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– Presto atención. Veo un tatuaje. Que sea mujer y no haya cumplido aún los diecisiete no quiere decir que no esté al corriente de la situación política de este lugar. Yo no soy una de esas delicadas florecillas de sus salones que se quedan en casa todo el día bordando o dando sorbos al champán, Alexei Serov. Yo vivo en este mundo.

Él se echó hacia delante, muy serio, sin rastro de diversión en su rostro.

– Señorita Ivanova, ya he visto los riesgos que corre usted, y le insto a evitar todo contacto con los Serpientes Negras. En este momento son incluso más peligrosos que nunca.

– ¿Cómo es eso?

– Porque el padre y el hijo que dirigen la organización se han peleado. El padre azotó públicamente a Po Chu por desobedecerle, y ahora éste está reclutando a su propia banda, y trata de llegar a una alianza con el Kuomintang. Pero nadie confía en nadie. Todo el mundo engaña a los demás, y mueve las piezas como en una partida de ajedrez.

– ¿Arrebatará el hijo el control al padre?

– No lo sé. Es despiadado. Y ya ha conseguido los medios para plantear serios problemas.

– ¿A qué se refiere?

– A explosivos. La semana pasada hizo descarrilar un tren que transportaba explosivos desde la provincia de Funan, y un capitán del ejército del Kuomintang me informó ayer de que, según sus espías, está a punto de desencadenarse una gran batalla.

– ¿Quiere eso decir que Chiang Kai-Chek enviará más tropas a la ciudad?

– Sin duda.

– Es decir, que usted va a estar aún más ocupado, «asesorando». Porque a eso se dedica usted, ¿verdad? Asesora al Kuomintang sobre estrategia militar.

– Correcto.

– ¿Y nunca se le ha ocurrido pensar que no son mejores de lo que eran los señores de la guerra? ¿Que Chiang gobierna como un dictador, y que usted le está ayudando?

En ese instante, Alexei Serov esbozó aquella media sonrisa suya que a Lydia le resultaba tan enervante, y volvió a recostarse en el respaldo. Sostuvo la taza, pero había olvidado que ya se había terminado el té, y volvió a dejarla sobre la mesa.

– Tal vez esté usted muy bien informada sobre los asuntos chinos, señorita Ivanova, pero resulta obvio que lo ignora absolutamente todo de un aspecto. China, como Rusia, es un país inmenso, y está constituido a partir de una gran diversidad de pueblos y tribus que se cortarían el pescuezo unos a otros si no existiera un dictador autoritario como Chiang Kai-Chek para mantenerlos unidos con mano de hierro. Los comunistas están llenos de bellos ideales, pero en un país como éste crearían el caos si llegaran al poder. Con todo, eso es algo que no sucederá nunca. Sus respuestas son demasiado simplistas. Por tanto, sí, trabajo denodadamente a favor del sistema político y militar que los sacará de sus escondrijos y los destruirá.

Lydia se puso en pie con brusquedad.

– Es evidente que está usted muy ocupado. No querría entretenerlo.

Alexei parpadeó, desconcertado, antes de inclinar la cabeza en gesto cortés.

– Sí, claro, discúlpeme. Recuerdo que ha dicho que estaba ocupada usted también con un asunto. -Se puso en pie, elegante con su traje inmaculado, y Lydia volvió a pensar que su pelo castaño cortado a cepillo contrastaba con la languidez general de su aspecto.

Hasta ese momento Lydia no se dio cuenta de que llevaba el vestido arrugado, y de que tenía el pelo alborotado. Estuvo a punto de pasarse una mano por él, pero se detuvo. Lo que ese hombre pensara de ella no le importaba lo más mínimo. Era maleducado, arrogante, y apoyaba a un dictador despiadado. Que se fuera al infierno. Su madre tenía razón.

Se dirigió a la puerta, le entregó el abrigo y se sintió obligada a estrecharle la mano.

– Adiós, Alexei Serov, y gracias otra vez por su ayuda.

Él le estrechó la mano brevemente, estudiándosela mientras lo hacía, como si quisiera leer sus secretos.

Lydia la retiró.

