– El opio es barro extranjero. Fuisteis vosotros y los que son como vosotros quienes primero lo trajisteis hasta nuestras costas. Vosotros nos enseñasteis a hacer negocios. Y ahora los envíos por barco continúan todas las noches sin la ayuda de la información de Mason sobre los movimientos de los barcos patrulla. Van en busca de nuestras velas nocturnas. De modo que es por culpa vuestra por lo que pillarán a más hombres, y más hombres morirán. Uno a uno, en esta Plaza de la Mano Abierta.
– No, Feng. Su sangre está en tus manos. No en las mías.
– Bah, Tiyo Willbee, tú podrías salvarlos.
– ¿Cómo?
– Vuelve a salir con las barcas nocturnas.
– No.
– Te juro que sus gritos en la otra vida llegarán hasta tu celda de la cárcel y se colarán en tus sueños.
– ¿Quiere eso decir que has hablado con el cabrón de Mason?
– Por supuesto, he tenido ese honor. Me duele, porque no voy a tratar sólo con él, pretende hablar con vuestro sir Edward y entregarle a él tu pescuezo inútil. Dime, Tiyo Willbee, ¿quién se ocupará de tu puta china entonces?
Capítulo 41
Nevaba. Copos grandes, esponjosos, que se descolgaban de un cielo encapotado, blanco, y convertían el suelo en una superficie resbaladiza. Lydia avanzaba con prisa. No por la nieve, sino por Chang An Lo. No soportaba dejarlo solo en casa.
– ¿Pueden arreglarlo? -preguntó en el taller de la modista.
Madame Camellia sostuvo en alto el vestido verde y contempló su triste estado con la ternura de una madre ante un hijo perdido.
– Haré lo que pueda, señorita Ivanova.
– Gracias.
Luego al farmacéutico de Glebe Street, con su hilera de frascos altos azules y rojos en el escaparate. Más vendas, más ácido bórico, y yodo. Al salir del comercio del señor Hatton, la calle ya se había cubierto de un manto blanco, y escasos coches pasaban por ella, con un dedo de nieve en los techos. Lydia notaba los copos, que rozaban con suavidad sus mejillas, y parpadeaba cada vez que entraban en contacto con sus pestañas, camino de Wellington Street, del pequeño tenderete de la esquina. Una vez allí, en el mostrador, pidió una caja de fideos de arroz calientes y bai azi. Lo metieron todo en una bolsa de papel de embalar marrón, y ella emprendió a toda prisa el camino de regreso a casa.
– Lydia Ivanova.
Alzó la cabeza, desconfiada, y ante ella apareció la esquina de Ebury Avenue, que era donde ahora vivía. Apoyado en uno de los grandes plátanos distinguió la figura robusta de Liev Popkov.
– ¡Liev! -exclamó, encantada, y corrió a su encuentro.
Ahí estaba, de pie, sólido como el tronco que lo sostenía. Separó los brazos y la envolvió con ellos. Fue como si se la tragara un mamut peludo.
– Gracias, Liev, spasibo -susurró, con la cara apoyada en su pecho.
El abrigo era el mismo que había protegido a Chang de la lluvia el día de los muelles, y, en contacto con su piel, lo sintió frío, húmedo, tieso. Pero no le importaba. Se alegraba mucho de ver al gran ruso. Sin soltar la bolsa de comida caliente, lo abrazó hasta donde le dieron las manos, apretándolo con fuerza. De pronto, inesperadamente, una oleada de emociones surgió en su interior. Todo lo que había estado controlando estalló, y se vio agitándose y temblando sin control. Sus huesos se convirtieron en agua, y las piernas le habrían fallado si Liev Popkov no la hubiera estado sujetando contra su pecho.
El gigante gruñó, suave, tranquilizándola, mientras la nieve, silenciosa, se arremolinaba a su alrededor.
Pero como vino se fue. Sus huesos recuperaron su dureza. Lo abrazó con más fuerza aún, antes de apartarse y dedicarle una sonrisa nerviosa.
– Luchshye? -le preguntó él-. ¿Mejor?
– Gorazdo luchshye. Mucho mejor.
– Bien.
Y eso fue todo lo que dijeron al respecto.
