó el timbre. Se le erizó el vello de la nuca, y vio que Lydia alzaba la cabeza, como si olisqueara el aire. Se miraron. Los dos sabían que estaba atrapado.

– Será Polly -dijo ella con voz firme. Se acercó a la puerta-. Me libraré de ella enseguida. No te preocupes.

Él asintió, y ella abandonó el dormitorio y cerró la puerta. No sabía quién era esa tal Polly, pero le dedicó mil y una maldiciones.

Capítulo 39

– Buenos días, señorita Ivanova. Espero no haber venido demasiado temprano.

– Alexei Serov. No le esperaba.

El ruso se encontraba junto a la puerta, tan alto y lánguido como siempre, enfundado en su abrigo de cuello de pieles, y era la última persona a la que deseaba ver en ese momento.

– Estaba preocupado por usted -dijo.

– ¿Preocupado? ¿Por qué?

– Después de nuestro último encuentro… Estaba usted muy disgustada por la muerte en la calle de su acompañante.

– Ah, sí, claro. Lo siento, tengo la cabeza… Sí, fue muy desagradable, y usted se mostró muy amable. Gracias. -Dio un paso atrás, preparándose para cerrar la puerta, pero él no había terminado.

– Me he dirigido a su domicilio anterior, y Olga Petrovna Zarya me ha informado de que ahora vive aquí.

– Así es.

– Me ha contado que su madre ha vuelto a casarse.

– Sí.

– Felicítela de mi parte. -Hizo una breve reverencia, y ella no pudo evitar pensar que los movimientos de Chang resultaban mucho más gráciles.

– Lo haré.

Alexei esbozó apenas un atisbo de sonrisa.

– Aunque su madre no se mostró muy complacida de verme en su anterior residencia, si no recuerdo mal.

– No.

Entre ellos se hizo un silencio incómodo, que Lydia no hizo nada por romper.

– ¿La estoy molestando?

– Sí. Lo siento, pero en este momento me pilla usted ocupada en algo.

– Me disculpo por ello, no la entretendré más. Yo también he estado bastante ocupado. De otro modo habría pasado antes para asegurarme de que se encontraba bien.

– ¿Ocupado? -El interés de Lydia creció-. ¿Con las fuerzas del Kuomintang?

– Así es. Adiós, señorita Ivanova.

– Espere. -Forzó una sonrisa-. Discúlpeme por tenerlo aquí en la puerta. Qué falta de educación la mía. Tal vez le apetezca un té. A todos nos viene bien un descanso de vez en cuando.

– Gracias, me encantaría.

– Por favor, pase.

Ahora que ya lo tenía sentado en una silla, con una taza en la mano -una taza preciosa, de porcelana cruda, con un asa tan fina que, al trasluz, se veía a través de ella-, a Lydia le resultaba difícil averiguar lo que pretendía saber. Cada vez que llevaba la conversación hacia los asuntos militares, él cambiaba de tema y se dedicaba a hablar de la ópera china que había visto la noche anterior. E incluso cuando le preguntó abiertamente por el gran número de carteles comunistas que había visto en la ciudad, en los que se exigía el derecho de la población autóctona a entrar en los parques del Asentamiento Internacional, él se limitó a reírse con aquella risa suya de superioridad.

– Sí, y a continuación exigirán que les dejemos entrar en nuestros clubes y campos de croquet.

Lydia no sabía si lo decía en broma o completamente en serio. Había pronunciado sus palabras en tono divertido y lánguido, pero a ella no la engañaba tan fácilmente. Los ojos verdes de Alexei eran rápidos, observadores, y se fijaban en ella y en su nuevo entorno. Lydia sentía que estaba jugando con ella y, desconfiada, dio un sorbo al té.

– De modo que los comunistas siguen activos en Junchow -comentó-, a pesar de los esfuerzos de las tropas de élite del Kuomintang.

– Eso parece. Pero confinados en huecos, en la orilla del río, como las ratas. La bandera del Kuomintang ondea en todas partes, para que la gente no olvide quién gobierna. -Sonrió con los ojos entrecerrados-. Al menos se trata de una enseña bonita, y alegra el lugar con sus vivos colores.

– ¿Y sabe usted qué significan esos colores?

– Son colores, nada más.

– No. En China todo tiene un significado.

– ¿De veras? -Alexei se echó hacia atrás y apoyó las manos en los apoyabrazos. Y a Lydia le pareció que su aspecto era el de un zar en su trono, en el Palacio de Invierno, y desdeñó su arrogancia-. Ilústreme usted, señorita Ivanova.

– El cuerpo rojo de la bandera representa la sangre y el sufrimiento de China.

– ¿Y el sol blanco?

– La pureza.

– ¿Y el fondo azul?

– La justicia.

– Interesante. Parece usted saber más cosas de China que la mayoría.

– Sé que los Serpientes Negras de Junchow luchan tanto contra los comunistas como contra el Kuomintang para hacerse con el control del Consejo.

Por primera vez, Alexei abrió mucho los ojos, impresionado, y ella supo que se había anotado un tanto.

– Señorita Ivanova, es usted una muchacha rusa muy joven. ¿Dónde ha oído alguien como usted hablar de los Serpientes Negras?