Los ojos verdes del ruso, entrecerrados de nuevo, se posaron en los suyos, inquisitivos.

– Mi madre, la condesa Natalia Serova, organiza una fiesta la próxima semana. ¿Le gustaría asistir, tal vez? Es el lunes a las ocho. Venga. -Y se echó a reír, burlón-. Podemos volver a sentarnos a hablar de movimientos de tropas.

Tras él, en el coche, sobre el camino de gravilla, un chófer chino ataviado con uniforme militar aguardaba pacientemente al volante. En el guardabarros, mecida por la brisa helada, ondeaba una bandera del Kuomintang.

– Lo pensaré -dijo Lydia, antes de cerrar la puerta.

Subió los peldaños de dos en dos. La puerta del dormitorio estaba cerrada, pero ella la abrió de golpe, y empezó a hablar antes de encontrarse del todo dentro.

– Chang, no pasa nada, yo…

Se detuvo, la cama estaba vacía, la sábana retirada, y del edredón no había ni rastro.

– ¿Chang?

Hacía frío. Un viento gélido le rozó la mejilla. La ventana estaba abierta de par en par, y las cortinas se agitaban.

– No -musitó ella, acercándose a toda prisa hasta el alféizar.

Fuera, en la terraza, no había ni rastro de su cuerpo maltrecho. Su dormitorio daba al jardín trasero, que se veía muerto, desnudo. El único movimiento era el de una urraca. Vacío. Un gran dolor se apoderó de su pecho.

– Chang -llamó en voz baja.

Algo sonó a su espalda. Lydia se volvió y observó que la puerta se cerraba. Tras ella, pegado a la pared junto a la que se había ocultado, estaba Chang An Lo. Tenía la cara muy blanca, pero se había envuelto en el edredón color melocotón, y de la muñeca derecha aún colgaban los restos de unos vendajes. Entre los dedos hinchados, a modo de daga afilada, sostenía las tijeras que ella usaba para cortar las vendas.

Capítulo 40

Theo se sentía muerto. Pero su aspecto era, sin duda, el de alguien muy vivo. Llevaba puesto su mejor traje, el de color gris marengo con raya diplomática, así como una camisa blanca, almidonada, y una corbata rayada de seda. Un verdadero diablo extranjero. Envarado y altivo. Ese día Feng Tu Hong vería a un enemigo, pero a un enemigo comedido.

Aparcó el Morris Cowley en una calle trasera de la zona china de la ciudad, lanzó un par de monedas a un pilluelo desharrapado para que se lo vigilara y se unió a la masa de cuerpos que se dirigían a la plaza, colina arriba. Un viento cortante tiraba de pelos y chaquetas, y obligaba a la gente a hundir la cabeza bajo los sombreros de bambú tejido. Theo, en cambio, buscaba su contacto, y alzó la suya. Al hacerlo, el dolor insoportable que sentía tras los ojos pareció remitir. Era imprescindible que llegara con la vista despejada. Se abrió paso a codazos entre la alegre multitud, y no vio a ningún otro fanqui al pasar bajo el destartalado arco de dragón que daba acceso a la amplia plaza. Ignoró las miradas hostiles. Feng Tu Hong era el único para el que tenía ojos.

– Disculpe, honorable señor, pero no es prudente para usted estar aquí hoy.

Se trataba de un hombre bajo y elegante que le hablaba a la altura del hombro. Llevaba la túnica color azafrán que lo identificaba como monje, y su cabeza, rasurada, brillaba como si acabara de aplicarle aceite. Olía mucho a enebro, y su sonrisa transmitía la placidez de un girasol.

Theo le hizo una reverencia.

– He venido para hablar con el presidente del Consejo. A instancias suyas.

– Ah, en ese caso está usted en buenas manos.

– Eso es discutible.

– Todo es discutible. Pero aquellos que tienen fe en la verdad y perseveran por su senda, hallarán el despertar.

– Gracias, hombre santo. Me aferraré a ese pensamiento.

Qing Qui Guang Chang. Plaza de la Mano Abierta. A Theo le parecía que el nombre no resultaba nada adecuado. Las manos que no tardaría en ver frente a él estarían cerradas: de miedo.