– ¿Quieres entrar a conocer a Chang An Lo? A él le gustaría… darte las gracias. -Su lengua hacía esfuerzos por pronunciar las palabras rusas.
– ¿Entonces aún no ha muerto?
– No. Está vivo. Poydiom. Entra.
Le tiró del brazo, pero él no se movió.
– No, Lydia Ivanova. A mí tu chino me trae sin cuidado.
– Entonces, ¿por qué le ayudaste?
Él encogió sus hombros inmensos.
– Por ti. -Se sacó del bolsillo un fajo de billetes y los metió en el bolsillo del abrigo de Lydia, que al momento supo que se trataba de los doscientos dólares.
– No, Liev, son tuyos.
– No quiero que me pagues.
– Pero me has ayudado muchísimo. No lo entiendo. ¿Por qué arriesgar la vida buscando en los muelles?
El gigante se acarició el mentón, tirándose de la barba.
– Porque eres la nieta del general Nicolai Serguei Ivanov. -Se llevó la gran manaza al ala de su gorra de piel y saludó.
– ¿Qué?
– Es un honor para mí servirte.
– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que conociste a mi abuelo?
Antes de que él pudiera responder, una explosión rasgó el aire un ruido estridente, fuerte, que retumbó en las costillas de Lydia. Al instante se elevó una columna de humo negro en el centro de 1a ciudad, sobre los tejados cubiertos de nieve, y no tardó en fundirse con los nubarrones grises.
– Bomba -dijo Liev Popkov al instante-. Vete a casa. De prisa. Bistra.
– Espera.
Pero él ya se alejaba a grandes zancadas. Lydia dio media vuelta y corrió hacia su nuevo hogar.
Chang suponía que regresaría con gesto asustado, pero no fue así.
– Tu amigo Alexei Serov decía la verdad. Las bombas han empezado a estallar.
– ¿Lo has oído?
– Se ha oído en todo Junchow.
Lydia había irrumpido en el dormitorio con una energía que él envidiaba, y en vez de llevar el miedo dibujado en el rostro, llegaba con una indudable inyección de chi. Resplandecía de chi. Tenía las mejillas coloradas, y los ojos le brillaban más que otras veces. Estaba centrada.
– Lydia -le dijo, sonriéndole-. Haces que todo el cuarto vibre. Más que la bomba.
Ella lo miró, sin saber qué pensar durante unos instantes, y entonces, inclinando la cabeza sobre la almohada en la que reposaba su cabeza, se echó a reír y le rozó casi con el pelo rojizo.
– A nosotros nos beneficia. Mientras los Serpientes Negras sigan en guerra unos con otros, nos dejaran en paz.
– Más allá de este dormitorio existe todo un mundo, Lydia. No puedes ignorarlo.
– Hoy sí puedo -replicó ella, esbozando otra sonrisa-. Toma, cómete esto.
Soñaba. Y los sueños eran siempre de fuego. A veces el fuego estaba en el pelo de Lydia, resplandeciente, parpadeante, pero en otras ocasiones ardía en su propia sangre, y lo quemaba. El fuego del dolor, y el fuego del odio. Juntos, lo consumían.
– Chang An Lo.
Abrió los ojos e, instintivamente, hizo ademán de retirarse. Una mano se acercaba a su rostro. Pero se trataba sólo de un paño húmedo que le acariciaba la piel, fresco, fragante. No una vara roja, silbante.
– Tranquilo -decía Lydia en voz baja-. Has tenido otra de tus pesadillas.
El corazón le latía con fuerza, y sentía náuseas, que se esforzaba por disimular. Sabía que ya había perdido toda credibilidad frente a aquella niña, que se había mostrado ante ella débil, incapaz, sin rastro de dignidad, pero se negaba a vomitar los fideos en la cama y tener que ver cómo ella lo limpiaba todo.
– Toma.
Una taza le rozó los labios. Dio un sorbo. Notó la amargura de las hierbas chinas, que le aliviaron. Los fuegos y las náuseas remitieron. Dio un sorbo más, y supo que había llegado el momento.
– Lydia.
– Cállate. No hables. Necesitas descansar. Si quieres, te leeré en voz alta.